Выбрать главу

Ulises miró hacia abajo y desenrolló la escalerilla de cuerda. Me acerqué a él. Nuestra armadura estaba empaquetada en la cabeza del animal y debíamos seguir un estricto orden de salida: mientras nos situábamos en fila hacia la trampilla el primer paquete que un hombre encontraba era su armadura.

– Sé quién ha caído -me dijo Ulises-, de modo que me llevaré mi armadura y aguardaré a que le llegue su turno para coger la suya. De otro modo los hombres que le siguen no encontrarían el paquete adecuado.

Así fue como resulté el primero en pisar tierra firme, salvo que no lo era en absoluto. Como alguien aturdido por un golpe, me encontré entre una masa suave y densamente perfumada, una alfombra de flores otoñales.

Una vez hubimos salido todos, Ulises y Diomedes acudieron a saludar a Sinón con besos y abrazos. El astuto Sinón era primo de Ulises. Como no lo habíamos visto antes de entrar en el caballo me sorprendió su aspecto. No era de extrañar que hubiera convencido a los troyanos con su historia. Su aspecto era enfermizo, miserable, sangrante y sucio. Ni el más despreciable esclavo había sido tratado de modo tan abominable. Ulises me explicó más tarde que Sinón se había pasado voluntariamente dos meses sin tomar alimentos para parecer más desdichado.

Sonreía ampliamente. Me acerqué a ellos cuando iniciaban su charla.

– ¡Príamo se lo ha tragado todo, primo! Y los dioses estaban de nuestra parte, el presagio de Zeus fue fabuloso. ¡Laoconte y sus dos hijos perecieron al meterse en un nido de víboras, imagínate! ¡No pudo ser mejor!

– ¿Dejaron abierta la puerta Escea? -inquirió Ulises.

– Desde luego. Ahora toda la ciudad duerme su borrachera. ¡Lo han celebrado espléndidamente! En cuanto se iniciaron los festejos en palacio nadie recordaba a la pobre víctima del campamento griego, por lo que no tuve dificultad alguna en escabullirme al promontorio de Sigeo y encender un fanal para Agamenón. Mi luz fue respondida al instante desde las colinas de Ténedos. En estos momentos debe de navegar hacia Sigeo.

Ulises volvió a abrazarlo.

– Has estado magnífico, Sinón. Puedes confiar en que serás recompensado.

– Lo sé.

Hizo una pausa y resopló satisfecho.

– ¿Sabes que creo que no lo hubiera hecho por compensación alguna, primo? -dijo.

Ulises nos envió a cincuenta de nosotros a la puerta Escea para asegurarse de que los troyanos no tenían ninguna oportunidad de cerrarla antes de que entrase Agamenón; los restantes permanecimos armados y dispuestos, observando cómo la rosada y suave aurora se deslizaba sobre el alto muro en torno al gran patio, aspirando profundamente el aire de la mañana y disfrutando del perfume de las flores que estaban bajo nuestros pies.

– ¿Quién cayó del caballo? -le pregunté a Ulises.

– Equión, hijo de Porteo -repuso con brevedad, aunque era evidente que pensaba en otra cosa.

Luego gruñó guturalmente y se removió inquieto con un nerviosismo impropio en él.

– ¡Agamenón, Agamenón! ¿Dónde estás? -exclamó en voz alta-. ¡Ya deberías estar aquí!

En ese momento el sonido de un cuerno estalló en el cielo del amanecer: Agamenón se encontraba a la puerta Escea y podíamos movernos.

Nos dividimos. Ulises, Diomedes, Menelao, Automedonte y yo con algunos compañeros anduvimos lo más quedamente posible entre la columnata y luego giramos a un amplio y extenso pasillo que conducía a la parte del palacio destinada a Príamo. Una vez allí, Ulises, Menelao y Diomedes rae dejaron y se internaron por un pasillo lateral entre el laberinto que conducía a los aposentos donde residían Helena y Deífobo.

Un grito penetrante y solitario interrumpió el silencio y cayó sobre la cabeza de Troya. Los pasillos de palacio se llenaron de gente, hombres aún desnudos que se levantaban del lecho, aturdidos y atontados por el exceso de vino. Lo que nos permitió tomarnos nuestro tiempo, esquivar torpes golpes fácilmente, y exterminarlos sin problemas. Las mujeres chillaban y vociferaban, y las baldosas de mármol que pisábamos se volvieron resbaladizas por la sangre, pues no les dimos ninguna oportunidad. Pocos comprendieron lo que sucedía. Algunos estaban bastante despiertos para advertir mi presencia con la armadura de Aquiles y huían despavoridos pensando que mi padre capitaneaba las sombras de los muertos.

Con el crimen en el corazón no perdoné a ningún enemigo. A medida que los guardianes caían, la resistencia comenzó a endurecerse; por fin luchábamos con cierta calidad, aunque no con el estilo de un campo de batalla. Las mujeres contribuían a crear pánico y confusión e imposibilitaban las maniobras a los defensores de la Ciudadela. Otros compañeros del caballo me seguían; yo, sediento de la sangre de Príamo, los dejé asesinar cuanto quisieron. Sólo Príamo pagaría por Aquiles.

Pero querían a aquel insensato y anciano rey. Aquellos que habían despertado bastante despejados se habían vestido una armadura y corrían a través del laberinto por vías sinuosas decididos a protegerlo. Un muro de hombres armados me bloqueaba el camino con las lanzas enhiestas y la expresión reveladora de estar dispuestos a morir al servicio de Príamo. Automedonte y otros me dieron alcance; permanecí inmóvil un instante meditando. Con las puntas de sus lanzas preparadas esperaban que me moviera. Viré en redondo mi escudo y los miré por encima del hombro.

– ¡A por ellos! -exclamé.

Me abalancé tan rápidamente que aquel que se encontraba delante de mí se apartó instintivamente a un lado alterando su frente. Con el escudo a modo de muro me estrellé de costado contra ellos. No tenían esperanzas de resistir semejante peso de un hombre y su armadura. Cuando caí sobre ellos se quebró su hilera y sus lanzas se inutilizaron. Me levanté haciendo oscilar el hacha: un hombre perdió un brazo; otro, la mitad del pecho; un tercero, la parte superior de la cabeza. Era como derribar árboles jóvenes. Puesto que por mi altura era inalcanzable desde cerca, avanzaba y propinaba hachazos incansable.

Ensangrentado de pies a cabeza, pasé por encima de los cadáveres y me encontré en una columnata que discurría por todo el entorno de un patio. En su centro se encontraba un altar levantado sobre un estrado escalonado cuya mesa estaba protegida del sol por un laurel de espeso ramaje.

Príamo, rey de Troya, estaba acurrucado en el peldaño superior, su barba y cabellos blancos resplandecían como plata entre la luz que se filtraba, y cubría su enjuto cuerpo con un camisón de hilo.

– ¡Coge una espada y muere, Príamo! -le grité desde donde me encontraba con el hacha colgando a un costado.

Pero él miraba ausente a algo que se hallaba detrás de mí con los legañosos ojos llenos de lágrimas: no se daba cuenta de lo que sucedía o no le importaba. El aire estaba impregnado con los ruidos de muerte y alboroto y el humo ya ensombrecía el cielo. Troya moría alrededor de él mientras, al borde de la locura, se sentaba al pie del altar de Apolo. Creo que nunca comprendió que procedíamos del caballo, por lo que el dios le ahorró tal conocimiento. Lo único que él entendía era que ya no existían razones para seguir viviendo.

Junto a él se hallaba una anciana encorvada, aferrada a su brazo, con la boca abierta en una constante sucesión de alaridos más propios de un perro que de un ser humano. Una joven con abundante masa de rizos negros estaba de espaldas a mí ante la mesa del altar, apoyadas las manos en la losa y la cabeza inclinada hacia atrás mientras oraba.

Llegaron más hombres para defender a Príamo y yo los vencí con desprecio. Algunos lucían la insignia de sus hijos, lo cual aún me sirvió de estímulo. No me detuve hasta que tan sólo quedó uno, un simple joven; ¿tal vez Ilio? ¿Qué podía importar? Cuando intentó atacarme con una espada se la arranqué fácilmente de un tirón y luego así sus largas y despeinadas trenzas con el puño izquierdo y abandoné el escudo. El muchacho se debatió y propinó puñetazos contra mis grebas con los nudillos mientras yo lo obligaba a doblegarse y lo arrastraba al pie del altar. Príamo y Hécuba se abrazaban; la joven no se volvió.