– Supongo que llega un momento en el que es imposible verse más viejo, Quirón. ¿Estás bien?
– Dentro de lo posible, muy bien, señor. Mientras nos alejábamos un trecho de los carros le dirigí a Peleo una mirada rebelde.
– ¿Cómo puedes pedirme que sirva otra vez de instructor, señor? ¿Acaso no he hecho bastante? ¿No hay nadie más capaz de cuidar de vuestros hijos? -Nadie como tú, Quirón. Me miró desde su altura y me cogió del brazo. -Sin duda debes saber cuánto significa Aquiles para mí. Es mi único hijo, no habrá otros. Cuando yo muera deberá asumir ambos tronos y tiene que estar preparado para ello. Yo puedo hacer mucho por mi parte, pero no sin una base adecuada. Sólo tú lograrás infundirle los rudimentos necesarios, y te consta que es así, Quirón. Los monarcas hereditarios tienen una posición precaria en Grecia, pues siempre aparecen rivales dispuestos a enfrentárseles. -Suspiró-. Además, quiero a Aquiles más que a mi propia vida. ¿Cómo negarle, pues, la educación que yo tuve?
– Parece como si malcriaras al muchacho.
– No. Lo creo incorruptible.
– No deseo asumir esta tarea, Peleo.
Ladeó la cabeza y frunció el entrecejo.
– Es necio azotar a un caballo muerto, ¿pero querrás por lo menos ver a los muchachos? Acaso cambies de opinión.
– Ni siquiera por otro Heracles o Peleo, señor. Pero los veré si así lo deseas.
Peleo se volvió e hizo señas a dos muchachos que viajaban en el segundo carro, quienes se aproximaron lentamente, uno tras otro. No pude ver al que marchaba detrás. Nada sorprendente; el que le precedía era sin duda muy atractivo. Sin embargo, resultaba decepcionante. ¿Sería aquél Aquiles, el queridísimo hijo único? No, definitivamente, no. Aquél tenía que ser Áyax, era demasiado mayor para ser Aquiles. ¿Qué tendría? ¿Catorce? ¿Trece años? Era ya tan alto como un hombre y en sus grandes brazos y hombros se marcaban sus músculos. Su aspecto no era desagradable, pero tampoco resultaba distinguido. No era más que un adolescente desarrollado, con nariz algo respingona y ojos grises e impasibles carentes de la luz del verdadero intelecto.
– Éste es Áyax -dijo Telamón con orgullo-. Sólo tiene diez años, aunque parece mucho mayor.
Le hice señas para que se pusiera a un lado.
– ¿Es ése Aquiles? -inquirí con tenue voz.
– Sí -dijo Peleo tratando de parecer objetivo-. También está muy crecido para su edad, cumplió recientemente los seis.
Tragué saliva porque sentía la garganta reseca. El muchacho, pese a su temprana edad, poseía cierta magia personal, cierto encanto que utilizaba inconscientemente, con el que atraía la voluntad de los hombres y se hacía querer por ellos. Aunque no tan musculoso como su primo hermano Áyax, era asimismo alto y de recia estructura. Pese a su juventud se veía muy relajado, distribuía su peso en una pierna mientras adelantaba levemente la otra con gracia y sus brazos pendían a los costados, aunque no con torpeza. Tranquilo e inconscientemente regio, parecía hecho de oro. Sus cabellos eran como los rayos de Helio, sus tenues cejas brillaban como cristal dorado y su piel parecía de oro pulido. Era muy hermoso, con excepción de su boca, que era recta, como una hendidura carente de labios, conmovedoramente triste y sin embargo mostrando tal decisión que me impresionó vivamente. El muchacho me dirigió una grave mirada con sus ojos de color crepuscular, dorados y turbios, que expresaban curiosidad, dolor, pena, sorpresa e inteligencia.
– Seré su preceptor -dije renunciando así a siete años de mi ya escasa existencia.
Peleo sonrió radiante y Telamón me abrazó, pues hasta entonces no estaban muy seguros de que aceptara.
– No nos quedaremos -repuso Peleo-. En la carreta está todo cuanto necesitarán los muchachos y he traído criados para que te cuiden. ¿Continúa en pie la vieja casa?
Asentí.
– Entonces podrán instalarse en ella los criados. Tienen órdenes de obedecer todas tus intrucciones: tú hablas en mi nombre.
Poco después se marchaban.
Mientras los esclavos se ocupaban de descargar la carreta me dirigí a los muchachos. Áyax permanecía erguido, impasible y dócil como una montaña, mirándome con sus ojos límpidos: tendría que aporrear aquel sólido cráneo para que su mente fuera consciente de su legítima función. Aquiles aún seguía con la mirada el rastro de su padre por el camino, brillantes los grandes ojos por las lágrimas contenidas. Aquella separación revestía gran importancia para él.
– Venid conmigo, jóvenes. Os mostraré vuestra nueva casa.
Me siguieron en silencio hasta la cueva, donde les demostré cuan confortable podía ser una residencia tan extraña. Les señalé las suaves y mullidas pieles en las que dormirían, la zona de la cámara principal donde se sentarían conmigo para estudiar. Luego los conduje al borde del precipicio y me senté en mi silla con uno de ellos a cada lado.
– ¿Deseabais iniciar vuestra instrucción? -les pregunté dirigiéndome más a Aquiles que a Áyax.
– Sí, mi señor -repuso Aquiles cortésmente.
Por lo menos su padre le había enseñado buenos modales.
– Mi nombre es Quirón, me llamaréis así.
– Sí, Quirón. Mi padre dice que debo congratularme de que seas mi maestro.
Me volví hacia Áyax.
– Sobre una mesa de la cueva encontrarás una lira. Tráemela, y asegúrate de que no se te cae.
El gigantesco muchacho me miró sin rencor.
– Nunca se me cae nada -repuso muy pragmático.
Enarqué las cejas con una leve sensación divertida que no hizo apuntar ningún destello de respuesta en los ojos grises del hijo de Telamón. En lugar de ello marchó a cumplir mis órdenes, como las acata un buen soldado, sin cuestionarlas. Reflexioné que lo mejor que podía hacer por Áyax era convertirlo en un soldado de perfecta fortaleza y recursos, mientras que los ojos de Aquiles reflejaban mi propia hilaridad.
– Áyax siempre se toma las cosas al pie de la letra -dijo el muchacho con su tono firme y comedido, tan grato al oído.
Extendió el brazo para señalar la ciudad que se veía a nuestros pies, a lo lejos.
– ¿Es Yolco?
– Sí.
– Entonces, aquello que está sobre la colina debe de ser el palacio. ¡Qué pequeño se ve! Siempre pensé que empequeñecía a Pelión, pero desde aquí es como cualquier otra casa.
– Todos los palacios lo son si nos alejamos bastante de ellos.
– Sí, ya lo veo.
– Debes de echar de menos a tu padre.
– Creí que iba a llorar, pero ya ha pasado.
– Volverás a verlo en primavera y, entretanto, el tiempo pasará volando. No habrá ocasión para la ociosidad, que es lo que engendra descontento, engaños, malicia y travesuras.
Respiró largamente.
– ¿Qué debo aprender, Quirón? ¿Qué necesito saber para ser un gran rey?
– Es excesivo para entrar en detalles, Aquiles. Un gran rey es una fuente de conocimientos. Cualquier rey es el mejor, pero un gran soberano comprende que es el representante de su pueblo ante dios.
– Entonces, el aprendizaje no llegará en seguida.
Áyax regresaba con la lira y la colocó con cuidado sobre el suelo. Era un gran instrumento, más similar a las arpas que tocan los egipcios, y estaba formado por un enorme caparazón de tortuga, que despedía radiantes colores castaños y ambarinos, y unos ganchos dorados. La tendí sobre mi rodilla y acaricié las cuerdas con un suave toque que produjo un simple sonido, no una melodía.
– Deberéis tocar la lira y aprender las canciones de vuestro pueblo. El mayor pecado es parecer inculto o grosero. Tendréis que aprender de memoria la historia y la geografía del mundo, todas las maravillas de la naturaleza, todos los tesoros que se esconden bajo el regazo de madre Kubaba, que es la Tierra. Os enseñaré a cazar, a matar, a luchar con toda clase de instrumentos, a fabricar vuestras propias armas. Aprenderéis qué hierbas curan las enfermedades y las heridas, a destilarlas para fabricar medicinas y a entablillar miembros rotos. Un gran rey concede más valor a la vida que a la muerte.