– ¿También oratoria? -preguntó Aquiles.
– Sí, desde luego. Cuando hayáis aprendido de mí, arrastraréis con ella los corazones de vuestros oyentes a la alegría o el dolor. Os mostraré cómo juzgar qué son los hombres y cómo forjar leyes y llevarlas a la práctica. Aprenderéis lo que dios espera de vosotros porque sois los escogidos. -Con una sonrisa añadí-: ¡Y esto sólo es el comienzo!
Entonces cogí la lira, apoyé su base en el suelo y tañí sus cuerdas más sensibles. Por unos instantes me limité a tocar, las notas ganaron fuerza y luego, al llegar al climax, cuando el último acorde se disipaba en el silencio, comencé a cantar:
Era la balada de Heracles, fallecido hacía pocos años, y yo los observaba al cantarla. Áyax escuchaba atentamente; Aquiles, con el cuerpo en tensión. Se inclinaba hacia adelante y apoyaba la barbilla en las manos y los codos en los brazos del sillón, fijos sus ojos en mi rostro. Cuando por fin aparté la lira dejó caer las manos con un suspiro de agotamiento.
Así comenzó y así prosiguió a medida que pasaron los años. Aquiles hizo grandes progresos en todos los aspectos; Áyax avanzó lentamente en sus funciones. Sin embargo, el hijo de Telamón no era ningún necio: su valor y su tesón serían envidiables en cualquier monarca y siempre conseguía salir adelante. Pero Aquiles era mi preferido, mi alegría. Por nimias que fuesen mis observaciones, las atesoraba con celo para utilizarlas cuando fuese un gran soberano, según decía con una sonrisa. Le encantaba aprender y se superaba en todas la ramas del saber, era tan hábil con las manos como con la mente. Aún conservo algunos de los cuencos de arcilla y de los dibujos por él realizados.
Pero por encima de toda erudición, Aquiles era un ser nacido para la acción, la guerra y la realización de poderosas hazañas. Incluso en aspecto físico aventajaba a su primo porque sus pies eran como mercurio vivo y se aficionó al manejo de las armas como una mujer codiciosa a un joyero. Su puntería con la lanza era infalible y yo ni siquiera veía la espada cuando él la empuñaba; revés, estocada, tajo. ¡Oh, sí, había nacido para mandar! Comprendía el arte bélico sin esfuerzos, por puro instinto. Era un cazador nato que regresaba a la cueva arrastrando jabalíes demasiado pesados para cargar con ellos y que podía aventajar a los ciervos en su carrera. Sólo en una ocasión lo vi hallarse en problemas cuando, tras perseguir a su presa en plena ladera, se desplomó con tal fuerza que tardó cierto tiempo en recuperar los sentidos. Según explicó, le había fallado el pie derecho.
Áyax solía estallar en violenta ira, pero a Aquiles nunca le vi perder los estribos. Aunque no era tímido ni reservado, poseía serenidad y control internos. Era un guerrero pensante, algo singular. Sólo en un aspecto su boca como una hendidura revelaba la otra vertiente de su naturaleza: cuando algo no se ajustaba a su sentido de lo conveniente podía ser tan frío e inflexible como el viento del norte cargado de nieve.
Aquellos siete años disfruté más que el resto de mi vida en conjunto, no sólo gracias a Aquiles sino también a Áyax. El contraste entre los primos era tan notable y sus excelencias tan grandes que transformarlos en hombres se convirtió en una tarea llena de amor. De todos los muchachos que había instruido, mi preferido era Aquiles. Cuando por fin se marchó lloré, y durante muchas lunas después mi ansia de vivir fue una especie de tábano tan persistente como el que atormentó a ío. Hasta mucho tiempo después no pude dirigir la mirada desde mi asiento para ver brillar al sol el dorado borde del techo de palacio sin que flotara una niebla ante mis ojos que confundía baldosas y oro entre sí como mineral en un crisol.
CAPITULO CUATRO
Jantipa me dio una buena paliza; regresé del campo jadeante y agotada pero exhibí mi sonrisa más radiante ante el círculo de rostros de admiración del público allí congregado. A nadie le interesaba felicitar a Jantipa por ganar el encuentro: habían acudido para verme a mí. Me rodeaban y me ensalzaban, se valían de cualquier pretexto para tocarme la mano o el hombro; algunos, más atrevidos, se ofrecían jocosamente a enfrentarse conmigo en cualquier ocasión. Yo eludía sin dificultades sus ocurrencias, toscas y poco delicadas.
Por mi edad aún me consideraban una criatura, pero sus ojos negaban tal hecho. Sus miradas expresaban cosas sobre mí que yo ya conocía, porque en mi habitación tenía espejos de cobre pulido y también tenía ojos. Aunque nobles cortesanos, ninguno era de gran importancia en el esquema general. Los despedí como el agua tras el baño, cogí una toalla que me tendía mi sirvienta y me envolví los desnudos y sudorosos miembros entre un coro de protestas.
De pronto distinguí a mi padre tras aquella multitud. ¿Acaso me había estado observando? ¡Qué extraordinario! Él nunca acudía a presenciar aquellas parodias femeninas de deportes masculinos. Mi expresión hizo que algunos de los cortesanos se volvieran y al instante desaparecieron todos. Me acerqué a mi padre y lo besé en la mejilla.
– ¿Siempre cuentas con un público tan entusiasta, pequeña? -me preguntó con el entrecejo fruncido.
– Sí, padre -respondí vanidosa-. Me admiran mucho, ¿sabes?
– Ya lo he visto. Debo de estar haciéndome viejo y perdiendo mis facultades de observación. Por fortuna, tu hermano mayor, que no es viejo ni está ciego, me insinuó esta mañana la conveniencia de presenciar los deportes femeninos.
– ¿Por qué tiene que molestarse Castor conmigo? -exclamé irritada.
– Mal andarían las cosas si no lo hiciera.
Llegamos a la puerta que daba acceso a la sala del trono.
– Cuando te hayas lavado y vestido, ven a verme, Helena.
Me encogí de hombros ante su inexpresivo rostro y salí corriendo.
Neste me aguardaba en mis habitaciones, murmurando y regañándome. Dejé que me desnudara y aguardé el baño caliente y el hormigueo del raspador en mi piel. La mujer tiró la toalla en un rincón y soltó los cordones de mi taparrabos parloteando sin cesar. Pero ya no la escuchaba: salté sobre las frías losas y me metí en la bañera salpicando alegremente. Era una sensación deliciosa sentir el agua que lamía mi cuerpo, que me acariciaba y formaba un velo que me permitía acariciarme sin que repararan en ello los sagaces ojillos de Neste. Y cuan agradable era permanecer después erguida mientras ella me frotaba con aceites fragantes y sentir que se infiltraban en mi cuerpo. No había muchos momentos en el día para caricias y fricciones ni para entregarme a aquellas agitaciones y estremecimientos que a las muchachas como Jantipa no parecían importarles tanto como a mí. Tal vez se debiera a que no habían tenido a un Teseo que las enseñara.