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Otra doncella colocó mi falda formando un círculo en el suelo para que yo pudiera situarme en el centro y luego la subió por mis piernas y me la ciñó en la cintura. Era pesada, pero ya me había acostumbrado a soportarla porque hacía dos años, desde mi retorno de Atenas, que vestía la falda de las adultas. Mi madre había considerado ridículo que volviera a llevar prendas infantiles después de aquel episodio.

A continuación me pusieron la blusa, anudada bajo los senos, y el amplio cinturón y el delantal que sólo podían abrocharme si contenía el aliento. Una doméstica introdujo mis rizos por el agujero de la corona dorada y otra me puso unos lindos pendientes de cristal en mis orejas perforadas. Alcé uno tras otro los pies descalzos para que colocaran anillos y campanillas en los dedos, y tendí los brazos, que me adornaron con múltiples y tintineantes pulseras y anillos.

Cuando hubieron concluido fui hacia el espejo más grande y me observé críticamente. La falda era la más bonita que tenía, con volantes y flecos desde la cintura hasta los tobillos, y recargada con cuentas de ámbar y cristal, amuletos de lapislázuli y oro batido, campanillas doradas y colgantes, por lo que todos mis movimientos estaban acompañados de música. El cinturón no estaba bastante ceñido y les ordené a dos mujeres corpulentas que lo ajustaran.

– ¿Por qué no puedo pintarme los pezones de oro, Neste? -le pregunté.

– Es inútil que insistas, joven princesa. Pregúntaselo a tu madre. Será mejor reservar tal artificio para cuando lo necesites… Cuando hayas parido un hijo y se te hayan oscurecido.

Decidí que quizá tenía razón. Podía considerarme afortunada: mis pezones eran sonrosados y replegados en sí como capullos; mis senos, plenos y altos.

¿Cómo los había calificado Teseo? Dos cachorrillos blancos y rollizos, con narices sonrosadas. Al pensar en él cambié de talante. Me aparté airada de mi imagen haciendo tintinear los abalorios. ¡Oh, yacer de nuevo en sus brazos! ¡Teseo, mi amado Teseo! Su boca, sus manos, el modo en que atormentaba mi cuerpo hasta que ardía en deseos de plenitud… Pero se habían presentado mis queridos hermanos Castor y Pólux y me habían apartado de él. ¡Si por lo menos él hubiera estado en Atenas cuando llegaron! Pero se hallaba muy lejos, en Esciro, con el rey Licomedes, por lo que nadie osó enfrentarse a los hijos de Tíndaro.

Aguardé a que mis sirvientas trazaran una línea negra en torno a mis ojos y me pintaran de oro los párpados, pero rechacé el carmín para las mejillas y los labios. Teseo me había dicho que no los necesitaba. Acto seguido bajé a la sala del trono a ver a mi padre, que se sentaba en un cómodo sillón junto a una ventana y que se levantó al punto.

– Ven aquí, a la luz -dijo.

Obedecí sin protestar, pues era mi indulgente progenitor, pero también el rey. Mientras permanecía bajo la cruda y despiadada luz del sol, él retrocedió unos pasos y me miró como si me viese por primera vez.

– ¡Ah, sí, Teseo tenía una visión más atinada que nadie en Lacedemonia! Tu madre tiene razón, ya eres una mujer. Por consiguiente, debemos hacer algo contigo antes de que se presente otro Teseo.

Aunque me ardía el rostro guardé silencio.

– Ha llegado la hora de casarte, Helena.

Permaneció unos instantes pensativo.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce, padre.

¡Me hablaba de matrimonio! ¡Qué interesante!

– No es prematuro -comentó.

Entonces apareció mi madre. Esquivé su mirada, era una sensación extraña encontrarse ante mi padre y que él me mirara como un hombre. Pero ella hizo caso omiso de mí, fue a su lado y me examinó también valorándome. Luego ambos cambiaron una larga e intencionada mirada.

– Ya te lo dije, Tíndaro -comentó ella.

– Sí, Leda, necesita un esposo.

Mi madre profirió su risa cantarína y musical, que, según se rumoreaba, tanto había hechizado al todopoderoso Zeus. Debía de contar mi edad cuando la encontraron abrazada a un gran cisne con sus miembros desnudos y gimiendo de placer, pero había reaccionado rápidamente alegando que el cisne era Zeus, el propio Zeus, que la había seducido. Aunque a mí, su hija, no podía engañarme. ¿Qué sensaciones debían de producir aquellas deliciosas plumas blancas? Su padre la casó con Tíndaro tres días después, y ella le dio dos pares de gemelos: Castor y Clitemnestra primero, y luego, al cabo de unos años, Pólux y yo. Aunque, a la sazón, todos parecían creer que los gemelos eran Castor y Pólux. O que los cuatro habíamos nacido a la vez, como cuatrillizos. De ser así, ¿cuáles pertenecíamos a Zeus y cuáles a Tíndaro? Aquello era un misterio.

– Las mujeres de mi casa maduran tempranamente y sufren mucho -dijo Leda sin dejar de reír.

Mi padre no se reía. Se limitó a responder con cierta sequedad: -Sí.

– No nos será difícil encontrarle un esposo. Tendrás que contenerlos a garrotazos, Tíndaro.

– Desde luego, es de alta cuna y estará ricamente dotada.

– ¡Tonterías! Es tan hermosa que no importaría que careciese por completo de dote. El gran rey de Ática nos hizo un favor al difundir los elogios de su belleza de Tesalia a Creta. No sucede cada día que un hombre tan viejo y agotado como Teseo pierda la cabeza y rapte a una criatura de doce años.

Mi padre apretó los labios con fuerza.

– Preferiría que no se mencionara ese tema -dijo fríamente.

– ¡Qué lástima que sea más hermosa que Clitemnestra!

– Clitemnestra le conviene a Agamenón.

– ¡Qué pena que no haya dos grandes soberanos de Micenas!

– Hay otros tres grandes monarcas en Grecia -repuso mi padre, que comenzaba a mostrarse práctico y eficaz.

Me aparté subrepticiamente de la luz, pues no deseaba ser advertida y despedida. El tema, yo misma, era demasiado interesante. Me gustaba oír cómo me calificaban de hermosa. En especial cuando a continuación añadían que era más hermosa que Clitemnestra, mi hermana mayor, casada con Agamenón, el gran soberano de Micenas y de toda Grecia. Aunque ella nunca me había gustado. Cuando yo era pequeña me sobrecogía verla irrumpir por los salones, en uno de sus famosos arrebatos, con los rojizos cabellos ondeando al aire a efectos de la furia y los negros ojos encendidos de ira. Sonreí divertida al imaginar cómo llevaría de cabeza a su marido con sus rabietas por muy gran rey que fuese. Aunque Agamenón parecía muy capaz de manejarla, pues era tan dominante como Clitemnestra.

Mis padres seguían hablando de mi matrimonio.

– Lo mejor será enviar heraldos a todos los reyes -decía mi padre.

– Sí… y cuanto antes mejor. Aunque la Nueva Religión se muestra reacia a la poligamia, muchos reyes no han tomado esposa. Idomeneo, por ejemplo. ¡Imagínate! Una hija en el trono de Micenas y la otra en el de Creta. ¡Qué triunfo!

Mi padre vacilaba.

– Creta no es la potencia de otros tiempos. Ambas posiciones no son equivalentes.

– ¿Y qué opinas de Filoctetes?

– Es un hombre brillante, destinado a grandes hechos, según dicen. Sin embargo, es rey de Tesalia, lo que significa que debe rendir homenaje a Peleo así como a Agamenón. Más bien pienso en Diomedes, que ha regresado de la campaña de Tebas cubierto de riqueza y de gloria. Me agrada la idea de Argos, pero es a largo plazo. Si Peleo hubiera sido más joven, lo hubiera escogido automáticamente, mas dicen que se niega a casarse de nuevo.