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Agamenón permanecía en silencio, con la mirada en el vacío, mordiéndose los labios y encendido visiblemente por algún fuego interior. Mi padre parecía simplemente sorprendido. Ulises se recostó en su asiento y volvió a morder el ave, sin duda complacido consigo mismo. De pronto Agamenón se volvió y lo asió por los hombros, blancos los nudillos por su fuerte presión y con aire siniestro. Pero Ulises le devolvió sin miedo la mirada.

– ¡Por la madre Kubaba, Ulises, eres un genio! -exclamó.

A continuación se volvió hacia mi padre y añadió:

– ¿Comprendes lo que esto significa, Tíndaro? Aquel que se case con Helena tendrá asegurada la permanente e irrevocable alianza con casi todas las naciones griegas. ¡Su futuro es seguro; su posición, mil veces elevada!

Mi padre, aunque visiblemente aliviado, parecía incrédulo.

– ¿Qué juramento podría imponerles? -preguntó-. ¿Qué compromiso será tan terrible para comprometerlos a algo que puedan deplorar?

– Sólo uno -dijo Agamenón lentamente-. El juramento del Caballo Descuartizado: por Zeus tonante, por Poseidón, dios de los temblores terrestres, por las hijas de Coré, por el Río y por la Muerte.

Sus palabras cayeron como gotas de sangre de la cabeza de Medusa. Mi padre se cubrió el rostro con las manos con un estremecimiento.

Ulises, al parecer inmutable, cambió bruscamente de tema.

– ¿Qué sucederá en el Helesponto? -le preguntó a Agamenón muy animado.

El soberano supremo frunció el entrecejo.

– No lo sé. ¿Qué apena al rey Príamo de Troya? ¿Por qué se muestra ciego ante las ventajas del comercio griego en el Ponto Euxino?

– Creo que a Príamo le conviene impedir tal comercio -repuso Ulises tomando un dulce de miel-. De todos modos se enriquece con los impuestos que allí percibe. Y asimismo ha establecido tratados con sus colegas, los reyes de Asia Menor, y sin duda obtiene una participación en los exorbitantes precios que nosotros, los griegos, debemos pagar por el estaño y el bronce, puesto que nos vemos obligados a comprarlo en Asia Menor. La exclusión de los griegos del Ponto Euxino significa más dinero para Troya, no menos.

– ¡Telamón nos hizo una mala jugada cuando raptó a Hesíone! -exclamó mi padre, irritado.

Agamenón negó con la cabeza.

– Estaba en su derecho a hacerlo. Lo único que Heracles pedía era el pago que se le adeudaba por un gran servicio prestado. Al negárselo el viejo roñoso de Laomedonte, cualquier idiota hubiera podido predecir el resultado.

– Heracles hace más de veinte años que ha muerto -intervino Ulises aclarando su vino con agua-. Teseo también ha muerto. Sólo Telamón vive aún y nunca consentirá en separarse de Hesíone, aunque ella estuviera dispuesta a irse. Raptos y violaciones son historias añejas -prosiguió con suavidad, al parecer como si nunca se hubiera enterado de lo sucedido entre Teseo y Helena-, y no tienen gran cosa que ver con la política. Grecia está en auge y Asia Menor lo sabe. Por consiguiente, ¿qué mejor política pueden adoptar Troya y el resto de Asia Menor que negarle a Grecia lo que necesita, cobre y estaño para convertirlos en bronce?

– Cierto -convino Agamenón mientras se acariciaba la barba-. ¿Qué resultará, pues, del embargo comercial de Troya?

– La guerra -repuso Ulises tranquilamente-. Antes o después estallará la guerra. Cuando nos apriete demasiado la necesidad, cuando nuestros comerciantes clamen justicia ante todos los soberanos entre Cnosos y Yolco, cuando ya no podamos reunir estaño suficiente para mezclar con el cobre y fabricar espadas, escudos y cabezas de flechas… entonces habrá guerra.

Su conversación se volvió más aburrida, pues ya no trataban de mí. Además, estaba sinceramente cansada de Menelao. El vino comenzaba a afectar a los reunidos, pocos eran los rostros que se volvían hacia mí en señal de adoración. Me escabullí de la mesa y me marché sigilosamente por la puerta que estaba tras la silla de mi padre. Mientras recorría el pasillo que seguía paralelo al comedor, lamenté no llevar una prenda más silenciosa que aquella falda tintineante. La escalera que conducía al sector femenino se hallaba en el extremo opuesto, en el lugar donde el pasillo se bifurcaba hacia otras salas oficiales. Llegué hasta ella y la subí corriendo sin que nadie acudiera en mi busca. Sólo tenía que pasar ante los aposentos de mi madre. Incliné la cabeza y tiré de la cortina.

Unas manos me asieron por los brazos y me detuvieron, y alguien me cubrió la boca para impedir que gritara. ¡Se trataba de Diomedes! Lo miré sobresaltada entre los fuertes latidos de mi corazón. Hasta aquel momento no había tenido la oportunidad de encontrarme a solas con él ni había cambiado otras palabras que simples saludos.

Su piel brillaba a la luz de la lámpara que le arrancaba reflejos ambarinos y en su garganta latía con intensidad una vena tensa como un cable. Mi mirada se fundió en sus ojos negros y cálidos mientras apartaba la mano de mi boca. ¡Qué hermoso era! ¡Cuánto apreciaba yo la belleza! Y más que nada cuando la descubría en un hombre.

– Reúnete conmigo en el jardín -susurró.

Negué violentamente con la cabeza.

– ¡Debes de estar loco! ¡Déjame y no mencionaré que te he encontrado ante los aposentos de mi madre! ¡Deja que me marche!

Rió en silencio mostrando su blanca dentadura. -No me moveré de aquí hasta que me prometas reunirte conmigo en el jardín. Todavía permanecerán largo rato en el comedor, nadie nos echará de menos a ninguno de los dos. ¡Te deseo, muchacha! No me importan sus decisiones ni demoras, te deseo y me propongo tenerte.

Me llevé la mano a la cabeza, aún embotada por el calor reinante en el comedor. Luego, de manera instintiva, asentí. Diomedes me dejó partir al punto y corrí a mis habitaciones. Allí me aguardaba Neste para desnudarme. -¡Acuéstate, vieja! ¡Me desnudaré sola! La mujer, ya acostumbrada a mis modales, se marchó muy gustosamente y me quedé tirando de mis encajes con dedos temblorosos, quitándome con precipitación el corpino y la blusa y liberándome de la falda. Me despojé de campanillas, pulseras y anillos y me cubrí con la túnica de baño. Luego salí al pasillo y bajé por la escalera posterior que conducía al exterior. Había dicho que estaría en el jardín, acudí sonriente hacia las hileras de coles y raíces comestibles. ¿A quién se le ocurriría buscarnos entre las verduras?

Estaba desnudo bajo un laurel. También yo me liberé de mi túnica a cierta distancia para que pudiera verme bañada por la luz de la luna. Se me acercó al instante, extendió mis ropas en el suelo a modo de lecho y me estrechó bajo su cuerpo sobre la madre tierra de la que todas las mujeres cobramos las fuerzas que pierden los hombres, así lo quieren los dioses.

– Con la lengua y los dedos, Diomedes -susurré-. Deseo llegar al tálamo nupcial con el himen intacto. Sofocó sus risas entre mis senos.

– ¿Te enseñó Teseo cómo mantenerte virgen? -me preguntó.

– No necesitaba que nadie me lo enseñase -repuse. Le acaricié brazos y hombros con un suspiro-. No soy muy madura pero sé que me juego la cabeza si pierdo mi virginidad con alguien que no sea mi marido.

Cuando se marchó pensé que se iba satisfecho, aunque no tanto como había imaginado. Porque me amaba sinceramente y cumplió mis condiciones, al igual que hizo Teseo. No me importaba mucho lo que sintiera Diomedes, yo sí estaba satisfecha.

Lo cual hubiera sido evidente al día siguiente cuando me encontraba sentada junto al trono de mi padre si alguien hubiera querido advertirlo. Diomedes se hallaba junto a Filoctetes y Ulises entre la masa de pretendientes, en la oscuridad y demasiado lejos de mí para que yo pudiera distinguirlo. La sala, decorada con frescos de guerreros danzantes y columnas pintadas en tonos escarlata, se hallaba casi a oscuras entre sombras vacilantes. Aparecieron los sacerdotes, se levantaron densas y empalagosas nubes de incienso y sin alboroto ni confusión el ambiente se imbuyó de la solemne y cargante santidad de un templo.