De repente me puse en pie y me aparté de nuestro padre, pues el viejo Antenor indicaba malhumorado que deseaba hablar con el rey antes de ser despedido. Héctor y yo nos alejamos del estrado sin ser reclamados.
– Tengo una sorpresa para ti -me dijo mi hermano con aire complacido.
Y nos internamos por los, al parecer, interminables pasillos que comunicaban los extremos y los palacios más pequeños que comprendían la Ciudadela.
El palacio del heredero estaba exactamente a la diestra del de nuestro padre, por lo que el camino no fue excesivamente largo. Cuando entramos en la gran sala de recepción me detuve y miré en torno asombrado.
– ¿Dónde está, Héctor?
Lo que fue una especie de almacén atestado de lanzas, escudos, armaduras y espadas se había convertido en una sala. Tampoco hedía a caballos, aunque Héctor los adoraba. No recordaba haber visto bastante las paredes para saber cómo estaban decoradas, pero aquella tarde mostraban radiantes árboles curvilíneos en jade y azul, flores liláceas y caballos blanquinegros que retozaban. El suelo estaba tan limpio que sus baldosas blancas y negras de mármol resplandecían. Los trípodes y los adornos habían sido pulidos y de puertas y ventanas pendían cortinas bellamente bordadas de color púrpura con los aros dorados.
– ¿Dónde está? -volví a preguntarle.
– Ahora viene -gruñó sonrojado.
La mujer apareció al desvanecerse el eco de sus palabras. La examiné y tuve que alabar el buen gusto de mi hermano: era una gran belleza. Tan morena como él, alta y robusta. Y por igual torpe con las dotes sociales. Me lanzó una mirada y desvió los ojos rápidamente.
– Ésta es Andrómaca, mi esposa -dijo Héctor.
La besé en la mejilla.
– ¡Te doy mi aprobación, hermanito! Pero sin duda no es de estas tierras.
– No. Es hija del rey Eetión de Cilicia. Estuve allí durante la primavera por orden de nuestro padre y la traje conmigo. No estaba previsto, pero… sucedió -concluyó con un suspiro.
– ¿Quién es, Héctor? -preguntó ella por fin tímidamente.
Me sobresaltó la fuerte palmada que mi hermano se propinó en el muslo, presa de irritación.
– ¡Oh!, ¿cuándo aprenderé? Es París.
Por un momento apareció en los ojos de la joven una expresión que no me agradó. ¡Vaya, la muchacha podía ser un elemento a tener en cuenta una vez disipada la incomodidad y establecida la familiaridad!
– Mi Andrómaca es muy valiente -dijo Héctor, orgulloso, rodeándole la cintura con el brazo-. Abandonó su hogar y su familia para acompañarme a Troya.
– Desde luego -repuse cortésmente.
Y tras estas palabras me despedí de ellos.
No tardé en acostumbrarme a la existencia monótona de la Ciudadela. Mientras el aguanieve repiqueteaba contra las persianas de carey, la lluvia caía torrencial desde lo alto de las murallas o la nieve alfombraba los patios, yo resoplaba y merodeaba entre las mujeres en busca de alguna nueva e interesante, alguna una milésima tan deseable como la más humilde pastora de Ida. Aquélla era una tarea aburrida que no implicaba esfuerzo ni ejercicio saludable. Héctor tenía razón: si no encontraba un modo mejor de mantenerme esbelto que escabulléndome arriba y abajo por pasillos prohibidos, no tardaría en convertirme en un tipo barrigón.
Un día, cuatro meses después de mi retorno, Heleno acudió a mis aposentos y se instaló cómodamente en un mullido asiento junto a la ventana. La jornada era alegre, bastante cálida para variar, y desde mis aposentos se disfrutaba de una excelente perspectiva de toda la ciudad hasta el puerto de Sigeo y la isla de Ténedos.
– Me gustaría tener la influencia que tú ejerces en nuestro padre -dijo Heleno.
– Aún eres muy joven, aunque seas un vastago imperial. La visión llega más tarde en la vida.
Heleno era aún imberbe, hermoso y de cabellos y ojos muy negros, al igual que todos los hijos de Hécuba y, por consiguiente, herederos imperiales. Era gemelo y ocupaba una curiosa posición, se decían cosas muy extrañas de él y de su gemela Casandra. Tenía diecisiete años y su excesiva juventud había impedido que se estableciera una auténtica intimidad entre nosotros. Por añadidura, Casandra y él eran clarividentes. Estaban rodeados de un aura que hacía sentirse incómodos a los demás, incluso a sus hermanos. Aquella característica no era tan señalada en Heleno como en Casandra, aunque desde luego podía alegrarse de ello porque nuestra hermana estaba loca.
Al nacer los habían consagrado al servicio de Apolo y jamás habían demostrado resentirse de tan arbitraria disposición de su destino. Según las leyes establecidas por el rey Dárdano, el oráculo de Troya debía ser confiado a un hijo y a una hija de sus reyes, a ser preferible gemelos, lo que los había hecho ser elegidos de manera automática. Por el momento aún disfrutaban de cierta libertad, pero cuando cumplieran los veinte años serían formalmente confiados al cuidado del trío que dirigía el culto de Apolo en Troya: Calcante, Laoconte y Teano, esposa de Antenor.
Heleno lucía las largas y flotantes túnicas de los religiosos. Con su expresión soñadora unida a tanta belleza era tan llamativo que atraía mi atención al verlo sentado contemplando la ciudad desde mi ventana. Me prefería a cualquiera de sus restantes hermanos, ya fueran de Hécuba, de otra esposa o de alguna concubina, porque yo no era aficionado a la guerra ni a matar. Aunque por su naturaleza severa y ascética no podía perdonar mis amoríos, mi conversación era mucho más de su agrado por su carácter más pacífico que marcial.
– He venido a traerte un mensaje -me dijo sin volverse.
Suspiré.
– ¿Qué he hecho ahora?
– Nada que merezca ser censurado. Simplemente acudo a invitarte a una reunión que se celebrará esta noche después de la cena.
– No puedo. Tengo un compromiso anterior.
– Será mejor que lo canceles. El mensaje procede de nuestro padre.
– ¡Qué fastidio! ¿Por qué yo?
– No lo sé. Se trata de un grupo muy reducido. Sólo algunos hijos imperiales, Antenor y Calcante.
– Extraño conjunto. ¿De qué se trata?
– Ve y te enterarás.
– ¡Oh, así lo haré! ¿Has sido invitado?
Heleno no respondió. Tenía el rostro contraído y en los ojos, su peculiar expresión de mística interior. Como ya había sido testigo de aquel trance visionario, reconocí al punto de qué se trataba y contemplé fascinado a mi hermano. De pronto se estremeció y recobró su aspecto normal.
– ¿Qué has visto? -le pregunté.
– No he podido ver nada -dijo lentamente mientras se enjugaba el sudor de la frente-. Parecía una estructura, percibí una estructura… El comienzo de un retorcimiento y un cambio que conducirán a un fin inevitable.
– ¡Has tenido que ver algo, Heleno!
– Llamaradas… Griegos con armadura… Una mujer tan hermosa que debía de ser Afrodita… Naves, cientos y cientos de naves… Tú, nuestro padre, Héctor…
– ¿Yo? ¡Pero yo no soy importante!
– ¡Créeme, París, sí lo eres! -dijo con voz cansada. Se levantó bruscamente-. Voy en busca de Casandra. Con frecuencia vemos las mismas cosas aunque no estemos juntos.