Выбрать главу

– Una verdad tan evidente que no merece mencionarse.

Me observó pensativo con sus ojos claros.

– ¿Sabes que se te considera el mejor hombre de Grecia, Peleo? Incluso en Micenas han reparado en ti.

Me erguí y seguí caminando.

– No soy más ni menos que cualquier hombre.

– Niégalo si así gustas, pero seguirá siendo cierto. ¡Lo tienes todo, Peleo! Un cuerpo magnífico, una mente astuta y sutil, genio para el liderazgo y talento para inspirar amor a tu pueblo… ¡Vamos, incluso eres guapo!

– Sigue elogiándome así y tendré que hacer mi equipaje y marcharme, Licomedes.

– Tranquilízate, ya he terminado. En realidad deseo comentarte algo. Los elogios que te dirigía conducían a ello.

Lo miré con curiosidad.

– ¿De qué se trata?

Se humedeció los labios y frunció el entrecejo decidido a sumergirse en aguas turbulentas sin mayor dilación.

– Tienes treinta y cinco años, Peleo. Eres uno de los cuatro grandes soberanos de Grecia y por consiguiente disfrutas de enorme poder en el país. Sin embargo, no tienes esposa ni reina. Y… puesto que te has adherido totalmente a la Nueva Religión y has escogido la monogamia, ¿cómo asegurarás la sucesión en Tesalia si no tomas esposa?

No pude contener una sonrisa.

– ¡Eres un farsante, Licomedes! ¡Seguro que ya me la has escogido!

El hombre se mostró cauteloso.

– Tal vez. A menos que pienses de otro modo.

– Suelo pensar en el matrimonio. Por desdicha no se me ocurre candidata alguna.

– Conozco a una mujer que te atraería muchísimo y que sin duda sería una magnífica consorte.

– ¡Adelante, hombre! Te escucho con el mayor interés.

– Y riéndote entre dientes. Pero no me interrumpiré. Se trata de la gran sacerdotisa de Poseidón en Esciro, y pese a que el dios le ha ordenado que se case, ella sigue célibe. Aunque no puedo obligar a tan alto personaje a obedecerme, por el bien de mi pueblo y de mi isla debo persuadirla para que se case.

En aquel momento lo miré sorprendido.

– ¡Soy un recurso para ti, Licomedes!

– ¡No, no! -exclamó con el rostro contraído-. ¡Escúchame, Peleo!

– ¿Poseidón le ha ordenado que se case?

– Sí. Los oráculos dicen que, si no lo hace, el dios de los mares abrirá la tierra de Esciro y sumergirá mi isla en las profundidades de sus reinos.

– ¿Oráculos, en plural? ¿De modo que has consultado a varios?

– Incluso a la pitonisa de Delfos y al robledal de Dodona. Y la respuesta es siempre la misma: Cásala o perecerás.

– ¿Por qué es tan importante? -inquirí fascinado. -Por ser hija de Nereo, antiguo dios del mar -repuso impresionado-. Por consiguiente es de origen semidivino y comparte su devoción: por herencia de sangre pertenece a la Antigua Religión y, sin embargo, sirve a la Nueva. Conoces la mutación constante experimentada por nuestro mundo griego desde que Creta y Thera se desmoronaron. ¡Fíjate en Esciro! Nunca estuvimos tan dominados por la Madre como Creta, Thera o los reinos de la isla de Pélops (los hombres siempre han reinado allí por derecho) pero la Antigua Religión es muy fuerte. Sin embargo, Poseidón pertenece a la Nueva Religión y estamos bajo su dominio, no sólo es dios de los mares que nos rodean sino también de los temblores de tierra.

– Comprendo que a Poseidón le enoje que una mujer de la Antigua Religión sea su gran sacerdotisa -repuse lentamente-. Pero debió sancionar su designación.

– Así fue, pero ahora está irritado. ¡Ya conoces a los dioses, Peleo! ¿Cuándo son consecuentes? Pese a su previo consentimiento, en estos momentos está enojado y no desea que su altar sea atendido por una hija de Nereo.

– ¡Licomedes, Licomedes! ¿Crees sinceramente esas historias de seres engendrados por los dioses? -inquirí incrédulo-. ¡Me has defraudado! El supuesto hijo de un dios suele ser un bastardo y, por lo general, por gentileza de algún pastor o de algún mozo de cuadras.

El hombre agitó los brazos como una ave asustada.

– ¡Sí, lo sé! ¡Sé todo eso, Peleo, y sin embargo lo creo! Tú no la has visto, no la conoces. Yo sí. Es la criatura más singular… Si la ves, comprenderás sin duda alguna que procede del mar.

En aquel momento me sentí ofendido.

– ¡No logro dar crédito a mis oídos! ¡Gracias por el cumplido! ¿Pretendes endilgar al gran rey de Tesalia una extraña y demente criatura? ¡Pues bien, no la quiero!

Me asió fuertemente del brazo con ambas manos.

– ¿Me crees capaz de jugarte semejante pasada, Peleo? No me he expresado claramente… no pretendía insultarte. ¡Te lo juro! Sólo que al verte después de tantos años me pareció intuir que era la mujer adecuada para ti. No le faltan ilustres pretendientes: todos los solteros de noble cuna de Esciro se han interesado por ella, pero los ha rechazado a rajatabla. Dice que aguarda a aquel que el dios le ha prometido enviarle con una señal.

– De acuerdo, Licomedes -repuse con un suspiro-. La veré. Pero no me comprometo a nada, ¿comprendido?

El sagrado recinto y el altar de Poseidón -no se trataba de un templo como tal- se encontraban en el extremo más alejado de la isla, el menos fértil y la zona menos habitada, localización algo peculiar para el principal santuario del dios de los mares. Su favor era vital para cualquier isla rodeada por todas partes de sus acuáticos dominios. Su talante y su gracia decidían si prevalecería la prosperidad o la hambruna, no en vano era el causante de los temblores de la tierra. Yo mismo había sido testigo de los frutos de su ira: ciudades enteras habían quedado arrasadas como el oro laminado bajo el martillo del herrero. Poseidón se irritaba fácilmente y se sentía muy celoso de su prestigio. Me constaba que Creta se había desmoronado en dos ocasiones a efectos de su venganza, cuando sus reyes, tan henchidos de su propia importancia, habían olvidado cuánto le debían. Y lo mismo había sucedido con Thera.

Si se rumoreaba que la mujer que Licomedes deseaba que yo viera era descendiente de Nereo, que había reinado en los mares cuando Cronos gobernaba el mundo desde el Olimpo, comprendía que los oráculos exigieran la retirada de sus funciones. Zeus y sus hermanos no tenían tiempo para los antiguos dioses a quienes habían derrocado. En realidad, ¿quién perdona fácilmente a un padre que lo devora?

Me presenté solo y a pie en el recinto, con sencillas ropas de caza y arrastrando mi ofrenda con una cuerda. Deseaba que ella me considerara un ser vulgar, que no supiera que se encontraba ante el gran rey de Tesalia. El altar estaba instalado sobre un enorme promontorio que dominaba una pequeña cueva. Me abrí camino con sigilo entre el sagrado bosquecillo que se encontraba delante, aturdido por el silencio y la densa y asfixiante santidad del lugar. Incluso el rumor del mar se amortiguaba en mis oídos, aunque las olas llegaban lentamente y se estrellaban en blancas burbujas contra las rocas de la accidentada base del precipicio. El fuego eterno ardía ante el sencillo altar en un trípode de oro. Me acerqué a él, me detuve y atraje mi ofrenda a mi lado.

La mujer salió a la luz del sol casi de mala gana, como si prefiriese morar en una fría y líquida filtración del día. La miré fascinado. Era menuda, esbelta y delicada y, sin embargo, poseía cierta calidad que no era femenina. En lugar del atavío habitual, con sus adornos y bordados, llevaba una sencilla túnica de fino y transparente lino egipcio, tras el que se percibía con claridad el color de su piel pálida y azulada, aunque confusa porque el tejido estaba teñido de modo inexperto. Sus labios eran gruesos pero tenuemente rosados, sus ojos, cambiantes de color, exhibían todos los matices y tonalidades del mar -grises, azules, verdes, incluso morados como el vino- y no se pintaba el rostro, sólo una tenue línea negra contorneaba sus ojos y se extendía hacia arriba de modo que le confería un aspecto algo siniestro. Sus cabellos eran incoloros, de un blanco ceniciento, con un brillo que casi parecía azulado entre la oscuridad del recinto.