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Había huesos humanos. Aparecían entre la tablazón del barco o semienterrados en la arena, a veces con fragmentos de lo que fueron sus cinturones o zapatos. Como el cráneo con un boquete en un parietal que Coy encontró bajo una fina capa de sedimentos, junto a una de las portas, y que volvió a enterrar en la arena, con un impulso de respeto atávico. Los tripulantes del “Dei Gloria” seguían allí, tripulando su barco hundido; y a veces, cuando se movía entre las maderas sombrías del bergantín con la única compañía de su respiración en la reductora de aire comprimido, Coy podía sentirlos próximos en la semioscuridad verde que lo rodeaba.

Hacían balance cada noche a la luz de la camareta, en reuniones que parecían consejos de guerra presididos por Tánger, con los planos del bergantín delante; Coy y el Piloto abrigados con jerseys pese a la temperatura suave, para templar el frío que traían consigo tras demasiadas horas de inmersión. Luego Coy dormía un sopor pesado, desprovisto de sueños o imágenes, y a la mañana siguiente volvía a zambullirse de nuevo. Tenía la piel como los garbanzos a remojo.

En la tercera jornada, cuando ascendía dispuesto a detenerse en la marca de los tres metros para purgar el nitrógeno disuelto en la sangre, miró hacia arriba y quedó estupefacto: la silueta oscura de otro casco se mecía junto al “Carpanta”, en la creciente marejada. Subió a la superficie sin completar la descompresión, con una punzada de alarma que se intensificó al encontrar allí la patrullera de la guardia civil. Se había acercado a echar un vistazo, curiosos sus tripulantes ante la inmovilidad del “Carpanta”. Por fortuna, el teniente al mando de la embarcación era conocido del Piloto; y lo primero que captó Coy al emerger fue una ojeada tranquilizadora de éste; todo estaba bajo control. El teniente y él fumaban y conversaban pasándose la bota de vino de barco a barco, mientras un par de guardias jóvenes vestidos con monos verdes y zapatillas de deporte dirigían miradas nada suspicaces a Tánger, que leía en la cubierta de popa, gafas de sol, bañador, sombrero de lona y aparente indiferencia respecto a la escena. La historia que el Piloto acababa de contar en frases sueltas, sin darle excesiva importancia, sobre unos turistas aficionados al buceo que alquilaban su barco, y la supuesta búsqueda deportiva de un pesquero naufragado un par de años atrás en aquellas mismas aguas -el “Leo y Vero”, de Torrevieja- le había parecido razonable al teniente; en especial cuando supo que el hombre que salía del agua y los saludaba con la mano tras colgar la bibotella por su atalaje en la escala de popa, el aire vagamente sorprendido, era nativo de Cartagena y oficial de la marina mercante. La patrullera se marchó después de que el teniente se conformara con echar un vistazo a la licencia de buceo de Coy y recomendar que la renovara, pues llevaba caducada año y medio; y en cuanto estuvo media milla al otro extremo de una estela recta y blanca, y Tánger cerró el libro del que había sido incapaz de leer una sola línea, y los tres se miraron con silencioso alivio, Coy volvió a echarse al agua con la bibotella de aire comprimido, bajó hasta la marca de los tres metros y se quedó allí, rodeado de medusas blancas y pardas que pasaban despacio, llevadas por la corriente, hasta que se diluyeron las burbujas de nitrógeno que la precipitada emersión empezaba a formar en su sangre.

Al quinto día la toldilla del bergantín estaba lo bastante desescombrada para una primera exploración seria. Casi toda la tablazón de cubierta había desaparecido, y la estructura desnuda del casco en la popa descubría parte de la cámara del capitán, los restos de un mamparo intacto, un pañol y la camareta contigua, que era la de los pasajeros. De ese modo, a cielo abierto, Coy pudo empezar la búsqueda desenterrando el desorden de objetos, restos y fragmentos de madera que se amontonaba formando una capa de casi un metro de espesor. Excavaba con las manos enguantadas y una pala de mango corto, arrojando los restos inútiles por la borda, fuera del casco, deteniéndose de vez en cuando para retirarse un poco hasta que se posaba la nube de sedimentos. De ese modo desenterró cosas que en otro momento habrían despertado su curiosidad; pero que ahora se limitaba a descartar, impaciente: herrajes diversos, jarras de peltre, un candelabro, fragmentos de vidrio y alfarería. Dio también con parte de un sable cuya hoja había desaparecido por la corrosión; era una empuñadura de bronce, grande, con el muñón de una hoja ancha y enormes guardas para proteger la mano: un sable sin otra utilidad que tajar carne humana durante los abordajes. Encontró también, aglomerado por adherencias marinas, un bloque de balas de mosquete que conservaba la forma de la caja donde se había hundido, pese a que la madera ya no existía. Enterrada en la arena halló media puerta que conservaba los herrajes y la llave en su cerradura; también balas redondas de cañón de cuatro libras, clavos petrificados de hierro con el interior desvanecido en manchas de óxido, y otros de bronce que se conservaban en mejor estado. Bajo las tablas deshechas de una alacena dio con tazones y platos de cerámica de Talavera milagrosamente enteros y limpios, hasta el punto de que podían leerse las marcas de los fabricantes. Halló una pipa de barro, dos mosquetes llenos de caracolillo, discos ennegrecidos y pegados unos con otros que parecían monedas de plata, la ampolleta rota de un reloj de arena, y también una regla articulada de latón, que alguna vez trazó rumbos sobre las cartas de Urrutia. Por seguridad, y en especial tras la visita de la guardia civil, habían decidido no subir al “Carpanta” ningún objeto que pudiera despertar sospechas; pero Coy hizo una excepción cuando desenterró un instrumento cubierto de adherencias calcáreas: estaba originalmente compuesto de metal y madera, aunque ésta se deshizo entre sus dedos cuando lo sacudió para limpiarlo, conservando sólo un brazo con piezas sujetas en su parte superior, y un arco en la inferior. Emocionado, lo identificó sin dificultad: tenía en la mano las partes metálicas, latón o bronce, correspondientes al brazo y al limbo graduado de un antiguo octante: el que tal vez había utilizado el piloto del “Dei Gloria” para establecer la latitud. Era un buen trueque, pensó. Un octante del siglo XVIII a cambio del sextante que había vendido en Barcelona. Lo puso aparte, de modo que fuese fácil recuperarlo más tarde. Pero lo que realmente conmovió sus entrañas fue lo que halló en un ángulo del pañol, cubierto de minúsculos filamentos pardos tras las tablas de un cofre: un simple rollo de cabo perfectamente adujado, con un nudo bien azocado en las dos últimas vueltas, tal y como lo habían dejado allí las manos expertas de un marinero concienzudo, conocedor de su oficio. Aquel rollo de cabo intacto afectó a Coy más que todo lo demás, incluidas las osamentas de los tripulantes del “Dei Gloria”. Mordió la boquilla de caucho para reprimir una mueca amarga: la tristeza infinita que sentía agolpársele en la garganta y la boca a medida que ampliaba el rastro de los tripulantes muertos en el naufragio. Dos siglos y medio antes, hombres como él, marinos acostumbrados al mar y a sus peligros, tuvieron aquellos objetos en sus manos. Habían calculado rumbos con la regla de latón, adujado el cabo, medido los cuartos de guardia dándole vueltas a la ampolleta de arena, obtenido la altura de los astros con el octante. Habían trepado a las resbaladizas vergas luchando contra el viento que pugnaba por arrancarlos de los obenques, y habían aullado su miedo y su valor humilde en la oscilante arboladura, recogiendo lona entre los dedos ateridos, dando la cara a temporales del noroeste en el Atlántico, a mistrales o lebeches asesinos del Mediterráneo. Habían peleado a cañonazos, roncos de gritos, grises de pólvora, antes de irse al fondo con la resignación de los hombres que hacen bien su trabajo y venden cara su piel. Ahora los huesos de todos ellos estaban esparcidos alrededor, entre los restos del “Dei Gloria”. Y Coy, moviéndose lentamente bajo el penacho de burbujas que ascendía recto en aquella penumbra semejante a un sudario, se sentía como el saqueador furtivo que viola la paz de una tumba.