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– Se acabó -dijo él.

Ella no respondió. Miraba a lo lejos, hacia el otro extremo del espigón, y Coy se volvió en la misma dirección para echar un vistazo a su espalda. Y allí, sentado en los restos de un bote salvavidas hecho astillas, consultando el reloj como si alardeara de puntualidad en una cita minuciosamente programada, estaba Nino Palermo.

– Reconozco -dijo el cazador de naufragios- que han hecho un buen trabajo.

El sol acababa de ocultarse tras la ladera de San Julián, y en el cementerio de barcos se intensificaban las sombras. Palermo se había quitado la chaqueta, doblándola cuidadosamente sobre uno de los bancos rotos del bote salvavidas, y se remangaba con parsimonia los puños de la camisa, haciendo relucir el pesado reloj de su muñeca izquierda. Formaban un pequeño grupo de apariencia casi cordial, los cinco bajo el puente del viejo paquebote, conversando como buenos amigos. Y el número era cinco porque, aparte de Coy, Tánger, el Piloto y el propio Palermo, Horacio Kiskoros también estaba allí. En realidad su presencia resultaba decisiva, pues de no hallarse entre ellos era improbable que la conversación se deslizara, como en efecto ocurría, por cauces civilizados. Aunque quizá influyese el hecho de que, para la ocasión, Kiskoros sustituía su navaja por una bonita pistola cromada de cachas de nácar, cuyo aspecto habría sido inofensivo de no tener un agujero de cañón inquietantemente grande y orientado en dirección a los tripulantes del “Carpanta”. Sobre todo en la dirección de Coy, de cuyos arranques temperamentales Kiskoros y Palermo parecían conservar ingrato recuerdo.

– Nunca pensé que lo conseguirían -prosiguió Palermo-. De veras que… Vaya. Aficionados, ¿eh?… Pues ha sido algo bueno. Bien hecho, lo juro por Dios. Bien hecho.

Se mostraba sincero en su admiración. Movía la cabeza para subrayar las palabras, agitando la coleta gris, tintineante el oro que llevaba colgado al cuello; y a veces se volvía hacia Kiskoros, poniéndolo por testigo. Pequeño, engominado, pulquérrimo con su chaqueta ligera a cuadros y la pajarita, el argentino asentía a su jefe sin perder de vista a Coy por el rabillo del ojo.

– Encontrar ese barco -continuó el cazador de tesoros- tiene mucho mérito. Con los medios de que disponen, resulta… Vaya. La subestimé, señora. Y también aquí, al marinero -sonreía como un escualo rondando carnaza-. Yo mismo… Por Dios. Yo no lo habría hecho mejor.

Coy miró al Piloto. Los ojos plomizos permanecían atentos, con el fatalismo de quien sólo aguardaba señales adecuadas para actuar en uno u otro sentido: lanzarse contra aquellos tipos arriesgándose a recibir un balazo, o quedarse allí viéndolas venir, a la espera de que alguien decidiera algo. Tú das los naipes, decía aquella mirada. Pero Coy creía haber arrastrado ya a su amigo demasiado lejos; de modo que entornó despacio los párpados. Tranquilo. Vio que el Piloto los entornaba a su vez, y cuando se volvió a Kiskoros comprobó que éste los observaba alternativamente, y que el cañón de la pistola describía arcos paralelos a su gesto. El héroe de Malvinas, decidió Coy, no se chupaba el dedo.

– Me temo -concluyó Palermo- que Deadman.s Chest toma el mando de las operaciones.

Tánger lo estudiaba fija, impasible. Fría como un granizado de limón, comprobó Coy. El hierro de sus pupilas era más oscuro y duro que nunca. Se preguntó dónde tendría escondido el revólver. Lamentablemente, no encima. No en aquellos tejanos y aquella camiseta. Lástima.

– ¿Qué operaciones? -preguntó ella.

Coy la observó, admirado. Palermo levantaba un poco las manos, abarcando la escena, el barco. Casi parecía abarcar el mar.

– Las del rescate. Llevo dos días observándolos con prismáticos desde la costa… ¿Comprenden?… Y ahora somos socios.

– ¿Socios en qué?

– Vaya. En qué va a ser… Ese barco. Han hecho su parte… La han hecho de maravilla. Ahora… Por Dios. Esto es asunto de profesionales.

– No lo necesitamos para nada. Ya se lo dije.

– Me lo dijo, es verdad. Pero se equivoca. Sí que me necesitan. O estoy… Por Dios. O estoy dentro o le reviento el negocio a usted y a estos dos lobitos de mar.

– Ésa no es forma de asociarse.

– Comprendo su punto de vista. Y crea que lamento toda esta parafernalia pistolera. Pero su gorila… -indicó a Coy con el pulgar-. Bueno. Me juré que no me sorprendería por tercera vez. Tampoco Horacio tiene buenos recuerdos del caballero -se tocó maquinalmente la nariz, vueltos a Coy los ojos bicolores con una mezcla de rencor y de curiosidad-. Demasiado agresivo, ¿verdad?… Demasiado agresivo.

Kiskoros torcía el bigote en una mueca que goteaba vitriolo. Su rostro cetrino aún conservaba huellas del encuentro en la playa de Águilas, y tal vez por eso parecía menos ecuánime que su jefe. La pistola se movió significativamente en su mano, y Palermo sonrió al ver el gesto.

– Ya ves -otra vez la sonrisa de escualo-. Está deseando meterte un tiro en la barriga.

– Prefiero -sugirió Coy- que se lo meta a su puta madre.

– No seas grosero -el gibraltareño parecía de veras escandalizado-. Que Horacio te apunte con una pistola no te da derecho a insultarlo.

– Me refería a “su” puta madre. A la de usted.

– Vaya. Confieso que me dan ganas de pegarte el tiro yo mismo. Lo que pasa es que… Vaya. Eso hace ruido, ¿comprendes? -se diría que Palermo estaba sinceramente interesado en que Coy comprendiera-… El ruido es malo para mis negocios. Además, podría indisponer a la señora. Y estoy cansado de tantos dimes y diretes. Sólo quiero llegar a un arreglo. Que cada cual reciba su… ¿Estamos? Que todo acabe en paz -había cogido su chaqueta y con un gesto los invitaba a seguirlo-. Vamos a ponernos cómodos.

Caminó hacia el casco del bulkcarrier a medio desguazar, sin volverse a comprobar si lo seguían o no. Por su parte, Kiskoros se limitó a mover el cañón de la pistola, indicándoles la dirección adecuada. Así que Tánger, Coy y el Piloto echaron a andar en pos de Palermo. No llevaban las manos levantadas, ni la actitud del argentino era especialmente amenazadora; se diría un paseo amistoso. Pero cuando estaban al pie de la escala tendida desde el alcázar del barco, y Coy se detuvo un momento, titubeando, para mirar al Piloto, Kiskoros tardó sólo medio segundo en apoyarle la pistola en la sien.

– Procurá no morir joven -susurró muy bajito, con inflexiones de tango.

Cruzaron corredores húmedos y arruinados, con los cables colgando del techo y los mamparos a medio desmontar, y después bajaron entre el óxido de las varengas y los palmejares desnudos, por la escala de una bodega.

– Ahora vamos a tener una larga conversación -iba diciendo Palermo-. Pasaremos la noche de charla, y mañana podemos… Sí. Volver allí todos juntos. Tengo un barco con el equipo listo en Alicante. Deadman.s Chest a su servicio. Discreción absoluta. Eficacia garantizada -le dedicó a Coy una mueca burlona-. Por cierto: mi chófer espera allí, con el equipo. Te manda saludos.

– Volver ¿adónde? -preguntó Coy.

Palermo rió el chiste, canino.

– No hagas preguntas tontas.

Coy se quedó con la boca abierta, procesando aquello. Miraba a Tánger, que permanecía impasible.

– ¿Hay otra opción? -preguntó ella como si Palermo fuese un vendedor de enciclopedias a plazos. Su voz sonaba a -5º centígrados.

– Sí -repuso el otro mientras encendía una linterna-. Pero es más desagradable para ustedes… Cuidado con la cabeza. Eso es. Ponga los pies ahí, por favor. Así -su voz resonaba cada vez más abajo, en las oquedades del recinto metálico-. La opción es que Kiskoros puede encerrarlos aquí por tiempo indefinido…

Hizo una pausa mientras iluminaba los pies de Tánger para ayudarla a llegar al fondo de la bodega. Olía a herrumbre, y a suciedad mezclada con los remotos aromas de las mercancías que una vez había contenido aquel recinto: madera, grano, fruta podrida, sal.