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– Cuidado. Ya no hay tesoros hundidos.

– Te equivocas -lo miraba con severidad-. A veces los hay.

Para convencerlo, habló durante un rato de los cazadores de tesoros. Esos tipos existían de verdad, con sus planos antiguos y sus secretos, e iban y venían buscando cosas ocultas en el fondo del mar. Podía vérseles en el Archivo de Indias de Sevilla inclinados sobre viejos legajos, o dejándose caer con aire casual por los museos y los puertos, intentando sonsacar a la gente sin dar pistas ni levantar sospechas. Ella misma había conocido a varios, que iban por el número 5 del paseo del Prado procurando disimular sus intenciones, a la caza de tal o cual indicio; solicitando mirar algo en los archivos o consultar antiguas cartas marinas, sembrando una cortina de datos falsos para camuflar sus verdaderos objetivos. Uno de ellos, italiano y muy agradable, había llegado al extremo de hacerse novio de una compañera suya para acceder a documentos reservados. Se trataba de gente singular, interesante, aventurera a su modo, soñadora o ambiciosa. En su mayor parte parecían estudiosas ratas de biblioteca, gorditos con gafas y tipos así; nada que ver con los individuos musculosos, bronceados, llenos de tatuajes, que mostraban las películas y los reportajes de la tele. Nueve de cada diez perseguían sueños imposibles, y sólo uno de cada mil lograba su empeño.

Coy acarició de nuevo a “Zas”, contemplando los ojos fieles del animal. Arf, arf. Sentía su respiración agradecida en la muñeca. Húmeda.

– Ese barco no llevaba ningún tesoro, salvo que me hayas mentido. Algodón, tabaco y azúcar, dijiste.

– Es verdad.

– Y también dijiste uno de cada mil, ¿no es eso?

Ella asentía entre el humo. Dio otra chupada al cigarrillo y volvió a asentir de nuevo. Miraba a través de Coy como si no lo viera.

– Escucha. El “Dei Gloria” también llevaba a bordo un misterio. Esos dos pasajeros, la intervención del corsario… ¿Comprendes? Hay algo más. Leí la declaración del superviviente en los archivos de la Armada… Algunas piezas no encajan. Y luego su desaparición repentina, pluf. Esfumado en el aire.

Había apagado el cigarrillo aplastándolo en el cenicero hasta que la última partícula de brasa quedó extinguida. Es una chica tenaz, se dijo Coy. Ninguna que no lo fuera andaría de tal modo metida en esto, ni tendría esos ojos de jugadora de póker, ni apagaría los cigarrillos con tanto esmero como si los asesinara. Ésta sabe perfectamente lo que quiere. Y yo, para bien o para mal, estoy en su camino.

– Hay tesoros -dijo ella- que no se traducen en dinero.

Echó Coy otro vistazo por la ventana hacia las vías del ferrocarril iluminadas a trechos en la distancia, y después observó la gasolinera que había abajo, al otro lado de la calle, a medio camino entre el portal de la casa y la estación. Había un hombre parado ante la gasolinera, y le pareció que miraba hacia arriba; pero desde un quinto piso resultaba difícil comprobarlo. Sin embargo, algo en su actitud o su apariencia le resultaba familiar.

– ¿Esperas a alguien?

Lo estudió sorprendida, sin decir nada, antes de ponerse en pie y caminar despacio hasta allí. Lo observaba con atención a él, no a la ventana; y por fin, al llegar, dirigió la vista abajo. Al hacerlo, el cabello le rozó el mentón ocultándole el rostro. Alzó maquinalmente una mano para retirárselo, y Coy se quedó mirando su perfil que la nariz rota endurecía, iluminado por las luces de la calle. Parecía preocupada.

– Ese hombre lleva ahí un rato -dijo él.

Tánger continuaba mirando hacia abajo, sin decir nada. Retenía el aliento, y al fin lo expulsó de golpe, a modo de queja o fastidio. Su expresión se había vuelto sombría.

– ¿Lo conoces? -preguntó Coy.

Silencio administrativo. Esfinge, careta veneciana, máscara azteca. Muda como los fantasmas del “Chergui” y del “Dei Gloria”.

– ¿Quién era el tipo de la coleta?… ¿Por qué discutíais la otra noche, en Barcelona?

“Zas” alternaba sus ojeadas del uno al otro, moviendo con deleite la cola. Tánger se mantuvo todavía unos segundos quieta, como si no hubiera oído la pregunta. Ahora apoyaba una mano en el cristal, dejando allí la huella de sus dedos. Estaba muy cerca, y Coy percibió de nuevo su olor a carne tibia y limpia. Una suave erección empezó a presionar el bolsillo izquierdo de sus tejanos. La imaginó desnuda, apoyada en aquella misma ventana, la luz de la calle iluminándole la piel. Imaginó que le arrancaba la ropa y la volvía hacia él, y que ella lo dejaba hacer. Imaginó que la levantaba en brazos y la llevaba hasta el sofá, o hasta la cama que se adivinaba en la habitación de al lado, con “Zas” moviendo el rabo afectuosamente desde el umbral. Imaginó que se volvía loco y que la seguía hasta el faro del fin del mundo entre vientos y naufragios, y que ella pretendía de él algo más que utilizarlo a secas. Imaginó todo eso y mucha más como en una secuencia montada a retazos; lo hizo rápida, ardiente, desesperadamente, hasta que de pronto cayó en la cuenta de que ella lo estaba observando, y de que la expresión de sus ojos era la misma que la de la mujer a bordo de la goleta, frente a Venecia, cuando él espiaba a través de los prismáticos y creyó, pese a la distancia, que le penetraban el pensamiento.

– Te prometí sólo una respuesta -dijo ella por fin-, y ya hubo suficientes por esta noche… El resto tendrá que esperar.

Quería acostarse con aquella mujer, pensó mientras bajaba por la escalera saltando peldaños de dos en dos. Quería hacerlo no una sino muchas, infinitas veces. Quería contar todas sus pecas doradas con los dedos y con la lengua, y luego ponerla boca arriba, abrir suavemente sus muslos, adentrarse en ella y besarle la boca mientras lo hacía. Besarla despacio, sin prisa, sin agobios, hasta suavizar, igual que el mar moldea la roca, aquellas líneas de dureza que tan distante la hacían parecer a veces. Quería poner chispas de luz y de sorpresa en sus ojos azul marino, cambiarle el ritmo de la respiración, provocar el latido y el estremecimiento de su carne. Y acechar atento en la penumbra, como un francotirador paciente, ese momento hecho de brevedad fugaz, de intensidad egoísta, en que una mujer queda absorta en sí misma y tiene el rostro de todas las mujeres nacidas y por nacer.

Tal era el estado de ánimo de Coy cuando salió a la calle pasada la medianoche, con la erección replegándose desganadamente a su frío nido de soltero. Por eso no tuvo nada de extraño que, en lugar de seguir acera abajo por su derecha, mirase a un lado y otro del paseo Infanta Isabel, cruzase bajo uno de los semáforos que en ese momento se hallaban en rojo, y se fuera derecho hacia el hombre que seguía junto a uno de los postes iluminados de la gasolinera. En el fondo -y en la forma- Coy no era aficionado a la bronca. Durante las más estrepitosas de sus bajadas a tierra, aquel tiempo feliz en que aún tenía barcos desde los que bajar, se había limitado a ser actor involuntario, comparsa y camarada; de esos que están con los amigos y se caldea el ambiente, y con una copa en la mano piensan aquí se va a liar, inmersión, aú, aú, inmersión, y a los pocos segundos se encuentran dando y recibiendo puñetazos sin comerlo ni beberlo. Eso ocurría sobre todo en tiempos del Torpedero Tucumán y la Tripulación Sanders, cuando Coy volvía al barco con un ojo a la funerala un día sí y otro no, en fríos amaneceres portuarios, subido el cuello de la chaqueta, caminando por muelles húmedos que reflejaban luces amarillentas junto a los tinglados y las grúas y las siluetas oscuras de los buques amarrados:

tres, cuatro, diez hombres soñolientos, tambaleantes, cargados a veces con compañeros que arrastraban los pies, y siempre algún rezagado al filo del coma etílico que, perdida la orientación, los seguía más lejos, haciendo peligrosas eses junto a los norays al borde del agua. Tripulación Sanders: Jan Sanders era el dibujante de las ilustraciones humorísticas de los calendarios de pinturas navales Sigma, protagonizados por una tripulación de marineros borrachos, puteros y chusmosos que odiaban a su capitán, un tiranuelo diminuto con grandes bigotazos, y que paseaban sus catástrofes, broncas y naufragios por todos los mares y todos los burdeles del mundo. Fuera de los calendarios, la Tripulación Sanders había estado compuesta por el propio Coy, el Gallego Neira y el jefe de máquinas Gorostiola, alias Torpedero Tucumán, cuando los tres navegaban en barcos de la Zoeline entre Centroamérica y el norte de Europa, y lo mismo se cocían en fondeaderos y puertos del Caribe a ritmo tropical, que tiritaban de frío en Nueva York, Hamburgo o Rotterdam, cuando el viento helado barría la cubierta y el puente, y el mercurio desaparecía de los termómetros. Ellos tres eran la Tripulación básica, de plantilla, aunque siempre se les agregaba alguien en función del puerto visitado. Neira medía dos metros y pesaba noventa y cinco kilos, y el Torpedero tenía pocos centímetros menos y algunos kilos más. Eso era útil e incluso tranquilizador en lugares como Panamá, donde al bajar a tierra aconsejaban no ir más allá de la tienda franca al final del embarcadero, porque a partir de allí siempre había pistolas y navajas esperándote. Cuando iba entre aquellos dos energúmenos, Coy parecía enano: poseían brazos como calabrotes de veinte pulgadas, manos como palas de hélice y una marcada inclinación a romper cosas, botellas, bares, caras, a partir del quinto whisky. Por donde pasaban -con Coy a remolque-, no volvía a crecer la hierba. Como en aquel bar de Copenhague lleno de hombres rubios y de mujeres rubias que al final resultaron ser también hombres rubios, donde el Torpedero Tucumán se había enfadado porque al meter mano se encontró quinientos buenos gramos de lo que no esperaba; y después de unos minutos de refriega, él y Neira cogieron a Coy cada uno de un brazo, suspendiéndolo en alto, y con él en vilo y entre los dos se dieron a la fuga, al trote, rumbo al puerto y al barco, con media docena de policías -inevitablemente rubios- pisándoles los talones. Os juro que pensé que era una tía, había repetido una y otra vez el Torpedero, cof, cof, cof, con poco aliento en mitad de la galopada, mientras al otro lado Neira se choteaba del asunto, y hasta el mismo Coy soltaba carcajadas pese al labio recién partido, con el Torpedero mirándolos de reojo, muy mosqueado. Que no se os ocurra contárselo a nadie, ¿entendido? Que ni se os ocurra, cof, cof. Cabrones.