– ¿Cómo ves nuestras posibilidades?
Coy parpadeó, como si acabara de regresar en ese instante de la cubierta del bergantín. Tánger lo miraba con atención, esperando una respuesta. Era evidente que ella misma lo había considerado todo del derecho y del revés, pero deseaba escucharlo de su boca. Él encogió los hombros:
– El primer problema es que los tripulantes del “Dei Gloria” se situaron sobre esta carta, no sobre las cartas modernas. Y nosotros tenemos que situarnos con cartas modernas, aunque usemos ésta como punto de partida… Convendría calcular las diferencias entre el Urrutia y las cartas actuales. Medir los grados exactos y todo eso. Ya sabemos que el cabo de Palos está en el Urrutia un par de minutos más al sur -indicó la carta con el lápiz-… Como puedes ver, toda la línea de la costa desde cabo de Agua fue dibujada creyéndola casi horizontal, cuando en realidad sube un poco oblicuamente, así, hacia el nordeste. Fíjate en dónde está el bajo de la Hormiga en el Urrutia, y dónde en la carta moderna.
Cogió el compás de puntas, obtuvo la distancia de cabo de Palos al paralelo más próximo, y luego llevó el compás sobre la escala vertical a la izquierda de la carta, para medirla en millas. Ella seguía sus movimientos con atención, inmóvil su mano sobre la mesa, muy cerca del brazo de Coy. El cabello rubio y lacio pendía de nuevo sobre su rostro, rozándole la barbilla.
– Vamos a calcular exactamente…-Coy anotaba las cifras con lápiz en una hoja del cuaderno-.
¿Ves?… Los 37º 35’ del Urrutia se nos convierten… Eso es. 37º 38’ de latitud real. En realidad, 37º 37’ y unos treinta o cuarenta segundos, que expresado en cifras para una carta náutica moderna, donde los segundos figuran como una fracción decimal añadida a los minutos, resulta 37º 37,5’. Lo que hace dos millas y media de error aquí, en la punta del cabo de Palos. Quizás hasta una milla en cabo Tiñoso. Esa diferencia es fundamental si se trata de un pecio… De un barco hundido. Puede situarlo cerca de la costa, a veinte o treinta metros, donde resulta fácil acceder a él, o demasiado lejos, con sondas que van aumentando y pasan a cien, doscientos o más metros, haciendo imposible descender o localizarlo siquiera.
Se detuvo, mirándola. Observaba, todavía inclinado el rostro, los números de sonda marcados en la carta. Era obvio que Tánger sabía de sobra todo aquello. Quizá necesita que alguien se lo confirme en voz alta, pensó Coy. Tal vez pretende que le digan que es posible hacerlo. La cuestión sigue siendo por qué yo.
– ¿Crees que puedes bajar hasta cincuenta metros? -preguntó ella.
– Supongo que sí. Llegué algo más abajo de los sesenta, aunque el límite de seguridad son cuarenta. Pero entonces tenía veinte años menos… El problema es que a esa profundidad puedes estar muy poco tiempo abajo, al menos con equipos normales de aire comprimido… ¿Tú no buceas?
– No. Me da horror. Y sin embargo…
Coy seguía adujando cabos. Marino. Buzo. Conocimientos de navegación a vela. Estaba clarísimo, se dijo, que ella no lo tenía allí porque la fascinara su conversación. Así que no te hagas ilusiones, chico. No le interesa tu cara bonita. Suponiendo que tu cara haya sido bonita alguna vez.
– ¿Hasta dónde calculas que podrías llegar? -quiso saber Tánger.
– ¿Vas a dejar que baje solo, sin ver lo que hago?
– Confío en ti.
– Eso es lo que me mosquea. Que confíes tanto en mí.
Al decir confío en ti se había vuelto por fin hacia él. Maldita, pensó. Se diría que pasa las noches planificando cada gesto. Observó la cadena de plata que desaparecía en el cuello de la camiseta blanca, hacia los sugerentes volúmenes que se moldeaban bajo la camisa abierta. No sin esfuerzo, reprimió el impulso de sacársela fuera y echar un vistazo.
– Salvo que utilices equipos especiales, lo que un buceador puede bajar sin problemas no va más allá de ochenta metros explicó él-. Y ésa es mucha profundidad. Además, si trabajas te cansas y consumes más aire, y todo se complica… Hay que usar mezclas, y tablas de descompresión detalladas.
– No es mucha profundidad. Al menos eso creo.
– ¿Ya has hecho tus cálculos?
– En la medida de mis posibilidades.
– Pues te veo muy segura.
Coy sonreía. Lo hizo sólo a medias, pero a ella no pareció gustarle esa sonrisa.
– Si estuviera muy segura no te necesitaría.
Él se echó hacia atrás en la silla. El movimiento hizo incorporarse a “Zas”, que le dio un par de afectuosos lametones en el brazo.
– En ese caso -estimó- tal vez haya posibilidad de bajar. Aunque eso de las posiciones siempre es relativo, incluso con cartas modernas y GPS. No es fácil encontrar un barco, o lo que suele quedar de él. Y mucho menos un barco hundido hace dos siglos y medio… Depende de la naturaleza del fondo y de muchas otras cosas. La madera se habrá ido al diablo, o el fango puede cubrir el pecio. Y luego están las corrientes, la mala visibilidad…
Tánger había cogido la cajetilla de tabaco, pero se limitaba a darle vueltas entre los dedos. Contemplaba las facciones de Héroe.
– ¿Tienes mucha experiencia como buceador?
– Tengo alguna. Hice un curso en el Centro de Buceo de la Armada, y un par de veranos trabajé limpiando cascos de buques, con un cepillo de alambre y sin ver más allá de mis narices. En vacaciones también sacaba ánforas romanas con Pedro el Piloto.
– ¿Quién es Pedro el Piloto?
– El patrón del “Carpanta”. Un amigo.
– Ahora eso está prohibido.
– ¿Tener amigos?
– Sacar ánforas.
Había dejado la cajetilla y miraba a Coy. Éste creyó advertir una chispa de especial atención en sus ojos.
– También entonces lo estaba -admitió-. Pero la clandestinidad le ponía emoción. Además, ningún guardia mira tu bolsa cuando vuelves de una inmersión, en un puerto donde eres conocido. Dices hola, él dice hola, sonríes y listo. En aquella época, frente a Cartagena, la costa era un inmenso campo de restos arqueológicos. Yo buscaba sobre todo cuellos de ánfora, que son muy bonitos, y vasijas… Usaba una pala de ping-pong para remover la arena que las cubría. Y llegué a conseguir docenas.
– ¿Qué hacías con todo eso?
– Se lo regalaba a mis novias.
No era cierto, o al menos no del todo. Una vez en tierra, sacadas discretamente bajo las narices de los carabineros, esas ánforas las habían vendido el Piloto y Coy a turistas y anticuarios, repartiéndose las ganancias. En cuanto a las novias, Tánger no preguntó si habían sido muchas o pocas. En realidad, de aquel tiempo Coy sólo recordaba con especial afecto a una: se llamaba Eva y era norteamericana, hija de un técnico de la refinería de Escombreras. Una chica sana, rubia y bronceada, de dientes blancos y espaldas de windsurfista, junto a la que pasó un verano cuando él ya era estudiante de náutica. Reía a carcajadas por cualquier cosa, tenía bonitas caderas y era pasiva y tierna haciendo el amor, en calas escondidas entre acantilados de piedra oscura, con el mar lamiéndoles las piernas, en rojos atardeceres rebozados de salitre y arena. Durante un tiempo, Coy retuvo en los dedos y en la boca el sabor de su carne y de su sexo: aromas de sal, yodo, agua secándose sobre una piel caliente bajo los rayos del sol. También guardó algunos años una fotografía: ella junto al mar, el pecho desnudo, el pelo húmedo y echada hacia atrás la cabeza, bebiendo en una bota de vino que le dejaba regueros como de sangre entre los senos menudos, insolentes, de jovencita. Como buena chica gringa, su memoria histórica, reducida a sólo dos o tres centurias, le había planteado dificultades para aceptar, incrédula, que el fragmento de barro con asas regalado por Coy -un elegante cuello de ánfora olearia del siglo I, procedente del pecio del “Capitán”- llevaba dos mil años en el fondo del mar en cuya orilla se amaron aquel verano.