– Claro -repitió.
No dijo nada más. Su imagen, la viñeta en el álbum de su memoria, era la de un puerto mediterráneo con tres mil años de historia en sus viejas piedras, rodeado de montañas y castillos con troneras que en otro tiempo tuvieron cañones. Nombres como fuerte de Navidad, dique de Curra, faro de San Pedro. Olor a agua quieta, a estachas húmedas, y el lebeche moviendo las banderas de los barcos amarrados y los gallardetes en los palangres de los pesqueros. Hombres inmóviles, jubilados ociosos frente al mar, sentados en los bolardos de hierro viejo. Redes al sol, costados herrumbrosos de mercantes abarloados a los muelles; y ese olor a sal, a brea y a mar viejo, denso, de puertos que han visto ir y venir muchos barcos y muchas vidas. En la memoria de Coy había un niño moviéndose entre todo aquello; un niño moreno y flaco con la mochila llena de libros del colegio a la espalda, que se escapaba de clase para mirar el mar, pasear junto a barcos de los que veía descender a hombres rubios y tatuados que hablaban lenguas incomprensibles. Para ver largar amarras que caían con un chapoteo y eran cobradas a bordo antes de que el costado de hierro se alejara del muelle y el barco virase hacia la bocana, entre los faros, rumbo al mar abierto, en busca de esos caminos sin huella, sólo una breve estela de espuma, por donde el chiquillo tenía la certeza de que él iba a irse también. Ése había sido el sueño, la imagen que marcaría su vida para siempre: la nostalgia precoz, prematura, del mar cuya vía de acceso eran los puertos viejos y sabios, poblados de fantasmas que descansaban entre sus grúas, a la sombra de los tinglados. Los hierros desgastados por el roce de las estachas. Los hombres que siempre estaban quietos, inmóviles durante horas, y para quienes el sedal o la caña o el cigarrillo eran sólo pretextos, sin que pareciera importarles otra cosa en el mundo que mirar el mar. Los abuelos que llevaban a sus nietos de la mano, y mientras los críos hacían preguntas o señalaban gaviotas, ellos, los viejos, entornaban los ojos para mirar los barcos amarrados y la línea del horizonte al otro lado de los faros, como si buscaran algo olvidado en su memoria: un recuerdo, una palabra, una explicación de algo ocurrido hacía demasiado tiempo, o de algo que tal vez no había ocurrido nunca.
– La gente es demasiado estúpida estaba diciendo Tánger-. Sólo sueña con lo que ve en la tele.
Había devuelto los tintines a su anaquel. Estaba de pie, las manos en los bolsillos de los tejanos, mirándolo. Ahora todo era más dulce en ella: la expresión de los ojos, la sonrisa que tenía en los labios. Coy asintió con la cabeza, sin saber bien por qué. Tal vez por animarla a seguir hablando, o para indicar que había comprendido.
– ¿Qué quieres encontrar en el “Dei Gloria”, realmente?
Vino hasta él despacio, y por un momento creyó, desconcertado, que le iba a tocar la cara.
– No lo sé. Te aseguro que no lo sé estaba de pie a su lado, apoyada con ambas manos en la mesa, mirando la carta náutica-. Pero cuando leí la declaración del pilotín, transcrita en el lenguaje seco de un funcionario, sentí… Aquel barco huyendo con todas las velas al viento, y el corsario dándole caza… ¿Por qué no se refugió en Águilas? Los derroteros de la época señalan allí un castillo y una torre con dos cañones en el cabo Cope, bajo los que pudo buscar protección.
Coy le echó un vistazo a la carta. Águilas quedaba fuera de ella, al sudoeste de Cope.
– Tú lo apuntaste ayer, al contarme la historia -dijo-. Quizá el corsario se interpuso entre él y Águilas, y el “Dei Gloria” tuvo que seguir navegando hacia el este. El viento pudo rolar y serle desfavorable, o tal vez el capitán temió el riesgo de una arribada de noche. Hay un montón de explicaciones para eso… De cualquier modo, terminó hundiéndose en la ensenada de Mazarrón. Tal vez quiso resguardarse bajo la torre de la Azohía. Esa torre sigue allí.
Tánger movió la cabeza. No parecía convencida.
– Quizá. Pero en cualquier caso era un bergantín mercante; y sin embargo, al verse perdido entabló combate. ¿Por qué no arrió bandera?… ¿Era el capitán un hombre testarudo, o había a bordo algo demasiado importante para entregarlo sin más?… ¿Algo que valía la vida de todos los tripulantes, y sobre lo que ni siquiera el chico superviviente dijo una palabra?
– Tal vez lo ignoraba.
– Tal vez. Pero ¿quiénes eran esos dos pasajeros que el manifiesto de embarque no identifica salvo con iniciales N.E. y J.L.T.?
Coy se frotó la nuca, admirado.
– ¿Tienes el manifiesto de embarque del “Dei Gloria”?
– El original, no. Pero sí una copia. La obtuve en el archivo general de marina de Viso del Marqués… Tengo allí una buena amiga.
Se quedó callada, pero era evidente que algo más le rondaba la cabeza. Fruncía la boca y su expresión ya no era dulce. Tintín había salido de escena.
– Además, hay otra cosa.
Dijo eso y se quedó callada otra vez, como si la otra cosa no fuese a contarla nunca. Estuvo un rato quieta y en silencio.
– El barco -dijo por fin- pertenecía a los jesuitas, ¿recuerdas?… A un armador valenciano que era su hombre de paja: Fornet Palau. Por otra parte, Valencia era el puerto de destino… Y todo esto ocurre el día 4 de febrero de 1767: dos meses antes de que se publique la real pragmática de Carlos III, ordenando ‹“el extrañamiento de los jesuitas de los dominios españoles y la ocupación de sus temporalidades”‹… ¿Tienes alguna idea de lo que significó eso?
Coy dijo que no, que la historia de Carlos III no era su fuerte. Entonces ella se lo explicó. Lo hizo muy bien, en pocas palabras, citando fechas y hechos clave, sin perderse en detalles superfluos. El motín popular de 1766 en Madrid contra el ministro Esquilache, que hizo tambalearse la seguridad de la monarquía y se dijo instigado por la Compañía de Jesús. La resistencia de la orden ignaciana a las ideas ilustradas que recorrían Europa. La enemistad del monarca y su afán por librarse de ellos. La creación de un consejo secreto, presidido por el conde de Aranda, que preparó el decreto de expulsión, y el golpe inesperado del 2z de abril de 1767, con el destierro inmediato de los jesuitas, la incautación de sus bienes y la posterior extinción de la Orden por el papa Clemente XIV… Ése era el contexto histórico en que se habían desarrollado el viaje y la tragedia del “Dei Gloria”. Por supuesto, nada permitía establecer conexión directa entre una cosa y otra. Pero Tánger era historiadora; estaba acostumbrada a considerar hechos y relacionarlos, formular hipótesis y desarrollarlas. Podía haber vínculo o podía no haberlo; en cualquier caso, el “Dei Gloria” se había ido al fondo. Por lo menos, y para resumirlo todo, un barco hundido era un barco hundido -”stat rosa pristina nomine”, apuntó críptica-. Y ella sabía dónde.
– Ésa -concluyó- es justificación suficiente para buscarlo.
Se le endurecía la expresión a medida que hablaba, como si a la hora de manejar datos se desvaneciera el fantasma de la jovencita que se asomaba un rato antes a las páginas de Tintín. Ahora la sonrisa había desaparecido de su boca y los ojos brillaban resueltos, no evocadores. Ya no era la muchacha de la foto. De nuevo se alejaba, y Coy se sintió irritado.
– ¿Y qué hay de los otros?
– ¿Qué otros?