– El dálmata de la coleta gris. Y el enano melancólico que vigilaba anoche tu casa. No tienen aspecto de historiadores, ni mucho menos. A ésos la expulsión de los jesuitas y Carlos III deben de traérsela bastante floja.
La vio dudar ante la grosería. O tal vez sólo buscaba una respuesta adecuada.
– Eso no tiene nada que ver contigo -dijo lentamente.
– Te equivocas.
– Escucha. Si yo pago por este trabajo…
Por el amor de Dios, se dijo él. Ése es un error muy grave, guapa. Ése es un error demasiado grave, indigno de ti. A estas alturas de la travesía y me sales con ésas.
– ¿Pagar?… ¿De qué cojones estás hablando?
Vio perfectamente cómo Tánger paraba en seco, desconcertada, y luego alzaba una mano pidiendo calma, tranquilo, he metido la pata, vale. Dialoguemos. Pero él estaba furioso.
– ¿De verdad crees que estoy aquí sentado porque tienes intención de pagarme…?
Dijo lo de estar sentado, y en el acto se vio ridículo porque, en efecto, lo estaba. Se puso en pie echando la silla para atrás, con tanta brusquedad que “Zas” retrocedió, inquieto. No me has entendido, decía ella. De veras que no. Sólo explico que esos hombres nada tienen que ver.
– Nada que ver -repitió.
Parecía incluso asustada, como si de pronto temiera verlo coger la puerta y largarse, y nunca hasta ese momento hubiera considerado semejante posibilidad. Aquello le produjo a Coy una retorcida satisfacción. A fin de cuentas, aunque fuese por interés, ella temía perderlo. Eso lo hizo recrearse en la situación. Algo era algo.
– Tiene tanto que ver que me lo aclaras de una vez o tendrás que buscar a otro.
Era como una pesadilla que, sin embargo, reforzaba su autoestima. Todo muy amargo, moviéndose al borde de la ruptura y del final; pero no podía volver atrás.
– No hablas en serio -dijo ella.
– Claro que hablo en serio.
Se oyó a sí mismo cual si fuese un extraño el que lo decía; un enemigo dispuesto a tirarlo todo por la borda y alejar a Tánger de su vida para siempre. El problema era que él sólo podía ir a remolque. Como cuando el Torpedero Tucumán empezaba a romper cosas, y Coy no tenía otra que aspirar aire, resignado, agarrar el cuello roto de una botella y arranchar para el abordaje.
– Oye -añadió-. Puedo comprender que yo te parezca un poco simple… Incluso que me hayas tomado por un imbécil. En tierra no soy gran cosa, es cierto. Torpe como un pato. Pero tú me crees retrasado mental.
– Estás aquí…
– Sabes perfectamente por qué estoy aquí. Pero ésa no es la cuestión, y si quieres podemos hablarlo despacio otro día. En realidad “espero” poder hablar despacio otro día. Por el momento me limito a exigir que me digas en qué estoy metiéndome.
– ¿Exigir? -lo miraba con súbito desprecio-. No me digas lo que debo o lo que no debo hacer… Todos los hombres que conocí pretendieron decirme siempre lo que debo o lo que no debo hacer.
Rió entre dientes, sin humor, como cansada; y Coy decidió que ella reía con un hastío europeo. Algo indefinible que tenía mucho que ver con paredes viejas y encaladas, iglesias con frescos agrietados y mujeres vestidas de negro que miraban el mar entre hojas de parra y olivos. Pocas norteamericanas, pensó de pronto, podían reír así.
– Yo no te digo nada. Sólo quiero saber qué pretendes de mí.
– Te he ofrecido un trabajo…
– Oh, mierda. Un trabajo.
Se balanceó sobre las puntas de los pies, entristecido, como si estuviera en la cubierta de un barco dispuesto a saltar a tierra. Después cogió su chaqueta y dio unos pasos hacia la puerta, con “Zas” pegándosele a los talones en trotecillo alegre. Tenía hielo en el alma.
– Un trabajo -repitió, sarcástico.
Ella había quedado entre él y la ventana. Le pareció ver un relámpago de miedo en sus ojos. Difícil averiguarlo, en aquel contraluz.
– Puede que crean -dijo ella, y parecía medir con cuidado las palabras- que se trata de tesoros y cosas así… Pero no es un tesoro, sino un secreto. Un secreto que tal vez no tenga importancia hoy, pero que a mí me fascina. Por eso me metí en esto.
– ¿Quiénes son?
– No lo sé.
Coy dio los últimos pasos hacia la puerta. Sus ojos se detuvieron un instante en la pequeña copa de plata abollada.
– Ha sido un placer conocerte.
– Espera.
Lo observaba con mucha atención. Parecía, concluyó él, un jugador con cartas mediocres intentando calcular las que tiene el otro.
– No vas a irte -dijo al cabo de un momento-. Es un farol.
Coy se puso la chaqueta.
– Puede. Intenta comprobarlo.
Te necesito.
– Hay más marinos en paro. Y buzos. Muchos son igual de tontos que yo.
– Te necesito a ti.
– Pues ya sabes dónde vivo. Así que tú misma.
Abrió la puerta despacio, con la muerte en el corazón. Todo el rato, hasta que la cerró tras de sí, estuvo esperando que fuese hasta él y lo agarrara por el brazo, que lo obligase a mirarla a los ojos, que contara cualquier cosa para retenerlo. Que sujetara su cara con las manos y le imprimiera en la boca un beso largo y neto, tras el cual maldito lo que le importarían el dálmata y el enano melancólico, y estaría dispuesto a zambullirse con ella y con el capitán Haddock y con el mismo diablo en busca del “Unicornio”, o del “Dei Gloria”, o del sueño más imposible. Pero ella se quedó en el contraluz dorado, y no hizo ni dijo nada. Y Coy se vio bajando las escaleras mientras dejaba atrás el gemido de “Zas” que lo añoraba. Iba con un vacío espantoso en el pecho y el estómago, con la garganta seca, con un cosquilleo desazonador en las ingles. Con una náusea que le hizo detenerse en el primer rellano, apoyado en la pared, y llevarse a la boca las manos que le temblaban.
La tierra, concluyó tras mucho darle vueltas, no era más que una vasta coalición determinada a fastidiar al marino: tenía agujas que no figuraban en las cartas, y arrecifes, y barras de arena, y cabos con restingas traidoras; y además estaba poblada por una multitud de funcionarios, aduaneros, amarradores, capitanes de puerto, policías, jueces y mujeres de piel moteada. Sumido en tan lóbregos pensamientos, Coy vagó por Madrid toda la tarde. Vagó como los héroes heridos de las películas y los libros, como Orson Welles en “La dama de Shangai”, como Gary Cooper en “El misterio del barco perdido”, como Jim perseguido de puerto en puerto por el fantasma del “Patna”. La diferencia estribó en que ninguna Rita Hayworth ni ningún capitán Marlowe le dirigieron la palabra, y anduvo inadvertido y silencioso entre la gente, las manos en los bolsillos de su chaqueta azul, deteniéndose ante los semáforos en rojo y cruzándolos en verde, tan anodino y gris como cualquiera. De pronto se sentía incierto, desplazado, miserable. Caminó ávidamente en busca de los muelles, del puerto donde encontrar al menos, en el olor del mar y en el chapoteo del agua bajo los cascos de hierro, el consuelo de lo familiar; y tardó un rato en caer en la cuenta, cuando se detuvo indeciso en la plaza de la Cibeles sin saber qué dirección tomar, que aquella ciudad grande y ruidosa no tenía puerto. El descubrimiento llegó con la fuerza de una revelación desagradable y lo hizo flaquear, casi tambalearse, hasta el punto de que fue a sentarse en un banco, frente a la verja de un jardín desde la que dos militares con cordones en el uniforme, boinas rojas y fusiles en bandolera, lo observaban con desconfianza. Más tarde, cuando siguió camino y el cielo empezó a enrojecer al extremo de las avenidas, hacia el oeste, y luego a tornarse sombrío y gris al otro lado de la ciudad, recortando los edificios donde encendían las primeras luces, su desolación dio paso a una irritación creciente: una furia contenida, hecha de desdén hacia aquella imagen que lo perseguía en las vitrinas de los escaparates, y de ira hacia quienes pasaban por su lado rozándolo, empujándolo al detenerse en los pasos de peatones, gesticulando imbécilmente al parlotear por sus teléfonos móviles, entorpeciéndole el paso con bolsas de grandes almacenes, el andar torpe, errático, los grupos detenidos en conversación. Un par de veces devolvió los empujones, colérico, y en algún caso la expresión indignada de un transeúnte se volvió confusión y sorpresa al encontrar su rostro endurecido; la mirada aviesa, amenazadora, de sus ojos sombríos como una sentencia. Nunca en su vida, ni siquiera la mañana en que la comisión investigadora le administró dos años sin barco, se había parecido tanto al alma en pena del Holandés Errante.