Una hora después estaba borracho, sin trámites previos de azul ni de otro color. Había entrado en una bodega próxima a la plaza de Santa Ana, y señalando con el dedo una añeja botella de Centenario Terry que debía de llevar medio siglo durmiendo el sueño de los justos en un estante, se retiró a un rincón provisto de ella y de una copa. Las de coñac son como darte en la cabeza con un piolet, decía el Torpedero al caer de rodillas vomitando los higadillos tras haber ingerido suficiente para hablar con conocimiento de causa. Son mortales de necesidad. Una vez, en Puerto Limón, el Torpedero se había quedado frito de trasegar Duque de Alba, inconsciente encima de una puta pequeñita que había tenido que pedir socorro a gritos para que le quitaran aquellos cien kilos que estaban a punto de asfixiarla; y luego, al despertarse en su camarote -hubo que buscar una furgoneta para devolverlo al barco-, había pasado tres días largando lastre en forma de bilis, entre sudores fríos, pidiendo a voces que algún amigo lo rematara de una vez. Coy no tenía encima de quien desmayarse aquella noche, ni tampoco barco al que regresar, ni amigos que lo llevaran con furgoneta o sin ella -el Torpedero estaba en algún lugar desconocido, y el Gallego Neira se había reventado el hígado y el bazo al caer de la escala de gato de un petrolero, al mes de conseguir plaza de práctico en Santander-; pero hizo honor al coñac, dejándolo deslizarse una y otra vez por su garganta hasta que todo empezó a distanciarse un poco, y la lengua y las manos y el corazón y las ingles dejaron de dolerle, y Tánger Soto volvió a ser una más entre los miles de mujeres que cada día nacen, viven y mueren en el ancho mundo; y él pudo comprobar que la mano que iba y venía hacia la copa y la botella se movía cada vez más como a cámara lenta.
La botella estaba por la mitad, justo un poco por debajo de la línea de flotación, cuando Coy, que conservaba un resto de prudencia, dejó de beber y miró alrededor. Todo parecía hallarse en un plano ligeramente escorado, hasta que se dio cuenta de que era él quien se encontraba sobre la mesa con la cabeza caída. Nada más grotesco, pensó, que un fulano mamándose en público, solo y a su aire. Entonces se levantó muy lentamente y salió a la calle. Anduvo procurando disimular su estado, siguiendo discreto con el hombro las paredes a fin de mantener la línea recta, paralela al bordillo de la acera. Al cruzar la plaza, el aire le hizo bien. Se detuvo, sentado en un banco bajo la estatua de Calderón de la Barca, y desde allí observó con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas a la gente que paseaba ante sus ojos desenfocados. Vio a los mendigos de la litrona, los tres hombres y la mujer del otro día que bebían sentados en el suelo, con su perrillo, vigilados por Robocop desde la puerta del hotel Victoria. Negó con la cabeza cuando un magrebí le ofreció una china de hachís -para canutos estoy yo, colega-, y por fin, más despejado, siguió camino hasta la pensión. Ahora el Centenario Terry se había diluido lo suficiente en sus pulmones, en su orina o en donde fuera, para permitirle percibir con más nitidez las imágenes. Y gracias a eso pudo ver que el dálmata, o sea, el fulano de Barcelona con coleta gris y un ojo de cada color, estaba sentado a una mesa del bar junto a la puerta, con un vaso de whisky en la mano y las piernas cruzadas, esperándolo.
– Hágase cargo -concluyó el tipo-. Ellas desean que nos las tiremos. O más bien desean que deseemos tirárnoslas. Pero sobre todo desean que paguemos por ello. Con nuestro dinero, con nuestra libertad, con nuestro pensamiento… En su mundo, créame, no existe la palabra “gratis”.
Seguía allí, con el whisky en la mano como si tal cosa, y Coy se hallaba sentado enfrente, escuchando. Había dejado de estar sorprendido mucho rato antes y ahora atendía con interés, ante un vaso con tónica, hielo y limón que ni siquiera había tocado. El coñac aún se deslizaba suavemente por su sangre. A veces el dálmata hacía tintinear el hielo en su vaso, miraba el contenido y se lo llevaba a los labios, pensativo, para beber un poco antes de seguir la charla. Coy confirmó que su español tenía un vago acento extranjero, entre andaluz y británico.
– Y deje que le diga una cosa: cuando una decide liarse la manta a la cabeza, no hay quien… Se lo digo yo. Cuando por fin toman una decisión, la que sea, se vuelven implacables. Se lo juro. Las he visto mentir… Por Dios. Le juro que las he visto mentir en mi propia almohada, hablando con el marido por teléfono, con una sangre fría… Increíble.
Había una tienda de maniquíes al lado, y a veces Coy miraba el escaparate. Cuerpos desnudos en diversas posturas, sentados y en pie, hombres y mujeres sin sexo modelado, con peluca unos, el cráneo limpio otros, la carne sintética reluciendo bajo los focos de la vitrina. Varias cabezas cercenadas sonreían en un estante. Los muñecos femeninos tenían senos de pezones puntiagudos. Un escaparatista con sentido del humor, un toque mojigato, una reminiscencia clásica casual o consciente, hacían que uno de los maniquíes alzara un brazo articulado en el codo y la muñeca hacia el pecho, púdico, y mantuviese el otro sobre el supuesto sexo. Venus saliendo directamente de una concha, travestida de replicante Pris Nexus 6 en “Blade Runner”.
– ¿También la tuvo a ella en su almohada?
El dálmata miró a Coy casi con reproche. Llevaba el pelo limpio y bien peinado hacia atrás, recogido con una cinta elástica negra. La camisa era blanca, con botones en las puntas del cuello, y la llevaba abierta, sin corbata. Piel bronceada sin exageraciones. Zapatos impecables, cómodos, de buena piel. El reloj caro, pesado, de oro, en la muñeca izquierda. Anillos de oro. Manos de uñas muy cuidadas. Otro anillo en el meñique de la derecha, grueso, también de oro. Cadenas de lo mismo asomando por el cuello, con medallas y un antiguo doblón español. Gemelos de oro asomando en los puños. Aquel tipo, pensó Coy, parecía un escaparate de Cartier. Con lo que llevaba encima podían fundirse un par de lingotes.
– No… Claro que no -el dálmata parecía sinceramente escandalizado-. No sé por qué lo dice. Mi relación con ella…
Se detuvo como si eso, se tratara de lo que se tratase, fuera evidente. Al cabo de un instante debió de caer en la cuenta de que no lo era, pues hizo tintinear el hielo en el vaso y, esta vez sin beber nada, puso a Coy al corriente de la historia. O más bien lo puso al corriente de la versión de la historia según Nino Palermo. Nino Palermo era él mismo, y eso daba a su relato un valor sólo relativo. Pero ese individuo era la única persona que parecía dispuesta a contarle algo a Coy; éste no disponía de otra versión más autorizada, y dudaba mucho de llegar a disponer de ella nunca. Así que se estuvo quieto, bien callado y atento, desviando los ojos hacia el escaparate de los maniquíes sólo cuando el otro fijaba en él demasiado tiempo ora el ojo verde, ora el ojo pardo -bicoloridad incómoda para estar delante-. Supo así que Nino Palermo era el dueño de Deadman.s Chest, una empresa dedicada al rescate de buques hundidos y salvamento marítimo con sede social en Gibraltar. Quizás Coy, pues Palermo tenía entendido que era marino, había oído hablar de Deadman.s Chest cuando los trabajos de reflotamiento del “Punta Europa”, un ferry hundido el año anterior con cincuenta pasajeros en la bahía de Algeciras. O, en otro orden de cosas -eso lo añadió tras una corta pausa-, cuando la recuperación del “San Esteban”, un galeón rescatado cinco años atrás en los cayos de Florida con un cargamento de plata mejicana. O en el más reciente caso de la nave romana descubierta con estatuas y cerámica frente a la roca de Calpe.