En ese punto Coy pronunció en voz alta las palabras buscador de tesoros, y el otro sonrió de un modo que dejaba ver un diente o dos a un lado de la boca, antes de apuntar que sí, que en cierto modo. Que eso de los tesoros era un concepto muy relativo, según y cómo. Y además, amigo mío, no es oro todo lo que reluce. O a veces lo que no reluce resulta que sí lo es. Después, entre más frases dejadas a medias, Palermo descruzó y volvió a cruzar las piernas, hizo tintinear de nuevo el hielo en el vaso, y esta vez sí bebió un largo trago que dejó los cubitos de hielo varados sobre el fondo.
– No es una aventura, sino un trabajo -dijo despacio, cual si pretendiera darle todas las oportunidades para que comprendiese-. Una cosa es ir al cine, o pretender vivir como si uno estuviese en la fila catorce comiendo palomitas con la novia, y otra invertir dinero, investigar y hacer trabajos de prospección con seriedad profesional… Yo trabajo para mí y para mis socios, reúno el capital necesario, obtengo resultados y reparto dividendos, dándole al césar… Ya sabe. El Estado, sus leyes y sus impuestos. También beneficio a museos, instituciones… Cosas de ésas.
– Algo se le quedará en el bolsillo.
– Por supuesto. Y procuro que sea… Por Dios. Yo tengo dinero, oiga. Procuro arriesgar el de mis socios, naturalmente; pero también me juego el mío. Tengo abogados, investigadores, buceadores experimentados que trabajan para mí… Soy un profesional.
Dicho aquello se quedó un poco callado, clavada en Coy su mirada bicolor, acechando el efecto. Pero Coy, que permanecía inexpresivo, no debió de parecerle muy impresionado.
– El problema -prosiguió- es que este trabajo mío necesita… No puede uno ir contando su vida. Por eso hay que moverse con cautela. No hablo de ilegalidades, aunque a veces… En fin. Usted se hace cargo. La palabra clave es “prudencia”.
– ¿Y qué tiene que ver ella con todo esto?
Palermo lo dijo, y mientras lo hacía su aire apacible se endureció, y la cólera le vino de golpe a los ojos y a la boca. Coy vio que apretaba un puño, el del anillo grueso de oro en el meñique, y se habría echado a reír ante aquel acceso de ira de no hallarse tan interesado en la historia que su interlocutor iba contándole en tono amargo, desabrido, que en ocasiones rozaba lo agresivo. Él había conseguido una pista. La búsqueda de antiguos naufragios siempre empezaba por pistas simples, casi tontas a veces, y él tenía… Por Dios. El azar, en forma de un hurón de bibliotecas llamado Corso, un tipo que le suministraba material relacionado con el mar, cartas náuticas antiguas, derroteros y cosas así -un desaprensivo, dicho fuera de paso, que cobraba carísimo-, le había puesto en las manos un libro publicado en 1803 sobre la actividad marítima de la Compañía de Jesús. Se llamaba “La flota negra: los jesuitas en las Indias Orientales y Occidentales”, había sido escrito por Francisco José González, bibliotecario del observatorio de marina de San Fernando, y en ese libro Palermo encontró el nombre del “Dei Gloria”.
– Allí había… Por Dios. Lo supe al momento. Uno “sabe” cuando hay algo esperándolo -se rozó la nariz con el pulgar-. Lo siente aquí.
– Supongo que se refiere a un tesoro.
– Me refiero a un barco. A un buen, viejo y hermoso barco hundido. Lo del tesoro viene después, si viene. Pero no crea que… Imprescindible no es la palabra. No lo es.
Inclinó la cabeza, mirándose el anillo grande. En ese momento Coy se fijó de veras en él. Parecía otra moneda antigua, auténtica. Tal vez árabe, o turca.
– El mar cubre dos tercios del planeta -dijo inesperadamente Palermo-. ¿Imagina todo lo que ha ido a parar al fondo en los últimos tres o cuatro mil años? El cinco por ciento de los barcos que han navegado… Como se lo digo. Al menos el cinco por ciento está bajo las aguas. El más extraordinario museo del mundo: ambición, tragedia, memoria, riqueza, muerte… Objetos que valen dinero si los sacamos a la superficie, pero también… ¿Comprende? Soledad. Silencio. Sólo quien ha sentido un escalofrío de terror ante la silueta oscura de un casco hundido… Hablo de la penumbra verdosa de allá abajo, si sabe a lo que me refiero… ¿Sabe a lo que me refiero?
El ojo verde y el ojo pardo estaban clavados en Coy, animados por un brillo súbito que parecía febril, o peligroso, o tal vez las dos cosas a la vez.
– Sé a qué se refiere.
Nino Palermo le dirigió una vaga sonrisa de aprecio. Había pasado la vida, contó, metiéndose en el agua primero por cuenta de otros y luego por cuenta propia. Había visitado pecios cubiertos de coral en el mar Rojo, descubierto un cargamento de cristal bizantino frente a Rodas, buscado libras esterlinas en el “Carnatic” y rescatado en Irlanda doscientos doblones, tres cadenas de oro y un crucifijo de piedras preciosas del galeón “Gerona”. Había trabajado con los equipos de rescate de los barcos del mercurio “Guadalupe” y “Tolosa”, y con Mel Fisher en el “Atocha”. Pero también había buceado entre los espectrales barcos de la flota hundida a ochenta metros en la Martinica, junto al Monte Pelado, visitado el casco del “Yongala” en el mar de las Serpientes, y el del “Andrea Doria” en su tumba acuática del Atlántico. Había visto el “Royal Oak” panza arriba en el fondo de Scapa Flow y la hélice del corsario “Emdem” en el atolón de los Cocos. Y a veinte metros de profundidad, bajo una luz fantasmal dorada y azul, el esqueleto medio deshecho de un piloto alemán en la cabina de su Focke-Wulf hundido frente a Niza.
– No me negará -dijo- que es un currículum.
Se detuvo y, haciendo un gesto al camarero, pidió otro whisky para él y una nueva tónica para Coy, que ni siquiera había tocado la otra. Se habrá calentado, dijo. Buscar bajo las aguas era su modo de vida y su pasión, prosiguió luego, mirándolo como si desafiara a probar lo contrario. Pero no todos los naufragios eran importantes, explicó; en la antigüedad ya hacían rescates los buceadores griegos. Por eso los más apetecibles eran aquéllos sin supervivientes: al carecerse de información sobre el lugar del hundimiento, permanecían ocultos e intactos. Y ahora, Palermo había hallado una nueva pista. Una buena y hermosa pista virgen en un libro antiguo. Un nuevo misterio, o desafío, y la posibilidad de buscar una respuesta.
– Entonces -había levantado su vaso como si buscase a alguien para arrojárselo a la cara- cometí el error de… ¿Comprende? El error de acudir a esa zorra.
Quince minutos más tarde, la segunda tónica seguía intacta sobre la mesa, tan caliente como la primera. En cuanto a Coy, se le habían disipado un poco más los vapores del Centenario Terry y se hallaba al corriente del envés de la trama. O al menos de la versión sostenida por Nino Palermo, ciudadano británico con residencia en Gibraltar, propietario de la empresa Deadman.s Chest de Trabajos Subacuáticos y Salvamento Marítimo.
Medio año antes, Palermo había ido al Museo Naval de Madrid como otras veces, en busca de información. Esperaba confirmar que un bergantín salido de La Habana y desaparecido antes de llegar a su destino había naufragado en la proximidad de las costas españolas. El barco no transportaba carga conocida como valiosa, pero había indicios interesantes: el nombre “Dei Gloria” estaba, por ejemplo, en una de las cartas incautadas cuando la disolución de la Compañía en tiempos de Carlos III, que Palermo encontró mencionada por el bibliotecario de San Fernando en su libro sobre los barcos y la actividad marítima de los ignacianos. La cita ‹“pero la justicia de Dios no permitió que el Dei Gloria llegara a su destino con gente y el secreto que transportaba”‹ fue cruzada por él mismo con el índice de documentos del Archivo de Indias de Sevilla, Viso del Marqués y Museo Naval de Madrid… Y cling, cling. Premio. En el catálogo de la biblioteca de este último figuraba un informe fechado en febrero de 1767 en Cartagena ‹“sobre la pérdida del bergantín Dei Gloria en combate con el jabeque corsario que se presume sea el llamado Sergu픋. Eso lo llevó a ponerse en contacto con el Museo Naval, y con Tánger Soto, que -en mala hora y maldita fuera su estampa- era la encargada de ese departamento. Tras un primer contacto exploratorio fueron a comer a Al-Mounia, un restaurante árabe de la calle Recoletos. Allí, frente a un cuscús de cordero con verduras, él había representado su número de modo convincente. Nada de abrirle su corazón, por supuesto. Era perro viejo y conocía los riesgos. Sólo sacó a colación el “Dei Gloria” entre otros asuntos, casi con la punta de los dedos. Ella, educada, eficiente, amable y maldita bruja, había prometido ayudarlo. Eso había dicho: ayudarlo. Buscarle una copia de los documentos si éstos seguían en el fondo confiado a la institución, etcétera. Lo telefonearé, había asegurado la perra. Y sin un parpadeo, por Dios. Ni uno. De eso hacía meses, y no sólo ella no telefoneó nunca, sino que había utilizado la influencia de la Armada para bloquearle cualquier vía de acceso a los archivos del museo. Incluso a los documentos relativos al manifiesto de embarque del bergantín en La Habana, que él había localizado al fin en el índice del archivo de marina de Viso del Marqués, pero que no pudo consultar por hallarse, le contaron allí, bajo estudio oficial del ministerio de Defensa. Palermo había seguido moviéndose, por supuesto. Conocía el medio y tenía dinero para gastar. Su averiguación paralela había marchado razonablemente, y ahora se hallaba en condiciones de sostener que el bergantín se hundió cerca de Cartagena, y que transportaba algo, objetos o personas, de suma importancia. Tal vez aquella acción del corsario “Serguí” -un “Chergui” inglés con patente argelina se perdió en las mismas aguas y las mismas fechas- no fuese del todo azar. Palermo había intentado muchas veces hablar con Tánger Soto para pedirle explicaciones, sin resultado: silencio total. Ella era muy lista escurriendo el bulto, o tenía suerte, como en Barcelona cuando Coy anduvo de por medio. Vaya si la tenía. Al cabo, Palermo acabó por comprender, estúpido de él, que ella no sólo se la había jugado, sino que estaba moviendo sus propias piezas a la chita callando. La sospecha se convirtió en certeza cuando la vio aparecer en la subasta detrás del Urrutia.