– Quíteme esa mano de encima -dijo- o le arranco la cabeza.
V. EL MERIDIANO CERO
Establecido el primer meridiano, colóquense todos los lugares principales por latitudes y longitudes.
Mendoza y Ríos.
“Tratado de navegación”
Durmió durante toda la noche y parte de la mañana. Durmió como si le fuera la vida en ello, o como si deseara mantener la vida afuera, a distancia, el mayor tiempo posible; y una vez desvelado siguió intentándolo, contumaz. Dio vueltas y vueltas en la cama, cubriéndose los ojos, intentando esquivar el rectángulo de claridad en la pared. Apenas despierto había observado ese rectángulo con desolación: el trazo de luz estaba en apariencia quieto, y sólo variaba su posición de modo casi imperceptible a medida que transcurrían los minutos. A simple vista parecía tan inmóvil como solían estar las cosas en tierra firme; y antes de recordar que se hallaba en el cuarto de una pensión a cuatrocientos kilómetros de la costa más próxima, supo, o intuyó, que tampoco ese día despertaba a bordo de un barco: allí donde la luz que entra por los portillos se mueve y oscila suavemente de arriba abajo y de un lado a otro, mientras el trepidar suave de las máquinas se transmite a través de las planchas del casco, runrún, runrún, y éste se balancea en el vaivén circular de la marejada.
Se dio una ducha corta y desagradable -pasadas las diez de la mañana, los grifos de la pensión sólo suministraban agua fría- y salió a la calle sin afeitar, con los tejanos y una camisa limpia y la chaqueta sobre los hombros, a buscar una oficina de Renfe para sacar un billete de vuelta a Barcelona. Tomó un café por el camino, compró un periódico que fue a parar a la papelera apenas hojeado, y luego anduvo por el centro de la ciudad sin rumbo definido, hasta terminar sentado en una pequeña plaza del Madrid viejo, en uno de esos lugares con árboles de antiguos conventos al otro lado de una tapia, casas de balcones con macetas y amplios zaguanes de gato y portera. El sol era suave y propiciaba una agradable pereza. Estiró las piernas, sacando del bolsillo la ajada edición en rústica de “El barco de la muerte”, de Traven, que por fin había comprado en la cuesta Moyano. Durante un rato intentó concentrarse en la lectura; pero justo en el momento en que el ingenuo marinero Pippip, sentado en el muelle, imagina al “Tuscaloosa” en mar abierto y volviendo a casa, Coy cerró el libro y se lo metió de nuevo en el bolsillo. Tenía la cabeza muy lejos de aquellas páginas. La tenía llena de humillación y vergüenza.
Al rato se levantó, y sin apresurarse emprendió camino de regreso a la plaza de Santa Ana, el gesto sombrío acentuado en el mentón oscurecido por la barba de día y medio. De pronto sintió malestar en el estómago, y recordó que no había comido nada en veinticuatro horas. Fue a un bar, pidió un pincho de tortilla y una caña, y llegó a la pensión pasadas las dos. El Talgo salía hora y media más tarde, y la estación de Atocha estaba cerca. Podía bajar caminando e ir en tren hasta la de Chamartín, así que hizo con calma su reducido equipaje: el libro de Traven, una camisa limpia y otra sucia que metió en una bolsa de plástico, alguna ropa interior, un jersey de lana azul. Enrolló los útiles de aseo en un pantalón caqui de faena y lo colocó todo en la bolsa de lona. Se puso las zapatillas de tenis y guardó los viejos mocasines náuticos. Efectuó cada uno de esos movimientos con la misma precisión metódica que habría usado para trazar un rumbo, aunque maldita fuera su estampa si en aquel momento tenía en mente rumbo alguno: se limitaba a poner toda su concentración en no pensar. Después bajó, pagó y salió a la calle con la bolsa al hombro. Se detuvo, entornando los ojos ante el sol que daba vertical en la plaza, para frotarse el estómago, molesto. El pincho de tortilla le había sentado como un tiro. Miró a un lado, luego a otro, y echó a andar. Menudo viaje, pensaba. Por una sarcástica asociación de ideas le vinieron a la cabeza los compases de “Noche de samba en Puerto España”. Primero una canción, decía la letra. Detrás la borrachera, y al final tan sólo un llanto de guitarra. Silbó medio estribillo sin apenas darse cuenta, antes de callarse en seco. Acuérdate, se dijo, de no volver a tararear eso en tu puta vida. Miraba el suelo, y la sombra parecía estremecerse de risa ante sus pasos. De todos los retrasados mentales del mundo -y tenía que haber unos cuantos-, ella lo había elegido a él. Aunque no era del todo exacto. A fin de cuentas, era él quien se había puesto delante de ella, primero en Barcelona y luego en Madrid. Nadie obliga al ratón, había leído una vez en alguna parte. Nadie obliga a ese roedor gilipollas a ir zascandileando, dándoselas de machito por las ratoneras. Sobre todo, sabiendo de sobra que en este mundo los vientos de proa soplan más a menudo que los de popa.
No había llegado a la esquina cuando la encargada de la pensión salió corriendo a la calle, tras él, y gritó su nombre. Señor Coy. Señor Coy. Tenía una llamada telefónica.
– Canallas -dijo Tánger Soto.
Era una chica templada, y apenas podía advertirse un leve temblor en su voz; una nota de inseguridad que procuraba controlar pronunciando las palabras justas. Estaba todavía vestida de calle, con falda y chaqueta, y se apoyaba en la pared del saloncito, cruzados los brazos, un poco inclinado el rostro, mirando el cadáver de “Zas”. Coy se había cruzado en la escalera con dos policías uniformados, y encontró a un tercero recogiendo en un maletín los instrumentos utilizados para buscar huellas dactilares: tenía la gorra sobre la mesa, y el radiotransmisor colgado de su cinturón emitía un apagado rumor de conversaciones. El agente se movía con cuidado entre los enseres revueltos de la casa. No había mucho desorden: algún cajón abierto, papeles y libros por el suelo, y el ordenador con la caja desatornillada y los cables y conexiones al aire.
– Aprovecharon que estaba en el museo -murmuró Tánger.
Salvo aquel temblor en la voz, no parecía frágil sino sombría. Su piel moteada se había vuelto de un mate pálido, conservaba los ojos secos y el gesto endurecido, las manos clavándose los dedos en los brazos con tanta fuerza que blanqueaban sus nudillos. No apartaba la vista del perro. El labrador seguía de costado en la alfombra, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta por la que salía un hilillo de espuma blanquecina que ya empezaba a secarse. Según la policía, habían forzado la puerta; y luego, antes de abrirla del todo, le echaron al perro el trozo de carne preparado con un veneno rápido, quizás etilenglicol. Quienes fuesen, sabían lo que buscaban y lo que iban a encontrar. No habían causado destrozos inútiles, limitándose a robar algunos documentos de los cajones, todos los disquetes y el disco duro del ordenador. Sin duda era gente que venía a tiro hecho. Profesionales.
– No necesitaban matar a “Zas” -dijo ella-. No era un perro guardián… Jugaba con cualquiera.
Las últimas palabras se quebraron con una nota de emoción que reprimió en seguida. El policía del maletín había terminado con lo suyo, así que se puso la gorra, saludó y se fue, tras decir algo sobre los empleados municipales que pasarían a recoger al perro. Coy cerró la puerta -observó que la cerradura funcionaba todavía- pero después de echarle otro vistazo al cuerpo de “Zas” la abrió de nuevo dejándola entornada, como si cerrar la casa con el cadáver del perro dentro fuese improcedente. Ella permaneció inmóvil, apoyada en la pared, cuando él cruzó el salón y fue hasta el cuarto de baño. Volvió con una toalla grande y se inclinó sobre el labrador. Por unos instantes miró con afecto los ojos muertos del animal, recordando sus lengüetazos del día anterior, el rabo moviéndose alegre en demanda de una caricia, su mirada inteligente y fiel. Experimentaba una pena honda, una piedad que removía su interior, incomodándolo con sentimientos casi infantiles que todo hombre adulto cree olvidados. Con “Zas” tenía la impresión de haber perdido un amigo silencioso y reciente; de esos que no se buscan porque son ellos quienes te eligen a ti. Desde su punto de vista, aquella tristeza resultaba fuera de lugar: sólo había estado con el perro un par de veces, y nada hizo para ser acreedor de su lealtad ni para lamentar su muerte. Y sin embargo allí estaba, con una extraña congoja, un picorcillo molesto en la nariz y en los ojos. Sentía como suyo el desamparo, la desolación, la inmovilidad del infeliz animal. Quizás había saludado a sus asesinos moviendo alegremente el rabo, en demanda de una palabra amable o una caricia.