– Pobre “Zas” -murmuró.
Tocó un momento con los dedos la cabeza dorada del labrador, despidiéndose de él, y luego lo cubrió con la toalla. Al incorporarse vio que Tánger lo miraba. Seguía apoyada en la pared con los brazos cruzados, sombría e inmóvil.
– Ha muerto solo -dijo Coy.
– Todos morimos solos.
Se quedó aquella tarde, y parte de la noche. Primero estuvo sentado en el sofá después que los empleados municipales se llevaron al perro, viendo cómo ella iba y venía remediando el desorden. La vio moverse sin apenas decir palabra, apilando papeles, colocando libros en sus estantes, cerrando cajones; parada frente al ordenador destripado, las manos en las caderas mientras evaluaba el destrozo, pensativa. Nada irreparable, había dicho en respuesta a una de las pocas preguntas que él formuló al principio. Después siguió ocupándose de la casa hasta que todo estuvo en regla. Lo último que hizo fue arrodillarse donde había estado “Zas”, y limpiar con una bayeta y agua los restos de espuma blanquecina que se habían secado sobre la alfombra. Hizo todo eso con una obstinación disciplinada, lúgubre, como si la tarea la ayudara a controlar sus sentimientos, dominando la oscuridad que amenazaba desbordar su semblante. Las puntas del cabello dorado le oscilaban junto al mentón, dejando entrever la nariz y los pómulos cubiertos de pecas, cuando por fin se puso en pie y miró alrededor, para ver si todo estaba como debía estar. Entonces fue hasta la mesa, cogió el paquete de Players y encendió un cigarrillo.
– Anoche estuve con Nino Palermo -dijo Coy.
No pareció sorprendida en absoluto. Ni siquiera dijo nada. Se quedó de pie junto a la mesa, el cigarrillo entre dos dedos y la mano un poco en alto, sostenido el codo por la otra.
– Me contó que lo engañaste -prosiguió él-. Y que también intentas engañarme a mí.
Esperaba excusas, insolencia o desdén; pero sólo hubo silencio. El humo del cigarrillo subía recto hacia el techo. Ni una espiral, observó. Ni una agitación, ni un estremecimiento.
– No trabajas para el museo -añadió, con deliberados espacios entre cada palabra- sino para ti misma.
Se parecía, descubrió de pronto, a esas mujeres que miran desde ciertos cuadros. Miradas impasibles, capaces de sembrar la inquietud en el corazón de cualquier varón que las observe. La certeza de que saben cosas que no dicen; pero que, si uno se detiene frente a ellas el tiempo suficiente, puede intuir en sus pupilas inmóviles. Arrogancia dura, sabia. Lucidez antigua. El pensamiento del primer día que estuvo en aquella casa volvió a rondarle la cabeza: había niñas que ya miraban de ese modo, sin haber tenido tiempo material que lo justificara; sin haber vivido suficiente para aprenderlo. Penélope debía de mirar así cuando apareció Ulises veinte años después, reclamando su arco.
– Yo no te pedí que vinieras a Madrid -dijo ella. Ni que complicaras mi vida y la tuya en Barcelona.
Coy la miró un par de segundos, todavía absorto, la boca entreabierta de modo casi estúpido.
– Es cierto -admitió.
– Eres tú quien quiso jugar. Yo me limité a establecer unas reglas. Si te convienen o no, es asunto tuyo.
Había movido por fin la mano que sostenía el cigarrillo, y la brasa de éste brilló entre sus dedos al llevárselo a los labios. Luego se quedó inmóvil otra vez, y el humo volvió a formar una línea vertical fina y perfecta.
– ¿Por qué me mentiste? -preguntó Coy.
Tánger suspiró con suavidad. Apenas un aliento de fastidio.
– Yo no he mentido -dijo-. Te he contado la versión que me convenía contarte… Recuerda que tú eres un intruso y que ésta es mi aventura. No puedes exigirme nada.
– Esos hombres son peligrosos.
La línea recta del humo se quebró en leves espirales. Ella reía de modo quedo, contenido.
– No hay que ser muy inteligente para deducir eso, ¿verdad?…
Aún rió un momento más hasta que se detuvo de pronto, ante la mancha húmeda de la alfombra. El azul oscuro de sus ojos se había hecho más sombrío.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
Ella no contestó en seguida. Se había movido para apagar el cigarrillo en el cenicero. Lo hizo minuciosamente, sin apretar demasiado, poco a poco hasta que la brasa quedó extinguida. Sólo entonces esbozó un gesto con la cabeza y los hombros. No miraba a Coy.
– Voy a seguir haciendo lo mismo. Buscar el “Dei Gloria”.
Después anduvo por la habitación, lentamente, para comprobar que todo había vuelto a su orden primitivo. Alineó un Tintín en su estante con los otros, y luego rectificó la posición del marco con la fotografía en la que Coy había reparado con frecuencia: la adolescente rubia y cubierta de pecas junto al militar bronceado, sonriente, en mangas de camisa. Actuaba, observó él, como si tuviera agua fría en las venas. Mas de pronto la vio detenerse, retener el aire en los pulmones y exhalarlo, y era menos un gemido que un resoplar de furia, mientras golpeaba la mesa con la palma de la mano, brusca y secamente, con una violencia inesperada que debió de sorprenderla a ella misma, o dolerle mucho, pues se quedó inmóvil, otra vez contenido el aliento, contemplándose desconcertada la mano como si no fuera suya.
– Malditos sean -dijo en voz muy baja.
Se controló, y Coy pudo advertir el esfuerzo que hacía para conseguirlo. Los músculos de sus mandíbulas estaban tensos, la boca apretada cuando respiró hondo por la nariz mientras buscaba nuevas cosas que poner en orden, como si nada hubiera ocurrido diez segundos antes.
– ¿Qué se han llevado?
– Nada imprescindible -seguía mirando alrededor-. El Urrutia lo devolví esta mañana al museo, y tengo dos buenas reproducciones de la carta esférica con las que trabajar… Las cartas modernas las han dejado todas menos una, que tenía anotaciones a lápiz en los márgenes. También había datos en el disco duro del ordenador, pero no son importantes.
Coy se removió, incómodo. Habría estado más a sus anchas con unas lágrimas, unos lamentos indignados o algo así. En tales casos, pensaba, un hombre sabe qué hacer. O al menos cree saberlo. Cada uno asume su papel, como en el cine.
– Deberías olvidarte de esto.
Se había vuelto con extrema lentitud, como si de pronto él se hubiera convertido en uno de los objetos del salón cuya posición era conveniente rectificar.
– Oye, Coy. Yo no te pedí que te metieras en mis asuntos. Tampoco te he pedido ahora que me des consejos… ¿Entiendes?
Es peligrosa, pensó de pronto. Tal vez incluso más que quienes le han puesto la casa patas arriba y han matado al perro. Más que el enano melancólico y que el dálmata cazador de tesoros. Todo esto ocurre porque ella es peligrosa, y ellos lo saben, y ella sabe que ellos lo saben. Peligrosa incluso para mí.
– Entiendo.
Movió la cabeza, entre evasivo y resignado. Aquella mujer tenía una facilidad pasmosa para hacerlo sentirse responsable y al mismo tiempo recordarle lo gratuito de su presencia allí. Sin embargo, Tánger no parecía satisfecha con la escueta respuesta de Coy. Seguía observándolo como el boxeador que ignora la campana o la amonestación del árbitro.
– Cuando era pequeña adoraba las películas de vaqueros -dijo inesperadamente.
Su tono distaba de ser evocador, o tierno. Hasta parecía contener una suave burla de sí misma. Pero estaba mortalmente seria.