– ¿Te gustaban esas películas, Coy?
La miró sin saber qué decir. Contestar a aquello habría necesitado medio minuto de transición, pero ella no le dio tiempo a buscar una respuesta. Tampoco parecía importarle.
– Viéndolas -prosiguió- decidí que hay dos clases de mujeres: la que se pone a dar gritos cuando atacan los apaches, y la que coge un rifle y dispara por la ventana.
No era su tono agresivo, sino firme; y sin embargo, Coy sentía endiabladamente agresiva aquella firmeza. Ella calló, y parecía que no fuese a añadir nada más. Pero tras un instante se detuvo ante la fotografía en su marco y entornó los ojos. Su voz sonó ahora ronca y baja:
– Yo quería ser soldado y llevar el rifle.
Coy se tocó la nariz. Luego se frotó la nuca y fue ejecutando, uno tras otro, los gestos que solían caracterizar su desconcierto. Me pregunto, se dijo, si esta mujer intuye mis pensamientos o si es precisamente ella quien me los pone dentro y luego los baraja y los extiende sobre la mesa como si se tratara de un mazo de cartas.
– Ese Palermo -dijo por fin me ofreció trabajo.
Retuvo el aliento. Había sacado del bolsillo la tarjeta de visita con los números de teléfono del gibraltareño. La alzó entre dos dedos, moviéndola un poco. Ella no se fijaba en la tarjeta, sino en él. Lo hacía con tanta fijeza como si pretendiera perforarle el cerebro.
– ¿Y qué le dijiste?
– Que lo pensaré.
La vio sonreír apenas. Un segundo de cálculo y dos segundos de incredulidad.
– Estás mintiendo -declaró-. Si fuera así, no estarías ahora sentado ahí, mirándome -la voz pareció suavizársele-… Tú no eres de ésos.
Coy desvió la vista hacia la ventana, echando un vistazo afuera, abajo y a lo lejos. Tú no eres de ésos. En algún sitio polvoriento de su memoria, Brutus le preguntaba a Popeye si era hombre o ratón, y éste respondía: ‘Soy marinero’. Un tren se acercaba lentamente a la enorme visera que cubría los andenes de Atocha, con su prolongada articulación siguiendo un camino misterioso trazado en el laberinto de vías y señales. Sentía un rencor preciso como el filo de una navaja. Tú no tienes ni idea, pensó, de esos de los que soy. Miró el reloj en su muñeca. El Talgo cuyo billete de segunda clase llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta iba desde hacía rato camino de Barcelona. Y él allí de nuevo, como si nada hubiera cambiado. Miró la alfombra donde había estado “Zas”. O tal vez, reflexionó, se encontraba otra vez allí precisamente porque algunas cosas habían cambiado. O porque maldito fuera si tenía la menor idea al respecto. De pronto se estremeció en su interior y algo cruzó su mente como un fogonazo cálido; y supo, naturalmente, que estaba allí porque un día iba a enseñarle algo a aquella mujer. El pensamiento lo agitó tanto que afloró a su rostro, pues ella lo miró inquisitiva, sorprendida por el cambio que acababa de registrarse en su expresión. Coy casi tartamudeaba en su propio silencio. Iba a enseñarle algo que ella creía saber y no sabía; algo que ella no podría controlar tan fácilmente como los gestos, las palabras, las situaciones y, en apariencia, a él mismo. Pero había que esperar, antes de que llegara ese momento. Por eso estaba allí, y no tenía otra cosa que la espera. Por eso ambos sabían que esa vez ya no iba a marcharse. Por eso estaba atrapado, tragándose el trocito de queso hasta el alambre. Cling. Chas. Hombre, o ratón. Al menos, se consoló, no dolía. Tal vez al final, cuando sea mi vez, dolerá. Pero todavía no. Descruzó las piernas, volvió a cruzarlas y se recostó un poco más en el sofá, las manos caídas a los lados. Sentía el pulso latirle despacio y fuerte en las ingles. Supongo, se dijo, que la palabra exacta es miedo. Uno sabe que hay rocas delante, y eso es todo. Navega, mira el mar, siente la brisa en la cara y el salitre en los labios, pero no se deja engañar. Lo sabe.
Tengo que decir algo, pensó. Cualquier cosa que nada tenga que ver con lo que siento. Algo que la haga ponerse al timón de nuevo, o más bien que me permita verla otra vez allí. A fin de cuentas es ella quien manda, y todavía estamos lejos de mi cuarto de guardia.
Rompió la tarjeta en dos trozos, dejándolos sobre la mesa. No hubo comentarios al respecto. Asunto zanjado.
– Sigo sin verlo claro -dijo Coy-. Si no hay tesoro, ¿en qué puede interesarle a Nino Palermo un barco hundido en 1767?
– Los buscadores de naufragios no sólo andan detrás de tesoros -ahora Tánger se había acercado, sentándose en una silla frente a Coy, inclinado el cuerpo hacia adelante para acortar la distancia que la separaba de él-. Un barco hundido hace dos siglos y medio puede tener mucho interés si se conserva bien. El Estado paga por el rescate… Se hacen exposiciones itinerantes… No todo es el oro de los galeones. Hay cosas que valen casi tanto como eso. Fíjate, por ejemplo, en la colección de cerámica oriental que iba a bordo del “San Diego”… Su valor es incalculable -se detuvo y estuvo un poco en silencio, entreabiertos los labios, antes de proseguir-. Además, hay otra cosa. El desafío. ¿Entiendes?… Un barco hundido es un enigma que fascina a muchos.
– Sí. Palermo habló de eso. La penumbra de allá abajo, dijo. Y todo lo demás.
Tánger asentía muy seria y muy grave, como si conociera el sentido de esas palabras. Y sin embargo era Coy quien había estado en barcos hundidos, y en barcos a flote, y en barcos varados. No ella.
– Por otra parte -advirtió Tánger- nadie sabe qué había a bordo del “Dei Gloria”.
Coy dejó escapar un suspiro.
– Quizás sí haya un tesoro, después de todo.
Ella imitó el suspiro de Coy, aunque tal vez no tenía el mismo motivo. Enarcaba las cejas con aire misterioso, como quien muestra el envoltorio que esconde una sorpresa.
– ¿Quién sabe?
Estaba inclinada hacia adelante, cerca de él, y su gesto iluminaba el rostro moteado con el aire cómplice de un chico resuelto, confiriéndole un atractivo elemental, acusadamente físico, hecho de carne y de células vivas y jóvenes, y de tonos dorados y de colores suaves que exigían imperiosamente la proximidad y el tacto y el roce de la piel sobre la piel. Volvió a latir la sangre en las inglés de Coy, y esta vez no se trataba de miedo. De nuevo el fogonazo de luz. De nuevo aquella certeza. Así que se dejó ir con toda voluntad a la deriva, sin concesiones al pesar ni al remordimiento. En el mar todos los caminos son largos. Y a fin de cuentas -ésa era su ventaja- él no tenía tripulantes a quienes taponar con cera los oídos, ni nadie que lo amarrara al palo para resistir a las voces que cantaban en los arrecifes, ni dioses que pudieran incomodarlo más de la cuenta con sus odios o sus favores. Se hallaba, calculó en rápido balance, jodido, fascinado y solo.
En esas condiciones, aquella mujer era un rumbo tan bueno como otro cualquiera.
Se había ido apagando la tarde, y la luz amarilla que primero iluminó las nubes bajas y luego reptó sobre la estación de Atocha, cubriendo de sombras larguísimas y horizontales el intrincado reflejo en el laberinto de vías, llenaba ahora la habitación, el perfil de Tánger inclinado sobre la mesa, su silueta oscura junto a la de Coy sobre el papel de la carta náutica número 4631 del Instituto Hidrográfico de la Marina.
– Ayer -recapitulaba él- situamos una latitud, que es de 37º 32’ norte… Eso nos permite trazar una línea aproximada, sabiendo que el “Dei Gloria” se encontraba, en el momento de hundirse, en algún lugar de esa línea imaginaria, entre Punta Calnegre y cabo Tiñoso, a una distancia de la costa que varía entre una y tres millas… Tal vez más. Eso puede darnos sondas de treinta a cien metros.
– En realidad son menos -apuntó Tánger.
Seguía muy atenta las explicaciones de Coy sobre la carta. Todo era ahora tan profesional como si se hallaran en el cuarto de derrota de un buque. Habían dibujado, con lápiz y paralelas, una línea horizontal que salía de la costa, milla y media por encima de Punta Calnegre, e iba hasta el cabo Tiñoso bajo el gran arco de arena formado por el golfo de Mazarrón. La profundidad, que era suave y tendida en el lado oeste, aumentaba a medida que la línea se acercaba hacia la costa rocosa situada más al este.