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– Un marino debe navegar.

– No todos opinan lo mismo.

– ¿Hiciste algo mal?

Asintió con media sonrisa triste. Ella abrió el bolso y extrajo de él una cajetilla de tabaco inglés. Sus uñas no eran bonitas: cortas y anchas, de bordes irregulares. En otro tiempo se las había mordido, sin duda. Tal vez aún lo hacía. En el paquete quedaba un cigarrillo, y lo encendió con una carterita de fósforos que llevaba impresa la publicidad de una naviera belga que él conocía, la Zeeland Ship. Observó que lo hacía protegiendo la llama en el cuenco de las manos, con gesto casi masculino. Su línea de la vida era muy larga, como si hubiera vivido muchas vidas en la tierra.

– ¿Fue culpa tuya?

– Legalmente, sí. Ocurrió durante mi guardia.

– ¿Abordaje?

– Toqué fondo. Había una piedra no señalada en las cartas.

Era cierto. Un marino nunca decía encallé, o varé. El verbo común era tocar: toqué fondo, toqué el muelle. Si en mitad de la niebla del Báltico uno partía a otro por la mitad y lo echaba a pique, decía: hemos tocado un barco. De cualquier modo, observó que también ella había usado el término marino de abordaje, en vez de choque, o colisión. La cajetilla de tabaco estaba sobre la barra, abierta, y Coy se quedó mirándola: la cabeza de un marinero, un salvavidas a modo de orla y dos barcos. Hacía tiempo que no veía un paquete de Players sin filtro como aquél, de los de toda la vida. No eran fáciles de encontrar, e ignoraba que todavía los fabricaran en su envoltorio de cartulina blanca, casi cuadrado. Era gracioso que ella fumara esa marca: la subasta náutica, el Urrutia, él mismo. LAC: Ley de las Asombrosas Coincidencias.

– ¿Conoces la historia?

Señalaba la cajetilla. Ella la estuvo mirando y luego alzó los ojos, sorprendida.

– ¿Qué historia?

– La de Héroe.

– ¿Quién es Héroe?

Se lo dijo. Le habló del nombre en la cinta del gorro del marinero de barba rubia, de su juventud en el velero que aparece a un lado en la estampa, del otro buque, el vapor que fue su último barco. De cómo el señor Player e hijos compraron su retrato para ponerlo en las cajetillas. Luego se quedó callado mientras ella fumaba el -cigarrillo se había ido consumiendo entre sus dedos- y lo miraba.

– Es una buena historia -dijo la mujer al cabo de un rato.

Coy encogió los hombros.

– No es mía. Se la cuenta Dominó Vitali a James Bond en “Operación Trueno”. Navegué en un petrolero que tenía a bordo las novelas de Ian Fleming.

También recordaba que ese barco, el “Palestine”, había pasado mes y medio bloqueado en Ras Tanura en mitad de una crisis internacional, con las planchas de la cubierta ardiendo a sesenta grados bajo un sol infame y los tripulantes tumbados en los camarotes, sofocados por el calor y el tedio. El “Palestine” era un barco desgraciado, con mala suerte, de esos donde la gente se vuelve hostil y se detesta y se le cruzan los cables: el jefe de máquinas refunfuñaba delirando en un rincón -escondieron la llave del bar, y él bebía a escondidas el alcohol metílico de la enfermería mezclándolo con naranjada-, y el primer oficial no le dirigía la palabra al capitán ni aunque el barco estuviera a punto de encallar. Coy tuvo tiempo de sobra para leer esas novelas y muchas otras en su prisión flotante, aquellos días interminables en que el aire abrasador que entraba por los ojos de buey lo hacía boquear como un pez fuera del agua, y dejaba, al levantarse, la silueta de su cuerpo desnudo impresa en sudor sobre las sábanas arrugadas y sucias de la litera. Un petrolero griego había sido alcanzado a tres millas por una bomba de aviación, y durante un par de días pudo ver desde su camarote la columna de humo negro que subía recta al cielo, y de noche el resplandor que teñía de rojo el horizonte y recortaba las vulnerables siluetas oscuras de los buques fondeados. Durante ese tiempo, cada noche despertó aterrado, soñando que nadaba en un mar de llamas.

– ¿Lees mucho?

– Algo -Coy se tocó la nariz-. Leo algo. Pero siempre sobre el mar.

– Hay otros libros interesantes.

– Puede. Pero a mí sólo me interesan ésos.

La mujer lo miraba, y él encogió otra vez los hombros antes de balancearse otro poco sobre los pies. Entonces cayó en la cuenta de que no habían hablado del tipo de la coleta gris, ni de lo que ella estaba haciendo allí. Ni siquiera sabía su nombre.

Tres días más tarde, tumbado boca arriba en la cama de su cuarto del hostal La Marítima, Coy miraba una mancha de humedad en el techo. “Kind of Blue”. En los auriculares de su walkman, después de “So What”, por donde el contrabajo se había estado deslizando suavemente, la trompeta de Miles Davis acababa de entrar con el histórico solo de dos notas -la segunda una octava más baja que la primera-, y Coy aguardaba, suspendido en ese espacio vacío, la descarga liberadora, el golpe único de batería, el reverbero del platillo y los redobles allanando el camino lento, inevitable, asombroso, al metal de la trompeta.

Se consideraba casi analfabeto musical, pero amaba el jazz: su insolencia y su ingenio. Se había aficionado a él en las largas guardias de puente, cuando navegaba como tercer oficial a bordo del “Fedallah”: un frutero de la Zoeline cuyo primero, un gallego llamado Neira, poseía las cinco cintas de la Smithsonian Collection de jazz clásico. Eso incluía desde Scott Joplin y Bix Beiderbecke hasta Thelonins Monk y Ornette Coleman, pasando por Armstrong, Ellington, Art Tatum, Billie Holiday, Charlie Parker y los otros: horas y horas de jazz con una taza de café en las manos, mirando el mar, acodado en el alerón, de noche, bajo las estrellas. El jefe de máquinas Gorostiola, bilbaíno, más conocido como Torpedero Tucumán, era otro apasionado de esa música; y los tres habían compartido jazz y amistad durante seis años, en una ruta cuadrangular que estuvo llevando al “Fedallah”

– después pasaron los tres juntos al “Tashtego”, otro barco gemelo de la Zoeline- con carga suelta de fruta y grano entre España, el Caribe, el norte de Europa y el sur de los Estados Unidos. Y aquélla fue una época feliz en la vida de Coy.

Pese a la música de los auriculares, a través del patio que hacía de tendedero llegaba el sonido de la radio de la hija de la patrona, que solía quedarse estudiando hasta muy tarde. La hija de la patrona era una joven hosca y poco agraciada a la que él sonreía cortésmente sin obtener nunca a cambio un gesto ni una mirada. La Marítima era una antigua casa de baños -1844, aseguraba el dintel de la puerta, abierta a la calle Arc del Teatre- reconvertida en pensión barata de marinos. Estaba a caballo entre el puerto viejo y el barrio chino, y sin duda la madre de la muchacha, una bronca dama de pelo teñido en color rojizo, la había alertado desde muy jovencita sobre los peligros de su clientela habitual, gente ruda y sin escrúpulos que coleccionaba mujeres en cada puerto, bajando a tierra sedienta de alcohol, droga y chicas más o menos vírgenes.

Por la ventana podía oírse perfectamente, entre el jazz del walkman, a Noel Soto cantando “Noche de samba en Puerto España”; y Coy subió el volumen. Estaba desnudo, a excepción de un calzón corto; y sobre el estómago tenía “Capitán de mar y guerra”, de Patrick O.Brian, abierto y boca abajo. Pero su mente andaba muy lejos de las andanzas náuticas del capitán Aubrey y el doctor Maturin. La mancha del techo se parecía al trazado de una costa, con sus cabos y ensenadas, y Coy recorría con la vista una derrota imaginaria entre dos de sus extremos más avanzados en el amarillento mar del cielo raso. Naturalmente, pensaba en ella.

Llovía cuando salieron de Boadas. Una lluvia fina, apenas molesta, que barnizaba de luces relucientes el asfalto y las aceras, y punteaba el haz de los faros de los automóviles. A ella no parecía importarle que se mojara su chaqueta de ante, y habían caminado calle abajo por el paseo central, entre los kioscos de periódicos y revistas y los puestos de flores que empezaban a cerrar. Un mimo, estoico bajo el chirimiri que le hacía regueros en el polvo blanco de la cara inmóvil, tan triste que deprimía a todos los transeúntes en veinte metros a la redonda, los siguió con los ojos cuando la mujer se inclinó un momento para dejar una moneda en su chistera. Caminaba del mismo modo que antes, algo adelantada y mirando el suelo a su izquierda, como si dejase a Coy la elección de ocupar ese espacio o de retirarse discretamente. Él contemplaba a hurtadillas su perfil duro entre el cabello lacio que oscilaba al caminar; los ojos pavonados que de vez en cuando se volvían a él como anticipo de una mirada reflexiva o una sonrisa.