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En Schilling no había mucha gente. Volvió a pedir ginebra azul con tónica y ella se conformó con tónica sola. Eva, la camarera brasileña, sirvió las copas mirándola con descaro, y luego enarcó una ceja en atención a Coy, tamborileando sobre el mostrador con las mismas largas uñas lacadas de verde que tres madrugadas atrás había estado clavando a conciencia en su espalda desnuda. Pero Coy se pasó la mano por el pelo mojado y mantuvo su sonrisa inalterable, muy dulce y tranquila, hasta que la camarera murmuró bastardo y sonrió a su vez, e incluso se negó a cobrarle a él su copa. Luego Coy y la mujer fueron a sentarse a una mesa, frente al gran espejo que reflejaba las botellas colocadas en la pared. Allí prosiguieron la conversación intermitente. Ella no era habladora: a esas alturas sólo había contado que trabajaba en un museo, y cinco minutos más tarde él pudo averiguar que se trataba del Museo Naval de Madrid. Dedujo que había hecho estudios de Historia y que alguien, su padre tal vez, fue militar de carrera. Ignoraba si eso tenía que ver con su aspecto de chica bien educada. También entrevió una firmeza contenida, una seguridad interior, discreta, que lo intimidaba.

Coy no sacó a relucir al tipo de la coleta gris hasta más tarde, cuando paseaban bajo las arcadas de la plaza Real. Ella había confirmado que el Urrutia era una pieza valiosa, aunque no única; mas no quedó claro si la adquisición era para el museo o para ella. Es un atlas marítimo importante, comentó evasiva cuando él aludió a la escena de la calle Consell de Cent; y siempre hay alguien interesado en ese tipo de cosas. Coleccionistas, añadió al cabo de un instante. Gente así. Luego inclinó un poco la cabeza y preguntó por la vida que él hacía en Barcelona, de un modo que era evidente su deseo de cambiar de conversación. Coy habló de La Marítima, de sus paseos por el puerto, de las mañanas de sol en la terraza del Universal, frente a la comandancia de Marina, donde podía estar tres o cuatro horas sentado con un libro y su walkman por el precio de una cerveza. También habló del tiempo que le quedaba por delante, de la impotencia de hallarse en tierra sin trabajo y sin dinero. En ese momento creyó ver, al extremo de las arcadas, asomar al individuo bajito de bigote, pelo engominado y chaqueta a cuadros que había estado por la tarde en la casa de subastas. Lo observó un momento para asegurarse, y se volvió hacia ella a fin de comprobar si también había advertido esa presencia; pero sus ojos eran inexpresivos, como si nada vieran de particular. Cuando Coy se volvió a mirar de nuevo, el hombrecillo de la chaqueta a cuadros seguía allí, paseando con las manos a la espalda, el aire casual.

Estaban ante la puerta del Club de la Pipa, y él hizo un cálculo rápido de lo que le quedaba en la cartera, concluyendo que podía permitirse invitarla a otra copa y que, en el peor de los casos, Roger, el encargado, le fiaría. Ella se mostró sorprendida por el insólito lugar, el timbre de la puerta, la vieja escalera y el local en el segundo piso, con su curiosa barra, el sofá y los grabados de Sherlock Holmes colgados en la pared. No había música de jazz esa noche, y permanecieron de pie junto al mostrador desierto mientras Roger llenaba un crucigrama al otro extremo. Ella quiso probar la ginebra azul y dijo que le gustaba su aroma, y luego se declaró encantada con el sitio, añadiendo que nunca había imaginado que hubiera en Barcelona un lugar como aquél. Coy dijo que estaban a punto de cerrarlo, porque los vecinos se quejaban del ruido y la música; pisaban un barco camino del desguace. A ella le había quedado una gotita de ginebra con tónica en la comisura de la boca, y él pensó que afortunadamente sólo llevaba tres copas en el estómago, pues con un par más habría alargado una mano para enjugar aquella gota con los dedos; y ella no parecía de las que se dejan enjugar nada por un marino al que acaban de conocer, y al que miran con una mezcla de reserva, cortesía y agradecimiento. Entonces él preguntó por fin su nombre y ella sonrió de nuevo -esta vez al cabo de unos instantes, como si hubiera tenido que irse lejos para hacerlo- y luego sus ojos se clavaron en los de Coy; o sea, se clavaron literalmente durante un largo e intenso segundo, y dijo su nombre. Y él consideró que era un nombre singular como su misma apariencia, un nombre que sin embargo le sentaba bien, y que pronunció una sola vez en voz alta, despacio, cuando de los labios de ella no se había esfumado del todo la sonrisa distante. Después Coy le pidió un cigarrillo a Roger para ofrecérselo, pero ella no quiso fumar más. Y cuando la vio llevarse el vaso a la boca y entrevió sus dientes blancos tras el vidrio, con el hielo rozándolos en un tintineo húmedo, bajó la vista hacia la cadena de plata que relucía un poco en el cuello abierto de su camisa, sobre la piel que con esa luz parecía más cálida que nunca, y se preguntó si algún hombre habría contado todas aquellas pecas hasta el Finisterre alguna vez. Si las habría contado sin prisa, una a una, rumbo al sur, del mismo modo que a él le apetecía hacerlo. Fue entonces cuando al levantar los ojos comprobó que ella había interpretado su mirada, y sintió un latido de menos en el corazón cuando la oyó decir que era hora de marcharse.

En la radio de la hija de la patrona, la misma voz la emprendía ahora con “La reina del barrio chino”. Coy apagó su walkman -Miles Davis monologaba “Saeta”, el cuarto tema de “Sketches of Spain”- y dejó de mirar la mancha del techo. El libro y los auriculares cayeron sobre las sábanas cuando se puso en pie y anduvo por la estrecha habitación, tan parecida a la celda que una vez había ocupado durante dos días en La Guaira, aquella vez que el Torpedero Tucumán y el Gallego Neira y él mismo, hartos de comer fruta, bajaron a tierra a comprar pescado fresco para una caldeirada, y Neira dijo esperadme tomando un café, quince minutos para un polvo y estoy de vuelta; y al poco rato lo oyeron pedir socorro por la ventana, y entraron y rompieron el bar, lo rompieron todo, hasta las mesas y las botellas y las costillas del chulo que se había quedado con la cartera del gallego, y el capitán don Matías Noreña tuvo que ir muy malhumorado a sacarlos, sobornando a los policías venezolanos con un fajo de dólares que luego descontó hasta el último centavo de sus sueldos.

Sintió un amago de nostalgia al recordar todo aquello. El espejo sobre el lavabo reflejaba sus compactos hombros y el rostro cansado, sin afeitar. Dejó correr el agua hasta que estuvo bien fría y luego se la echó con las manos sobre la cara y la nuca, resoplando y sacudiendo la cabeza como un perro bajo la lluvia. Se frotó vigorosamente con una toalla y estuvo un rato mirándose inmóvil, la nariz fuerte, los ojos oscuros, las facciones toscas, como si evaluara las probabilidades a su favor. Cero pelotero, concluyó. Con esa torda no te comes una paraguaya.

Abrió el cajón de la cómoda, sacándolo del todo, y tanteó detrás hasta encontrar el sobre donde guardaba el dinero. No era mucho, y en los últimos días menguaba peligrosamente. Se quedó un rato sin moverse, dándole vueltas a la idea, y al cabo fue hasta el armario y extrajo la bolsa donde tenía sus escasas pertenencias: algunos libros muy leídos, las palas de oficial cuyos dorados empezaban a virar al verde mohoso, cintas de jazz, un portafotos en forma de cartera -el buque escuela “Estrella del Sur” ciñendo velas al viento, el Torpedero Tucumán y el Gallego Neira en la barra de un bar de Rotterdam, él mismo con galones de primer oficial, apoyado en la regala del “Isla Negra” bajo el puente de Brooklyn-, y la caja de madera donde guardaba su sextante. Era un buen sextante: un Weems amp; Plath de siete filtros, metal negro y arco de latón dorado, que Coy había adquirido a plazos a partir de su primer sueldo, apenas obtenido el título de piloto. Los sistemas de posicionamiento por satélite sentenciaban a muerte ese instrumento, pero todo marino que se preciara de tal conocía su fiabilidad, a prueba de fallos electrónicos, para establecer la latitud a mediodía, cuando el sol alcanzaba su punto más alto en el cielo, o de noche con una estrella baja en el horizonte: efemérides náuticas, tablas, tres minutos de cálculos. Del mismo modo que los militares cuidan y mantienen limpias sus armas, Coy había procurado a lo largo de todos aquellos años que el sextante estuviera libre de humedad salina y suciedad, limpiando sus espejos y comprobando posibles errores lateral y de índice. Incluso ahora, sin barco bajo los pies, solía llevárselo en sus paseos por la costa para calcular rectas de altura sentado en una roca y ante el horizonte del mar abierto. La costumbre databa de cuando navegaba como alumno en el “Monte Pequeño”, su tercer barco si contaba el “Estrella del Sur”. El “Monte Pequeño” era un 275.000 toneladas de Enpetrol, y al capitán don Agustín de la Guerra le gustaba dar solemnidad al momento de la meridiana, invitando a los oficiales a una copa de jerez después que éstos y los jóvenes agregados cotejaran sus respectivos cálculos tras haber estado juntos en el alerón, reloj en mano el capitán y ellos tangenteando el sol en el horizonte a través de los filtros ahumados de sus instrumentos. Aquél era un capitán de la vieja escuela; algo pasado de vueltas pero excelente marino, del tiempo en que los grandes petroleros iban al Pérsico en lastre por Suez y volvían cargados rodeando África por El Cabo. Una vez había tirado a un mayordomo por una escala porque le faltó al respeto; y cuando el sindicato fue a quejarse, respondió que el mayordomo era afortunado, porque siglo y medio antes lo habría colgado del palo mayor. En mi barco, le dijo en cierta ocasión a Coy, se está de acuerdo con el capitán o se calla uno. Fue durante una cena de Navidad en el Mediterráneo, con un pésimo tiempo de proa: un temporal duro de fuerza 10 que obligaba a moderar las máquinas frente al cabo Bon. Coy, alumno de náutica agregado a bordo, había discrepado de un comentario banal del capitán; y entonces éste arrojó la servilleta sobre la mesa y dijo aquello de que en su barco, etcétera. Luego lo mandó de guardia afuera, al alerón de estribor, donde Coy estuvo las siguientes cuatro horas en la oscuridad, azotado por el viento, la lluvia y los rociones del mar que rompía contra el petrolero. Don Agustín de la Guerra era un raro superviviente de otros tiempos, despótico y duro a bordo; pero cuando un carguero panameño con el oficial de guardia ruso y borracho le metió la proa en la popa, una noche en que la lluvia y el granizo saturaban los radares en el canal de la Mancha, supo mantener el petrolero a flote y gobernarlo hasta Dover sin derramar una gota de crudo y ahorrándole el costo de remolcadores a la empresa. Cualquier retrasado mental, decía, puede ahora dar la vuelta al mundo apretando botones; pero si la electrónica se descaralla, o a los americanos les da por apagar sus malditos satélites, invención del Maligno, o un bolchevique hijo de puta te da por el culo bien dado en mitad del océano, un buen sextante, un compás y un cronómetro seguirán llevándote a cualquier parte. Así que practica, chaval. Practica. Obediente, Coy había practicado sin descanso durante días y meses y años; y conocido también, más tarde y con aquel mismo sextante, observaciones más difíciles en noches cerradas y peligrosas, o en medio de fuertes temporales que corrían de punta a punta el Atlántico, sujetándose empapado contra la regala mientras la proa daba furiosos machetazos y él acechaba desesperadamente, un ojo pegado al visor, la aparición del tenue disco dorado entre las nubes empujadas por el viento del noroeste.