Amaba aquel mar, que era tan viejo, escéptico y sabio como las mujeres innumerables que latían en la memoria genética de Tánger Soto. Sus orillas tenían la impronta de los siglos, pensó contemplando la ciudad sobre la que habían escrito Virgilio y Cervantes, recogida al fondo del puerto natural entre altos muros rocosos que durante tres mil años la hicieron casi inexpugnable a los enemigos y a los vientos. Pese a su decadencia, a las fachadas decrépitas y sucias, a los solares de casas derribadas y sin reconstruir que a veces le daban el curioso aspecto de una ciudad en guerra, resultaba hermosa vista desde el mar, y por sus callejuelas estrechas resonaban ecos de hombres que habían peleado como troyanos, pensado como griegos y muerto como romanos. Ya podía distinguirse el antiguo castillo sobre un montículo encima de la muralla, al otro lado de los rompeolas que protegían la bocana y la entrada al arsenal. Los viejos fuertes abandonados de Santa Ana y Navidad pasaban lentamente a babor y a estribor del “Carpanta”, todavía con un rictus de amenaza en sus troneras vacías que, como ojos ciegos, seguían apuntando al mar.
Aquí nací, pensó Coy. Y desde este puerto me asomé a los libros y a los océanos por primera vez. Aquí me atormentó el desafío de las cosas remotas y la nostalgia prematura de lo que no conocía. Aquí soñé con remar hacia la ballena con el cuchillo entre los dientes y el arponero listo en la proa. Aquí intuí, antes de hablar inglés, la existencia de lo que el “Mariners Weather Log” llama Esw: “Extreme Storm Wave”, Ola de Tormenta Extrema. Y supe que todo hombre tiene siempre, dé o no dé con ella, una Esw esperándolo en alguna parte. Aquí vi lápidas de marinos muertos en tumbas vacías, y comprendí que el mundo es un barco en viaje de ida, y que ese viaje no tiene regreso. Aquí descubrí, antes de necesitarlo, el sustitutivo de la espada de Catón, del veneno de Sócrates. De la pistola y la bala.
Sonreía de sí mismo, de sus pensamientos, mientras miraba a Tánger erguida junto al ancla, sujeta con una mano al génova enrollado en su estay, y el barco se internaba a motor en el puerto. En la bañera, el Piloto gobernaba a mano por unas aguas que podía perfectamente navegar a ciegas. Una corbeta gris de la Armada, haciéndose a la mar desde el dique de San Pedro, pasaba por la banda de estribor, con los marineros jóvenes inclinados sobre la borda para observar a la mujer inmóvil en la proa del velero como un mascarón dorado. Llegaba hasta el “Carpanta”, traído por la brisa de tierra, el olor de los montes cercanos: desnudos, secos y calcinados por el sol, con tomillo, romero, palmito y chumbera entre sus peñas pardas, ramblas secas donde crecían las higueras, y almendrales escalonados por muretes de piedra. Pese al cemento y al cristal y al acero y a las excavadoras, a la sucesión interminable de luces bastardas que mancillaba sus orillas de costa a costa, todo el Mediterráneo seguía estando allí, a poca atención que se prestase al tenue rumor de la memoria: aceite y vino rojo, Islam y Talmud, cruces, pinos, cipreses, tumbas, iglesias, ponientes cárdenos como la sangre, velas blancas a lo lejos, piedras talladas por los hombres y por el tiempo, hora singular de la tarde en que todo quedaba quieto y en silencio salvo el canto de la cigarra, noches a la luz de una hoguera hecha con madera de deriva, mientras la luna se elevaba despacio sobre un mar de islas sin agua. Y también espetones de sardinas, laurel y aceitunas, cáscaras de sandía flotando quietas en el leve ondular vespertino de la playa, rumor de guijarros en la resaca del amanecer, barcas pintadas de azul, blanco y rojo, varadas en orillas con molinos en ruinas y olivos grises, y uvas que amarilleaban en los emparrados. Y a su sombra, perdidos los ojos en el azul intenso que se extendía hacia levante, hombres inmóviles mirando el mar; héroes atezados y barbudos que sabían de naufragios en calas designadas por dioses crueles, ocultos bajo la apariencia de mutiladas estatuas que dormían, con los ojos abiertos, un silencio de siglos.
– ¿Qué es eso? -preguntó Tánger.
Había venido a popa y señalaba hacia babor, tras el dique de Navidad, junto a los grandes túneles gemelos de hormigón destinados en otro tiempo a albergar submarinos. Allí, la playa negra del Espalmador estaba cubierta por los restos de buques en desguace.
– Es el Cementerio de los Barcos Sin Nombre.
El Piloto se había vuelto hacia Coy. Tenía un cigarrillo medio consumido en la boca, y lo miraba con ojos donde afloraban los recuerdos, al acecho de algún sentimiento que él se guardó de exteriorizar. En la orilla, medio sumergidos en el agua sus cascos oxidados, entre estructuras, puentes, cubiertas y chimeneas, languidecían barcos abiertos como grandes cetáceos desventrados, mostrando cuadernas metálicas y mamparos desnudos, las planchas de acero cortadas y amontonadas en la playa al pie de las grúas. Allí era donde los buques sentenciados a muerte, desprovistos ya de nombre, matrícula y bandera, rendían el último viaje antes de terminar bajo el soplete. Los nuevos planes urbanísticos de la ciudad condenaban aquel lugar a desaparecer, pero se tardaría meses en concluir los últimos desguaces y limpiar el lugar de los restos diseminados por todas partes. Coy vio un viejo bulkcarrier del que sólo quedaba la popa, semihundida en el mar, y cuyos dos tercios anteriores ya habían desaparecido entre un caos de hierros en la playa. Había piezas desmontadas por todas partes, una docena de grandes anclas goteando herrumbre en la arena oscura, tres chimeneas absurdamente conservadas, una junto a la otra, visibles todavía los restos de pintura con la bandera de sus armadores, y la casi centenaria superestructura de un paquebote que había sido ruso o polaco, el “Korzeniowski”, que estaba algo más lejos, junto a la torre vigía, desde que Coy podía recordar: un puente de hierro oxidado con restos de pintura blanca, tablas podridas y la cabina casi intacta, a bordo del cual soñaba, de muchacho, con sentir el movimiento de un navío bajo los pies, y el mar abierto ante los ojos.
Aquél había sido durante muchos años su lugar favorito, proclive a los sueños oceánicos, cuando paseaba camino del rompeolas con una caña de pescar o el arpón de gomas y las aletas, o cuando más tarde ayudaba al Piloto a limpiar el casco del “Carpanta” arrimado al Espalmador, en poca agua. Allí, en los atardeceres interminables del puerto, cuando el sol se iba ocultando tras los esqueletos inertes de los viejos buques, el Piloto y él habían conversado con palabras o silencios sobre la creencia, por ambos compartida, de que los barcos y los hombres deberían terminar siempre dignamente, en el mar, en vez de verse desguazados en tierra. Y más tarde, muy lejos de allí, en isla Decepción, al sur de Hornos y del pasaje Drake, Coy había experimentado idéntico estado de ánimo cuando desembarcó en la arena de una playa que era negra como aquélla, entre millares de huesos de ballena que la blanqueaban hasta el horizonte. El esperma de esos animales se había convertido en aceite quemado en lámparas muchísimo antes de que él naciera; pero los huesos seguían allí como una burla, en aquel extraño mar de los Sargazos antártico. Había entre los restos un viejísimo hierro de arpón oxidado, y Coy se encontró de pie ante él, mirándolo con repugnancia. Después de todo, isla Decepción era un buen nombre para aquel lugar. Ballenas desguazadas, barcos desguazados. Hombres desguazados. El arpón se clavaba en la misma carne, porque siempre se trataba de la misma historia.
Amarraron en el puerto deportivo y caminaron por los muelles, sintiendo, como ocurría cada vez al pisar tierra, que ésta oscilaba levemente bajo sus pasos. En el muelle comercial, al otro lado del club náutico, había un carguero de palos: el “Felix von Luckner” de la Zeeland Ship, que Coy conocía por hacer habitualmente la ruta Cartagena-Amberes. Su mera visión evocaba largas esperas bajo la lluvia, el viento y la luz amarillenta del invierno, las siluetas fantasmagóricas de las grúas sobre la tierra llana, la esclusa y las interminables maniobras en el Escalda. Y pese a que había conocido rincones del mundo mucho más confortables, Coy no pudo evitar una punzada de nostalgia.