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Alzó la mirada dirigiéndola algo más lejos, al otro lado del pantalán. Los tripulantes de un velero sueco cenaban en la bañera, a la luz de un farol en torno al cual revoloteaban palomillas nocturnas. De vez en cuando, a pesar de la música, llegaba hasta él una frase dicha en voz muy alta o una risa. Eran todos rubios y enormes talla Xxl, con niños pequeños que durante el día paseaban desnudos por cubierta, amarrados con un arnés al guardamancebos. Rubios, recordó, como la práctico del puerto de Stavanger que había conocido cuando el “Monte Pequeño” pasó allí dos meses en lastre. Era una belleza nórdica como las de las fotos y las películas, grande y alta; una noruega de treinta y cuatro años con título de capitán de la marina mercante que subió desenvuelta a bordo por la escala de gato desde la lancha, en alta mar, cortándoles la respiración a todos los hombres que había en el puente, y luego dirigió la maniobra fiordo adentro en un inglés impecable, orientando a los remolcadores con un walkie-talkie que llevaba colgado al cuello mientras don Agustín de la Guerra la miraba de reojo y el timonel lo miraba a él. Stop her. Dead slow ahead. Stop her. A little push now. Stop. Después se bebió con el capitán un vaso de whisky y se fumó un cigarrillo, antes de que Coy, entonces joven agregado de veintidós años, la acompañara al portalón, atlética bajo los pantalones de lona y el grueso anorak rojo, sonriéndole antes de largarse. So long, officer. Se la encontró tres días más tarde en el Ensomhet, mientras la tripulación del petrolero enloquecía con aquellas escandinavas de ensueño: un bar lujoso y triste junto a las casas rojas del muelle Strandkaien, lleno de hombres y mujeres para quienes una juerga equivalía a mamarse durante horas sin abrir la boca, como atunes, hasta agarrar una trompa del 9 parabellum. Había entrado en el bar por casualidad; y ella, que estaba con un noruego barbudo e impasible que parecía recién licenciado de un drakkar vikingo, lo reconoció como el joven del portalón del petrolero. El pequeño español, dijo en inglés. The shorty spanish boy. Luego sonrió antes de invitarlo a una copa. Una hora más tarde, el vikingo impasible seguía apoyado en la barra del mismo bar, suponía Coy, mientras él, desnudo, empapado de sudor, sintiendo el aire frío de la madrugada que entraba por una ventana abierta al fiordo y a las cumbres nevadas sobre el mar, arremetía contra la sólida presencia de la mujer, espalda ancha y muslos musculosos, y ojos claros que lo miraban con fijeza desde la penumbra mientras sus labios, cada vez que la boca de Coy los dejaba libres, emitían extraños susurros en lengua bárbara. Se llamaba Inga Horgen, y de los dos meses que el “Monte Pequeño” estuvo en Stavanger, Coy, envidiado por toda la tripulación desde el pinche de cocina hasta el capitán, pasó con ella cuanto tiempo libre tuvo. De vez en cuando bebían cerveza y aquavit con el vikingo impasible, que nunca puso objeciones a que, cada noche, cuando la mujer se apartaba de la barra con los ojos brillantes y cierta indecisión en la forma de andar, el shorty spanish boy se esfumara en compañía de aquella walkiria que le llevaba casi tres palmos de estatura. Con ella conoció Lysefijord y Bergen, el “koldtbord”, algunas palabras íntimas en noruego y ciertos secretos útiles sobre anatomía femenina. Aprendió, incluso, a creerse enamorado, y también que no todas las mujeres se toman la molestia, o la precaución, de enamorarse antes. También aprendió que a veces, cuando uno se aproxima lo bastante y presta atención, la hembra de máscara ausente cuyos ojos entreabiertos vagan perdidos por el techo mientras te abres paso entre lo más hondo, tiene el rostro de todas las mujeres que durante siglos poblaron el mundo. Y por fin, una noche en que hubo un problema a bordo y bajó a tierra más tarde de lo habitual, el shorty spanish boy fue directamente a la casa de troncos negros y ventanas blancas, y encontró allí al vikingo impasible, tan borracho como en la barra del bar de siempre, con la diferencia de que esta vez estaba desnudo. Ella también lo estaba, y miró a Coy con una sonrisa fija e indiferente, turbia de alcohol, antes de pronunciar unas palabras que no llegaron a sus oídos. Tal vez le dijo ven, o tal vez le dijo vete. Entonces él cerró despacio la puerta y regresó a su barco.

Dong, dong. Dong. Charlie Parker, que iba a morirse de allí a nada, había dejado el saxo en el suelo y descansaba exhausto bebiendo una copa en la barra, o -lo más probable- se metía algo en los servicios de caballeros. Ahora destacaba solitario el punteo del bajo de Billy Hadnott, que en esa última parte era de nuevo dueño de la melodía; y fue en aquel momento cuando el Piloto subió de la camareta a reunirse con Coy, sentándose en la otra silla de teca sujeta al balcón de popa. Tenía en la mano la botella de coñac que se habían traído de la taberna del Macho para terminarla a bordo. Se la ofreció con un gesto, y cuando Coy negó con la cabeza al compás de la música que iba extinguiéndose en sus oídos, el otro bebió un trago antes de colocársela muy derecha en el regazo. Coy desconectó el auricular, quitándoselo de las orejas.

– ¿Qué hace Tánger?

– Lee en su camarote.

Los faros de San Pedro y Navidad parpadeaban al otro lado del espigón del muelle, balizando la embocadura del puerto. Verde y rojo, grupos de destellos cada catorce y diez segundos, luces familiares que para Coy siempre habían estado allí, desde que podía recordar. Miró hacia arriba, sobre los muros de sombras que circundaban el puerto. En las montañas, los castillos iluminados de San Julián y Galeras parecían suspendidos en el aire como en los cuadros de los pintores antiguos. El resplandor de la ciudad mataba las estrellas.

– ¿Qué opinas, Piloto?

El reloj del ayuntamiento dio once campanadas antes de que el otro respondiera.

– Sabe lo que hace. O al menos se porta como si lo supiera… La pregunta es si lo sabes tú.

Coy enrollaba en torno a la grabadora el cable de los auriculares. Sonreía a medias en el reflejo de las luces oleosas del agua.

– Me ha traído de vuelta al mar.

El Piloto se lo quedó mirando.

– Si es un pretexto, vale -dijo-. Pero a mí no me hagas frases.

Bebió otro trago y le pasó a Coy la botella. Éste se puso el gollete en los labios.

– Ya te lo dije una vez: quiero contarle esas pecas -se limpiaba la boca con el dorso de una mano-. Contárselas todas.

El otro no dijo nada, limitándose a recuperar la botella. Un vigilante nocturno pasó por el pantalán, haciendo resonar las tablas del muelle flotante. Cambió un saludo con ellos y siguió camino.

– Oye, Piloto. Los hombres vamos por la vida a trompicones, de aquí para allá… Solemos envejecer y morir sin comprender bien lo que pasa. Pero ellas son distintas.

Hizo una pausa, estirándose hacia atrás en la silla, los brazos extendidos. Su cabeza rozó la bandera que colgaba flácida del mástil, junto a la antena en forma de seta del Gps. La noche era tan tranquila que casi podía oír oxidarse los tornillos del balcón de proa.

– A veces la miro y pienso que sabe cosas de mí que yo mismo no sé.

El Piloto reía, bajito, la botella entre las manos.

– Eso mismo dice mi mujer.