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– Nada -dijo ella.

Arena y algas, señalaba la pantalla. Sólo en dos ocasiones el eco se había vuelto rojo sangre, con crestas significativas en el relieve submarino, ecos duros en sondas respectivas de cuarenta y ocho y cuarenta y tres metros. No fueron capaces de esperar; de modo que anotaron las posiciones, regresando a la mañana siguiente, muy temprano, tras haber pasado la noche, como de costumbre, fondeados entre Punta Negra y la Cueva de los Lobos. Coy estaba bajo los últimos efectos de un resfriado, recuerdo leve del chapuzón nocturno, pero suficiente para impedirle compensar la presión en los tímpanos y en los senos frontales; de modo que fue el Piloto quien se equipó con su remendado traje de neopreno negro y se dejó caer al mar, la botella de aire comprimido a la espalda, chaleco autoinflable, cuchillo en la pantorrilla derecha y un cabo de cien metros atado con un as de guía a la cintura. Coy se quedó arriba, nadando en la superficie con aletas, tubo y máscara, vigilando el rastro de burbujas que ascendía de la arcaica reductora Snark Silver III con doble tráquea de caucho que el Piloto seguía empeñado en usar, porque no se fiaba del plástico moderno, y aquellos chismes de antes, decía, no te dejaban tirado nunca. Los ecos del fondo, informó al emerger, procedían de una roca enorme con restos de redes enganchadas, y de tres bidones metálicos grandes, cubiertos de óxido y algas. En uno aún podía leerse “Campsa”.

Por encima del hombro de Tánger, Coy miró el trazado plano del fondo que iba dibujando la sonda. Ella mantenía los ojos fijos en la pantalla de cristal líquido, su lápiz de plata entre los dedos, la carta cuadriculada delante, los brazos moteados bajo las mangas cortas de la camiseta de algodón blanco, la espalda mojada de sudor. El balanceo del barco hacía oscilar, como de costumbre, las puntas húmedas de su cabello, que sujetaba con un pañuelo alrededor de la frente. Llevaba un pantalón corto caqui, y cruzaba los muslos bajo la mesa. Sentado al fondo de la camareta, junto a un portillo que le movía una mancha de sol entre los cortos rizos grises, el Piloto entalingaba en el sedal un anzuelo de curricán, con un plumero artesanal que acababa de fabricar con restos de driza. De vez en cuando alzaba la vista de su labor y los miraba.

– Puede cambiar el tiempo -dijo Coy.

Sin apartar los ojos de la pantalla, Tánger preguntó si eso les obligaría a interrumpir la búsqueda. Coy respondió que tal vez. Si entraba viento o fuerte marejada, la sonda daría ecos falsos; y además iban a estar muy incómodos bailando allá afuera. En tal caso, lo mejor era descansar en Águilas o Mazarrón. O volver a Cartagena.

– Cartagena está a veinticinco millas -dijo ella-. Prefiero quedarme por aquí.

Seguía pendiente de la Pathfinder y la carta cuadriculada. Aunque se turnaban ante la sonda, era ella quien pasaba la mayor parte del tiempo mirando las curvas y los colores que evolucionaban en la pantalla, hasta que los ojos enrojecidos se le inyectaban en sangre y tenía que ceder el puesto. Cuando la marejadilla se hacía un poco más intensa, se levantaba pálida, el pelo pegado a la cara por el sudor y visibles señales de que el balanceo y el ronroneo constante del motor de gasóleo la afectaban más de la cuenta. Pero nunca decía nada, ni se quejaba. Se obligaba a sí misma a comer cualquier cosa, sin ganas, y la veían desaparecer camino del cuarto de baño, donde se echaba agua por la cara antes de tumbarse un rato en su camarote. Su paquete de biodramina, observó Coy, tenía cada vez más espacios vacíos. Otras veces, al finalizar una serie de franjas o cuando ya estaban todos demasiado hartos del calor y ruido continuo, detenían el barco y ella se lanzaba al mar desde la popa, nadando lejos, en línea recta, con largas brazadas de crawl, lentas y seguras. Nadaba con ritmo y correcta respiración, sin levantar agua innecesaria con los pies, clavando las palmas de las manos como cuchillos en cada brazada. A veces Coy se tiraba al mar para acompañarla un trecho, pero ella procuraba mantenerse a distancia, de un modo que sólo en apariencia era casual. En ocasiones la veía bucear entre dos aguas, con amplios movimientos de los brazas y el cabello ondulante junto a bancos de peces que se apartaban a su paso. Nadaba con un bañador de una pieza, de color negro y tirantes finos que le sentaba muy bien; con un profundo escote en la parte de atrás que estrechaba en V su espalda de tonos cobrizos. Después subía a bordo por la escala de popa para secarse a conciencia, sacudiendo el pelo que goteaba sobre sus hombros. Tenía unas piernas largas y esbeltas, quizá un poco delgadas -demasiado alta y flacucha, había dictaminado aparte el Piloto-. Los pechos no eran grandes, pero sí tan arrogantes como ella misma. Cuando se quitaba el bañador en su camarote y tenía el cuerpo mojado, sus puntas imprimían en el algodón de la camiseta cercos de humedad que al evaporarse dejaban un rastro de sal. Y por fin Coy pudo averiguar lo que pendía al extremo de la cadena que ella llevaba al cuello: una chapa de identificación de acero, con su nombre, su Dni y su grupo sanguíneo. Cero negativo. Una chapa de soldado.

La sonda registro una alteración en el tono rojizo del fondo, y Tánger se inclinó para anotar latitud y longitud. Pero se trataba de una falsa alarma. Se echó de nuevo hacia atrás en el asiento de la mesa de cartas, el lápiz entre los dedos de uñas mordisqueadas que ahora, en sus intensas guardias, roía a cada momento. Conservaba aquel gesto grave, concentrado, de alumna modelo de la clase, que a Coy le divertía observar. A menudo, viéndola absorta en el bloc de notas, en la carta o en la pantalla, intentaba imaginarla con calcetines blancos y uniforme, y trenzas rubias. Estaba seguro de que antes de esconderse en los lavabos a fumar cigarrillos y volverse insolente con las monjas, antes de soñar con el tesoro de Rackham el Rojo, con cartas esféricas y con presas de corsarios, alguien le había puesto alguna vez la banda de niña ejemplar. No era difícil entrever su expresión obstinada recitando rosa-rosae, So4H2, en un lugar de la Mancha y todo lo demás. Con flores a María.

Se apoyó en la mesa junto a ella, para mirar las cuadrículas en que habían dividido el área de búsqueda marcada en la carta. En el mamparo carraspeaba la radio a poco volumen, conectada en doble escucha: una fragata de la Armada pedía amarradores, y los amarradores no aparecían por ninguna parte. De vez en cuando, marineros ucranianos o pescadores marroquíes echaban largas parrafadas en su lengua. El patrón de un pesquero se quejaba de que un vapor le había cortado los palangres. Una patrullera de la guardia civil estaba bloqueada por avería del puente en el puerto Tomás Maestre.

– Podemos perder dos o tres días -dijo Coy-. En realidad nos sobra tiempo.

Ella anotaba algo y dejó de hacerlo, el lápiz en suspenso, a unos milímetros de la carta.

– No nos sobra nada. Necesitamos hasta la última hora disponible.

El tono era severo, casi de reproche; y Coy volvió a sentirse irritado. A la meteorología, pensó, le importa un huevo que tú necesites las horas disponibles.

– Si entra viento fuerte, no podremos trabajar -explicó-. La mar estará picada, y la sonda perderá eficacia.

La vio entreabrir la boca para replicar y luego morderse los labios. Ahora el lápiz tamborileaba sobre la carta. En el mamparo, junto al barómetro, dos relojes indicaban la hora local y la hora del meridiano de Greenwich. Ella se los quedó mirando, y luego consultó el reloj de acero en su muñeca derecha.