– ¿Y antes era distinto?
– Claro que sí. La soledad del viajero era posible: estabas entre A y B, suspendido en lo intermedio, y el trayecto era largo… Ibas ligero de equipaje y no importaba el desarraigo.
– El mar sigue siendo el mar. Tiene secretos y peligros.
– Pero no como antes. Ahora es como llegar demasiado tarde a un muelle vacío, y ver el humo de la chimenea alejándose en el horizonte… Cuando eres alumno usas el vocabulario correcto, babor y estribor y todo lo demás. Intentas conservar tradiciones, confías en capitanes como de niño confiabas en Dios… Pero ya no funciona… Yo soñaba con tener un buen capitán, como el Macwhirr de “Tifón”. Y serlo yo también algún día.
– ¿Qué es un buen capitán?
– Alguien que sabe lo que hace. Que nunca pierde la cabeza. Que sube al puente en tu guardia y ve un barco cerrándote por la banda, y en vez de decir mete todo a estribor que nos la vamos a pegar, se calla y te mira y espera a que tú hagas la maniobra correcta.
– ¿Tuviste buenos capitanes?
Coy hizo una mueca. Aquélla era una buena pregunta. Pasó mentalmente las páginas de un álbum de fotos viejas con manchas de agua de mar. También había manchas de mierda.
– Tuve de todo -dijo-. Miserables y borrachos y cobardes, y también gente estupenda. Pero siempre confié en ellos. Toda mi vida, hasta hace muy poco, la palabra capitán me inspiró respeto. Ya te he dicho que la asociaba con ese capitán que describe Conrad: ‘“El temporal se había cruzado con aquel hombre taciturno y sólo consiguió arrancarle algunas palabras”’… Recuerdo un temporal duro del noroeste, el primero de mi vida, en el golfo de Vizcaya, con olas enormes que cubrían la proa del “Migalota” hasta el puente. Llevábamos escotillas Mcgregor con problemas de juntas que no encajaban bien; entraba agua con cada cáncamo, y la carga era de mineral, que al mojarse se corre fácil… Y cada vez que hundíamos la proa en el agua y parecía que ya no iba a salir, el capitán don Ginés Sáez, que iba agarrado a la timonera, murmuraba ‘Dios’ muy bajito, entre dientes… En el puente había cuatro o cinco personas; pero yo, que estaba a su lado, era el único que podía oírlo. Nadie más se dio cuenta. Y cuando miró de reojo y vio que yo andaba cerca, no volvió a abrir la boca.
Los tres artistas habían terminado su actuación y se despedían entre aplausos. Tomó el relevo música enlatada, a través de altavoces situados en el techo. Una guitarra hizo cling, cling, cling. Alguna pareja salió a bailar. Te vas porque yo quiero que te vayas. Bolero. Por una milésima de segundo tuvo la tentación de invitarla a la pista. Ja. Los dos allí, abrazados, las caras cerca. Y quiero que te besen otros labios, decía la canción. Se imaginó con una mano en su cintura, pisándole los pies como un pato. Además, seguro que ella era de las que interponían los codos.
– Antes -prosiguió, olvidándose del bolero- un capitán tenía que tomar decisiones. Ahora está firmando los documentos en puerto, hay una diferencia de media tonelada, y ya lo tienes telefoneando al armador. ¿Firmo los papeles, no firmo los papeles?… Y en un despacho hay tres tíos, tres basuras con corbata, que le dicen no firmes. Y él no firma.
– ¿Y qué queda del mar?… ¿Cuándo te sientes todavía marino?
En los problemas, explicó él. Cuando tenían un herido a bordo, o cuando se cascaba algo, la gente solía portarse bien. Una vez, contó, un golpe de mar había arrancado la pala del timón del “Palestine”, frente a El Cabo. Estuvieron día y medio al garete, hasta que llegaron los remolcadores. Y los tripulantes volvieron a parecer marinos de verdad. Por lo general no eran más que camioneros del océano y funcionarios sindicados; pero con las crisis retornaba el compañerismo. Un corrimiento de carga, una avería grave. El mal tiempo y todo eso. Las borrascas.
– Suena terrible esa palabra: borrasca.
– Las hay malas y las hay peores. Lo desagradable para un marino es cuando calcula su rumbo y el de la borrasca, y se produce un empate… Quiero decir que llegan los dos al mismo tiempo al mismo sitio.
Hizo una pausa. Había cosas que nunca podría explicarle a ella, decidió. Vientos de fuerza 11 frente a Terranova, murallas de agua gris y blanca hirviendo en una niebla de espuma que la funde con el cielo, pantocazos y crujidos del casco, tripulantes gritando de miedo atados a las literas de sus camarotes, la radio saturada de maydays de barcos en apuros. Y unos pocos hombres con la cabeza tranquila en el puente, o trincando la carga suelta en las bodegas, o abajo en las máquinas entre calderas, turbinas y tuberías, sin saber lo que ocurre arriba, pendientes de los controles y las luces de alarma y las órdenes, preocupados por el chapoteo del gasóleo en los depósitos, por la fisura en el casco que meta agua en el combustible, por la avería en los quemadores que los deje a merced del mar. Marinos intentando salvar un barco y con él sus vidas, acelerando en las bajadas para mantener el control, moderando justo antes de las crestas, buscando espacios entre las olas más grandes para virar cuando el barco ya no aguanta de proa. Y el momento angustioso en que, en plena maniobra, llega una rompiente asesina que golpea el casco de través y lo inclina cuarenta grados mientras la gente, sujeta donde puede, se mira con ojos aterrados, preguntándose si el barco terminará adrizándose o no.
– En esos casos -concluyó Coy en voz alta- todo vuelve a ser como antes.
Sonaba demasiado nostálgico, se temía. Era imposible sentir añoranza del horror. Él se refería a la nostalgia del comportamiento de ciertos hombres en el horror; pero eso resultaba imposible explicarlo en la mesa de un restaurante, ni en ningún otro sitio. Así que resopló un poco, mirando molesto a uno y otro lado. Estaba hablando en exceso, pensó de pronto. No tenía nada de malo hablar, pero él no estaba acostumbrado a contar su vida de esa manera. Se dio cuenta de que Tánger era de los que hacían charlar con facilidad; aquellos cuya conversación consistía en plantear preguntas adecuadas y silencios suficientes para que el otro corriera a cargo del asunto. Truco hábiclass="underline" aprendes y encima quedas bien sin soltar prenda. Al fin y al cabo, a todo el mundo le encantaba charlar de sí mismo. Es un conversador estupendo, decían luego. Y no había abierto la boca. Cretinos. Él mismo era un bocazas y un cretino, de la quilla a la perilla. Y sin embargo, aun consciente de todo eso, notaba que hablar de aquello, incluso hablar a secas, con Tánger delante y escuchando, le sentaba bien.
– Ahora -dijo un momento después- la navegación romántica con la que uno soñaba de chico va quedando reducida a esos pequeños barcos de pabellón raro que todavía andan haciendo cabotaje por ahí, oxidados, el nombre repintado encima del anterior, con capitanes grasientos y mal pagados… Yo anduve en uno, recién titulado segundo piloto, porque no encontraba trabajo en otro: se llamaba “Otago”, y pocas veces navegué tan a gusto como entonces. Ni siquiera en los barcos de la Zoeline… Pero eso lo supe después.
Ella dijo que tal vez porque en esa época Coy era joven. Y él meditó un momento y luego se mostró de acuerdo. Si, admitió, era probable que entonces fuera feliz porque era joven. Pero con las banderas de conveniencia, los capitanes funcionarios y los armadores para quienes un barco no se diferenciaba gran cosa de un camión tráiler, todo se había ido al carajo. Algunos barcos iban tan cortos de tripulación que necesitaban a bordo gente de tierra para amarrar. Filipinos e hindúes eran ahora tripulantes de élite, y capitanes rusos hasta arriba de vodka partían sus petroleros un poco por aquí y por allá. La única posibilidad de que el mar siguiera pareciéndose al mar era un velero. Así todavía se trataba de él y de ti. Pero de un velero ya no se podía vivir, añadió. Ahí estaba como ejemplo el Piloto.