La navaja, seguía obsesionado mientras golpeaba una y otra vez, con sistema y eficacia, en silencio. Ahora sonaba a gloria: tump y chof, y también plaf. Y Kiskoros, incapaz de tenerse en pie ante la arremetida, resbalaba apoyado en la pared, buscándose con desesperación el bolsillo. Pero Coy le conocía la querencia, así que se apartó un poco, tomó impulso, y la patada que asestó al argentino en el brazo hizo que éste soltase, por primera vez, un prolongado aullido de dolor; igual que un perro al que le pisaran el rabo. Entonces lo agarró por las solapas de la chaqueta y tiró de él con mucha violencia, haciéndolo cruzar la calzada en dirección a la arena de la playa. Tiraba y se detenía a golpearlo y tiraba otra vez; y el otro emitía una serie de gruñidos sordos, agónicos, debatiéndose para encaminar la mano al bolsillo; y en cada ocasión Coy golpeaba de nuevo. Aquella noche feliz no necesitaba espinacas. Ahora sí eres mío, pensaba atropelladamente, con aquella extraña lucidez que solía conservar en mitad del arrebato y la violencia. Ahora te tengo enterito, y no hay árbitro, ni testigos, ni policías, ni nadie que me diga lo que debo o no debo hacer. Ahora voy a machacarte hasta que seas una pulpa de mierda y las costillas rotas se te claven dentro y los dientes partidos te los tragues de seis en seis, y no te quede resuello ni para silbar un tango.
Semejante a un toro que buscase la barrera para tumbarse, Kiskoros apenas se debatía ya. Tenía la pajarita en la oreja. La navaja, que por fin logró sacar del bolsillo, había resbalado de sus dedos torpes y estaba en la arena después que Coy la alejara de un puntapié. La luz de las farolas cercanas daba densidad a la llovizna que seguía cayendo sobre ellos mientras, a patadas, Coy hacia rodar al argentino rebozado de arena húmeda hasta el borde del agua. Tump. Ay. Tump. Ay. Los últimos golpes se los dio cuando el otro ya chapoteaba en la orilla, gimiendo dolorido, en un intento por mantener la boca fuera del agua. Tump. Se metió en ella hasta los tobillos para sacudirle una última patada que lo hizo rodar un metro más allá, zambulléndolo por completo en los reflejos amarillentos y el espejeo del chirimiri sobre el agua negra.
Volvió sobre sus pasos a sentarse en la arena, cerca de la orilla. La tensión de sus músculos empezaba a decaer mientras recobraba el aliento. Le dolían los tobillos de dar patadas, y todo el dorso de la mano derecha, hasta el antebrazo y el codo, parecía anudado en los tendones. Nunca en mi vida, se dijo, he inflado a nadie a palos tan a gusto. Nunca. Se frotaba los dedos para desentumecerlos, alzando la cara a fin de que la tenue lluvia le mojase la frente y los ojos cerrados. Así, inmóvil, respirando profundamente con la boca muy abierta, esperó a que disminuyese el galope que latía con violencia en su pecho. Escuchó un ruido ante él y abrió los ojos. Chorreante de agua que lo hacía relucir entre los reflejos, Kiskoros se arrastraba por la orilla. Coy se quedó sentado en la arena, observando sus esfuerzos. Podía oír la respiración entrecortada y los gruñidos opacos de bestia apaleada, el chapoteo torpe de manos y piernas incapaces de ponerse en pie.
Era bueno pelear, pensaba. Era como limpiar sentinas. Era estupendo para la circulación de la sangre y los jugos gástricos volcar en los puños toda la angustia, y el malhumor, y la desesperanza que lastraban el alma. Era casi terapéutico que la acción diese tregua por un rato al pensamiento, y que los impulsos atávicos de cuando el ser humano debía elegir entre la muerte o la supervivencia reclamasen su parte en el juego de la vida. Quizá por eso el mundo iba ahora como iba, reflexionó. Los hombres habían dejado de pelear porque estaba mal visto, y eso los estaba volviendo locos.
Seguía frotándose la mano dolorida. Su cólera iba desvaneciéndose. Hacía tiempo que no se encontraba tan a gusto, tan en paz consigo mismo. Vio que el argentino, a gatas, sacaba medio cuerpo fuera de la orilla y volvía a desplomarse con el agua de cintura para abajo. La luz amarillenta mostraba su pelo y bigote manchados de arena, que oscuros regueros de sangre enrojecían al correr por ella.
– Cabrón -dijo Kiskoros desde la orilla, sofocado, gimiendo como si le doliera cada letra.
– Anda y que te den por culo.
Se quedaron los dos en silencio. Coy sentado, mirando. El argentino boca abajo, respirando con dificultad, un gemido en voz baja de vez en cuando, al querer cambiar de postura. Por fin se arrastró hacia adelante con los codos, dejando un surco en la arena hasta que pudo sacar las piernas del agua. Parecía una tortuga a punto de desovar, y Coy seguía observándolo, desapasionado. Su cólera había desaparecido, o casi. No sabía muy bien qué hacer ahora.
– Sólo hago mi laburo -murmuró Kiskoros al cabo de un rato.
– El tuyo es un laburo peligroso.
– Me limitaba a vigilar.
– Pues vete a vigilar a la puta que te parió en la pampa.
Se levantó sin prisas, sacudiéndose la arena de los tejanos. Después fue hasta el argentino, que se incorporaba con mucha dificultad, y lo estuvo mirando un rato hasta que decidió sacudirle otro puñetazo, esta vez menos impulsivo y más funcional, tumbándolo de nuevo boca arriba. Pequeño, mojado, tumefacto y rebozado en arena, Kiskoros parecía una croqueta patética. Se inclinó sobre él, oyendo su respiración -miles de pitos silbándole en los pulmones- y lo registró minuciosamente. Llevaba un teléfono móvil, un paquete de tabaco empapado, y las llaves del coche de alquiler. Tiró al mar las llaves y el teléfono. La cartera era grande y estaba llena de dinero y papeles. Fue bajo la luz de la farola más cercana, a echar un vistazo: un documento de identidad español con la foto y el nombre de Horacio Kiskoros Parodi, tarjetas de visita ajenas, dinero español y británico, una tarjeta Visa y otra American Express. También la fotocopia en color de una página de revista, que desplegó con precaución pues ya había sido manoseada muchas veces, y estaba empapada de agua de mar. Bajo el titular: “Nuestros buzos tácticos humillan a Inglaterra”, una foto mostraba a varios infantes de marina ingleses brazos en alto, custodiados por tres soldados argentinos con la cara tiznada que les apuntaban con subfusiles. Uno de los tres era de pequeña estatura, con ojillos saltones de ranita y bigote inconfundible.
– Vaya, lo había olvidado. El héroe de Malvinas.
Metió el documento de identidad y las tarjetas en la cartera, añadió el recorte, se guardó el dinero y tiró la cartera encima de Kiskoros.
– Cuéntame cosas, anda.
– No tengo nada que decir.
– ¿Qué quiere Palermo?… ¿Está por aquí cerca?
– No tengo nada que…
Se interrumpió cuando Coy le asestó otro puñetazo en la cara. Lo hizo desapasionadamente, casi con desgana, y se quedó viendo cómo el argentino, tapándose el rostro con las manos, se retorcía como una lombriz de tierra. Luego fue a sentarse otra vez en la arena, sin dejar de observarlo. Nunca se había ensañado con nadie de aquel modo, y le asombraba no sentir compasión; pero sabía quién era el hombre que estaba en el suelo, no podía olvidar a “Zas” envenenado sobre la alfombra, y estaba al tanto de la suerte que mujeres como Tánger habían corrido en manos del suboficial Horacio Kiskoros y compañía. Así que aquel fulano podía hacer un canuto con su recorte de Malvinas y metérselo cuidadosamente en el ojete.