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Mucho después, a oscuras, la lluvia repiqueteando arriba, en cubierta, Tánger giró hasta quedar de costado, el rostro hundido en el hueco del hombro de Coy, una mano entre los muslos de él. Sentía éste, adormecido, el cuerpo desnudo pegado al suyo, la mano de mujer cálida y quieta sobre su carne exhausta, aún mojada, que olía a ella. Habían encajado el uno en el otro como si durante sus vidas respectivas y anteriores no hubiesen hecho otra cosa que buscarse. Era bueno sentirse bienvenido, pensó; y no simplemente tolerado. Era buena aquella complicidad inmediata, instintiva, que no necesitaba palabras que justificasen lo inevitable. Aquel recorrer cada uno la parte que le correspondía del camino, sin falsos pudores. Aquella adivinación del ven aquí no pronunciado; aquel duelo estrecho, cerrado, jadeante, intenso, cuya naturalidad casi había rozado esa noche los malos tratos, de igual a igual, sin necesidad de pretextos, ni de justificar nada. Sin pasar la factura, sin equívocos, sin condiciones. Sin adornos ni remordimientos. Era bueno que al fin hubiera ocurrido todo aquello, exactamente como debía ocurrir.

– Si algo ocurre -dijo ella de pronto- no me dejes morir sola.

Se quedó quieto, los ojos abiertos en la oscuridad. De pronto el rumor de la lluvia parecía siniestro. Su estado de soñolienta felicidad quedó en suspenso, y todo fue agridulce de nuevo. Sentía la respiración de la mujer en el hueco de su hombro: lenta y caliente.

– No hables de eso -murmuró.

Sintió que ella movía la cabeza, grave.

– Tengo miedo de morir a oscuras y sola.

– Eso no va a ocurrir.

– Eso siempre ocurre.

La mano seguía inmóvil entre los muslos de Coy, la cara en el hueco del hombro, sus labios le susurraban contra la piel. Él sintió frío. Giró a un lado la cara, hundiéndola en el pelo todavía mojado de la mujer. No podía ver su rostro, pero supo que en ese momento era el mismo que en la foto del marco de plata. Todas las mujeres, sabía ahora, tuvieron ese rostro alguna vez.

– Estás viva -dijo-. Siento latir tu pulso contra mí. Tienes carne, y sangre que corre por ella. Eres hermosa y estás viva.

– Un día ya no estaré aquí.

– Pero todavía estás.

La sintió moverse más estrechamente. Acercar la boca a su oído.

– Jura… que no me dejarás… morir sola.

Lo dijo muy despacio, y su voz era un susurro. Coy estuvo un rato inmóvil, los ojos cerrados, escuchando la lluvia. Después asintió con la cabeza.

– No te dejaré morir sola.

– Júralo.

– Te lo juro.

Sintió que el cuerpo desnudo se le ponía encima a horcajadas; los muslos abiertos sobre sus caderas, el roce de los pechos y la boca buscando la suya. Entonces una lágrima caliente y gruesa le cayó desde arriba, en la cara. Abrió los ojos sorprendido, para encontrarse frente a un rostro hecho de sombras. Y mientras besaba, confuso, los labios entreabiertos y húmedos, advirtió que por ellos se deslizaba otra vez, tenue como un suspiro, aquella larga, dolorosa queja de hembra herida.

XIII. EL MAESTRO CARTÓGRAFO

No es aún lo peor errar

en los accidentes del mar.

Otros yerran por los malos

documentos que se siguen.

Jorge Juan.

“Compendio de navegación

para guardiamarinas”

El “Dei Gloria” no estaba allí. Coy fue adquiriendo esa convicción poco a poco, a medida que la cuadrícula trazada sobre la carta iba quedando cubierta sin encontrar nada. Con sondas entre los sesenta y los veinte metros, la Pathfinder había trazado ya casi todo el relieve de las dos millas cuadradas donde debían encontrarse los restos del bergantín. Los días pasaban y eran cada vez más calurosos y tranquilos, y el “Carpanta” navegaba a dos nudos, con el runrún de su motor de gasóleo, por un mar plano y luminoso como la superficie de un espejo, bordo al norte y bordo al sur con precisión geométrica, con tomas de posición continuas por satélite, mientras el haz de la sonda barría el relieve bajo la quilla, y Tánger, Coy y el Piloto se relevaban empapados en sudor ante la pantalla de cristal líquido. Los símbolos de fondo, naranja suave, naranja oscuro, rojo pálido, se iban sucediendo con exasperante monotonía: fango, arena, algas, cascajo, piedras. Habían cubierto sesenta y siete de las setenta y cuatro franjas previstas, y realizado catorce inmersiones para reconocer ecos sospechosos, sin hallar el menor indicio de los restos de un barco sumergido. Ahora la esperanza se desvanecía con las últimas horas de búsqueda. Nadie pronunciaba en voz alta el veredicto fatídico; pero Coy y el Piloto se dirigían largas miradas, y Tánger, obstinadamente inmóvil ante la sonda, parecía cada vez más hosca y silenciosa. La palabra que flotaba en el aire era fracaso.

La víspera del último día fondearon con treinta metros de cadena en siete metros de agua, entre la punta y la isla de la Cueva de los Lobos. Cuando el Piloto paró el motor y la proa del “Carpanta” borneó despacio en torno al ancla para apuntar sin demasiada convicción a poniente, el sol se ocultaba tras las cortaduras de la sierra parda, iluminando en tonos dorados y rojizos las matas de tomillo, los palmitos y las chumberas. Al pie de las rocas el mar estaba casi quieto, agitándose con suavidad en las piedras cercanas y en la arena escasa que blanqueaba entre macizos de algas.

– No está ahí -dijo Coy en voz baja.

No habló para nadie en concreto. El Piloto terminaba de aferrar la vela mayor en la botavara y Tánger se hallaba sentada en los peldaños de popa, los pies dentro del agua, mirando el mar.

– Tiene que estar -respondió ella.

Mantenía la mirada inmóvil en el mismo sitio, la cuadrícula imaginaria que habían navegado sin apenas descanso durante dos semanas. Llevaba una camiseta de Coy que le venía grande, cubriéndole hasta el arranque de los muslos, y movía los pies despacio, chapoteando suavemente como los niños que juegan en una orilla.

– Todo esto es absurdo -comentó Coy.

El Piloto había bajado a la camareta, y por un portillo abierto llegaban los ruidos que hacía preparando la cena. Cuando subió de nuevo a cubierta para abrir el cofre de la bombona de butano y conectar el gas de la cocina, su mirada grave encontró la de Coy. Es asunto tuyo, marinero.