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– Tiene que estar -repitió Tánger de pronto.

Seguía como antes, agitando los pies en el agua. Coy estuvo un poco más apoyado en la bitácora, buscando algo adecuado que decir, o que hacer. Como no se le ocurría nada, fue en busca de una máscara de buceo y se tiró al mar desde la proa, para comprobar el fondeo. El agua estaba limpia, tibia y agradable; y la luz decreciente permitía seguir la línea de la cadena extendida sobre el fondo de arena, con algunas piedras. El ancla, una CQR de veinticinco kilos, estaba en posición correcta, libre de algas que pudieran hacerla garrear si refrescaba el viento durante la noche. Bajó un poco a fin de verla bien, y luego ascendió despacio para regresar al velero nadando de espaldas con sólo el movimiento de las piernas, sin prisa, disfrutando del agua. Deseaba retrasar lo más posible el momento de encontrarse otra vez con Tánger cara a cara.

Una vez a bordo se frotó con una toalla, contemplando la costa que ya enrojecía del todo con el sol poniente, prolongada en arco hacia el este: la ruta del mármol, de las legiones romanas y de los dioses. Esta vez, sin embargo, la vista no le causó placer alguno. Puso a secar la toalla y bajó por el tambucho, sentándose en los últimos peldaños de la escala. El Piloto trajinaba con las cacerolas en la cocina, preparando una fuente de macarrones, y Tánger estaba sentada en la camareta, con las cartas náuticas desplegadas sobre la mesa principal.

– No hay error posible -aseguró ella, antes de que Coy dijera nada.

Tenía su lápiz en la mano e indicaba las coordenadas de latitud y longitud sobre las diferentes cartas, marcando millas en las escalas laterales para transportarlas con el compás de puntas sobre el rectángulo cuadriculado de la zona, como le había enseñado a hacer él.

– Tú mismo revisaste los cálculos -añadió-. Enfilaciones a Mazarrón, al cabezo de las Víboras, a Punta Percheles, al cabo Tiñoso -se inclinaba muy seria mostrándole los resultados, igual que una estudiante que pretendiera convencer al profesor-… 37º 32’ al norte del ecuador y 4º 51’ al este de Cádiz en las cartas esféricas de Urrutia, corresponden a 37º 32’ de latitud norte y lo 21’ de longitud oeste respecto al meridiano de Greenwich… ¿Lo ves?

Coy hizo como que revisaba los números. Había realizado aquellas operaciones tantas veces que se las sabía de memoria. Las cartas estaban llenas de anotaciones de su puño y letra.

– Las tablas de corrección pueden estar equivocadas…

– No lo están -ella movía enérgica la cabeza-. Ya te dije que provienen de las “Aplicaciones de Cartografía Histórica” de Néstor Perona. Ahí, hasta el error de diecisiete minutos de longitud de Cádiz respecto a Greenwich que tenían las cartas de Urrutia está corregido. Son precisas en cada minuto y cada segundo… Gracias a ellas se encontraron hace dos años el “Caridad” y el “Sao Rico”.

– La posición dada por el pilotín pudo estar confundida. Con las prisas, tal vez alguien cometió un error.

– No. Eso no puede ser -Tánger seguía negando con la reticencia de quien oye lo que no desea oír-. Todo era demasiado exacto. El pilotín hablaba incluso de la cercanía del cabo, al nordeste… ¿Recuerdas?

Miraron al mismo tiempo por el portillo abierto en la banda de estribor, hacia la mole rojiza que se perfilaba al extremo del arco de costa, más allá de la bahía de Mazarrón y el cabo Falcó. “Teniendo ya avistado el cabo”, había declarado el pilotín, según el informe.

– También puede ocurrir -añadió Tánger- que el “Dei Gloria” esté muy enterrado en la arena, y hayamos pasado sobre él sin detectarlo…

Era posible, opinó Coy. Aunque poco probable. En ese caso, explicó, la sonda habría señalado al menos diferentes densidades en la estructura del fondo. Pero todo el tiempo había estado indicando capas de arena y fango de hasta dos metros; y ésa era mucha profundidad para no detectar nada.

– Algo tendría que haber ahí -concluyó- aunque sólo fuese el metal de los cañones. Diez cañones juntos son una masa de hierro importante… Y a esos diez hay que añadir, aunque quedaran dispersos por la explosión, los doce del corsario.

Tánger tamborileaba con el lápiz sobre la carta. La otra mano la tenía en la boca, royéndose la uña del dedo pulgar. Su frente tenía ahora arrugas como cicatrices. Coy alargó una mano para tocarle el cuello, en la esperanza de borrar aquel ceño; pero ella permaneció insensible a la caricia, pendiente de las cartas que tenía delante. Los planos del bergantín y del jabeque también estaban a la vista, sujetos con cinta adhesiva a uno de los mamparos de la camareta. Incluso habían calculado sobre las cartas el área de dispersión de los cañones del corsario, considerando la explosión, la deriva y la distancia al fondo.

– El pilotín -sugirió Coy, retirando la mano- pudo mentir.

Tánger volvió a negar con la cabeza, y las marcas de su frente se hicieron más pronunciadas.

– Demasiado joven para urdir un engaño de ese calibre. Habló del cabo cercano, de la costa a un par de millas… Y llevaba en el bolsillo, anotados a lápiz, los datos de latitud y longitud.

– Pues no se me ocurre nada… Salvo que no sea Cádiz el meridiano.

Tánger le dirigió una ojeada sombría.

– También he pensado en eso -dijo-. Es lo primero que hice, entre otras cosas porque en “El tesoro de Rackham el Rojo”, Tintín y el capitán Haddock cometen un error parecido, al confundir la longitud de París con la de Greenwich…

A veces, pensaba Coy escuchándola, me pregunto si no estará tomándome el pelo. O si todo esto no es más que una peripecia infantil imaginada en un libro de historietas. Porque no es serio. O no lo parece. O no lo parecería, rectificó, de no andar de por medio ese enano argentino con su navaja, pegado a nuestras sombras, y el dálmata de su jefe. El sueño de una niña que jugaba a buscar barcos hundidos. Con tesoros, y con malvados.

– Pero nosotros conocemos bien todos los meridianos usados en la época -dijo-. Tenemos la posición suministrada por el pilotín, y podemos confirmarla en la carta, incluso con el sitio donde fue recogido tras el naufragio… No puede tratarse de Hierro, ni de París ni de Greenwich.

– Claro que no -ella señalaba la escala en la parte superior de una de las cartas-. La longitud es respecto a Cádiz, sin la menor duda: con ella todo coincide. El meridiano cero de nuestra búsqueda es el castillo de los Guardiamarinas: ya lo era en 1767 y lo siguió siendo hasta 1798. Longitud antigua desde Cádiz al naufragio: 4º 51’ este. Longitud actual, una vez corregida: 5º 12’ este. Correspondencia con Greenwich: 1º 21’ oeste. Ningún otro meridiano puede situar en el Urrutia y en las cartas modernas el “Dei Gloria” de modo tan perfecto.

– Todo eso está muy bien. De modo perfecto, dices. Pero nos falta lo más importante: el barco.

– Algo hemos hecho mal.

– Eso es evidente. Ahora dime qué.

Ella había tirado el lápiz sobre la mesa. Se incorporaba, mirando la carta. Coy observó sus pies descalzos sobre las tablas del suelo, los muslos largos y moteados bajo la camiseta que se adaptaba a las formas de su pecho. Volvió a acariciarle el cuello y esta vez ella se recostó un poco contra él. Su cuerpo firme, tibio olía levemente a sudor, y a sal.

– No lo sé -dijo, pensativa-. Pero si hay error, lo hemos cometido nosotros. Tú y yo… Si mañana terminamos la búsqueda sin resultados, habrá que empezar de nuevo.

– ¿Cómo?

– No lo sé. Por la aplicación de las correcciones cartográficas, supongo. Un error de medio minuto significa ya media milla. Y aunque las tablas de Perona son muy exactas, nuestros cálculos pueden, en cambio, no serlo. Bastaría una pequeña imprecisión en la latitud y longitud del pilotín; diez segundos o un par de décimas de minuto inapreciables con los sistemas de posicionamiento de entonces, pero decisivas al trasladarlo todo a la carta… Quizá el bergantín esté una milla más al sur, o más al este. Tal vez nos hayamos equivocado al reducir tanto el área de búsqueda.