Coy suspiró todo lo hondo que pudo. Aquello era razonable, pero significaba empezar de nuevo. De cualquier modo, también suponía seguir junto a ella. Rodeó la cintura de la mujer con los brazos; se había vuelto hacia él y lo miraba muy de cerca, interrogante, la boca entreabierta. Tiene miedo, comprendió él, resistiendo la tentación de besarla. Tiene miedo de que el Piloto o yo digamos basta.
– No disponemos de una eternidad -dijo-. El tiempo puede empeorar de nuevo… Hasta ahora hemos tenido suerte con la guardia civil, pero pueden empezar a incordiarnos cualquier día. Preguntas y más preguntas. Y después está Nino Palermo, y su gente -indicó al Piloto, que despejaba la mesa para poner el mantel haciendo como que no escuchaba la conversación-… También hay que pagarle a él.
– No me agobies -se había soltado despacio, con suavidad, de las manos que enlazaban su cintura-. Necesito pensar, Coy. Necesito pensar.
Sonreía un poco, distante, embarazada; como si pretendiera dulcificar el gesto. De pronto volvía a estar a millas de distancia, y Coy sintió deslizarse por sus venas una tristeza oscura. El vacío en los ojos azul marino se intensificó cuando éstos volvieron al portillo abierto sobre el mar.
– Y sin embargo está ahí, en alguna parte -murmuró ella.
Se apoyaba en el portillo con ambas manos, inclinada hacia afuera, dando la espalda a Coy. Éste se pasó una mano por la cara mal afeitada, palpando su propia desolación. De pronto ella parecía de nuevo aislada, sola, egoísta. Volvía a la nube donde todos estaban excluidos, y él nada podía hacer para cambiar las cosas.
– Sé que está abajo, cerca -añadió Tánger en voz muy baja-. Esperándome.
Coy no dijo nada. Sentía una ira sorda, impotente. La de un animal debatiéndose en una trampa. Y supo que aquella noche la pasaría despierto en la oscuridad, junto al muro infranqueable de una espalda silenciosa.
Y ahora es cuando estoy a punto de aparecer yo, aunque brevemente, en esta historia. O cuando, para ser exactos, nos acercamos a la parte más o menos decisiva que tuve en la resolución -por calificarla de algún modo- del enigma sobre el naufragio del “Dei Gloria”. En realidad, como tal vez haya advertido algún lector perspicaz, soy yo mismo quien durante este tiempo ha estado contándoles todo esto: el capitán Marlowe de la novela, si admiten la comparación; con la reserva de que hasta ahora no creí necesario salir de la cómoda voz que utilicé, casi siempre, en tercera persona. Son, dicen, las reglas del arte. Pero alguien apuntó una vez que los relatos, como los enigmas y como la vida misma, son sobres cerrados que contienen otros sobres cerrados en su interior. Además, la historia del barco perdido, de Coy, el marino desterrado del mar, y de Tánger, la mujer que lo devolvió a él, me sedujo desde el momento en que los conocí. Ya no ocurren apenas, que yo sepa, historias como ésa; y mucha menos es la gente que las cuenta, aunque sea adornándolas un poco igual que los antiguos cartógrafos decoraban las zonas blancas todavía inexploradas. Y tal vez no las cuentan porque ya no existen verandas rodeadas de buganvillas donde oscurece despacio mientras los camareros malayos sirven ginebra -Bombay azul zafiro, naturalmente- y en una mecedora un viejo capitán desgrana su narración envuelto en humo de pipa. Hace tiempo que las verandas y los camareros malayos y las mecedoras, e incluso la ginebra azul son propiedad de los operadores turísticos; y además no está permitido fumar, ni en pipa ni en ninguna otra maldita cosa. Resulta difícil, por tanto, sustraerse a la tentación de jugar a las viejas historias, contadas como siempre se contaron. Así que, al hilo del asunto, ha llegado el momento de que abramos el penúltimo envoltorio: el que me trae, modestamente, a primer término. Sin esa voz narrativa, compréndanlo, no habría aroma clásico. Así que sólo diremos, a modo de inmediato preludio, que el velero que aquella tarde cruzó la bocana del puerto de Cartagena era un barco derrotado; tanto como si en vez de regresar de unas millas al sudoeste volviera trasquilado, tras ir por lana, del encuentro real con un corsario que lo hubiera despojado de ilusiones. En la mesa de cartas, la cuadrícula sobre la carta náutica 4631 estaba llena de inútiles crucecitas, igual que un cartón de bingo usado, decepcionante e inservible. En aquella arribada se habló poco a bordo del “Carpanta”. Sus tripulantes aferraron en silencio las velas, al pairo frente a las superestructuras oxidadas del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, y después se dirigieron a motor hacia uno de los pantalanes del puerto deportivo. Bajaron juntos a tierra, balanceándose por la falta de costumbre al pisar en firme, pasaron junto al “Felix von Luckner”, el portacontenedores belga de la Zeeland Ship que se disponía a largar amarras en el muelle comercial, y empezaron por el Valencia y el Taibilla, siguieron con el Gran Bar, el bar Sol y la taberna del Macho, y terminaron el viacrucis tres horas más tarde en La Obrera, una pequeña tasca portuaria situada en un ángulo detrás del ayuntamiento viejo. Aquella noche parecieron, recordaría Coy más tarde, tres camaradas; tres marineros que bajaran a tierra después de un largo y azaroso viaje. Y bebieron hasta que se les enturbió la mirada: una y otra y otra más, qué se debe, la penúltima, al unísono y sin complejos. El alcohol distanciaba las cosas, las palabras y los gestos. De modo que Coy, consciente de ello, asistía a la velada, incluido el propio espectáculo, con una perversa curiosidad que era asombrada y culpable a la vez. También fue aquélla la primera y la última vez que vio beber mucho a Tánger, y hacerlo de un modo deliberado; intenso. Sonreía como si de pronto el “Dei Gloria” fuese un mal sueño dejado atrás, y apoyaba la cabeza en el hombro de Coy. Bebió lo mismo que él, ginebra azul con hielo y un poco de tónica, mientras el Piloto los acompañaba con sólidos latigazos de coñac Fundador entibiados por vasos de cerveza. El Piloto contaba historias breves e incoherentes de puertos y de barcos, con aquel tono serio y la voz muy lenta y cuidadosa que ponía cuando el alcohol le volvía insegura la lengua, y entornaba los ojos que relucían divertidos, pícaros, amistosos. A veces Tánger reía y lo besaba, y el Piloto, cortado, siempre tranquilo, agachaba un poco la cabeza, o miraba a Coy y sonreía de nuevo, los codos sobre la desvencijada mesa de formica. Se lo veía a gusto; y a Coy, también: acariciaba la cintura tensa de Tánger, la esbelta curva de su espalda, sintiendo el cuerpo de la mujer recostado contra el suyo, sus labios en la oreja y en el cuello. Todo habría podido acabar allí, y no era mal final para un fracaso. Porque todo era grotesco y lógico al mismo tiempo, decidió. No habían hallado el bergantín, y sin embargo era la primera vez que los tres reían juntos sin rebozo, sin problemas, desatados y ruidosos. Aquello parecía exactamente una liberación; y con ese estado de ánimo bebieron todo el rato como si interpretaran papeles sobre sí mismos, conscientes del ritual tópico que las circunstancias exigían.
– Por la tortuga -dijo Tánger.
Alzó su vaso, tocando el de Coy, y vació lo que quedaba de un trago, con el hielo enfriándole los labios que luego posó largamente en los suyos. La habían avistado camino de Cartagena, por la tarde, una milla al sur de la isla de las Palomas: un chapoteo en el agua, a lo lejos. Tánger preguntó qué era aquello, y Coy echó un vistazo con los prismáticos: una tortuga marina debatiéndose atrapada en una red de pesca. Habían puesto proa hacia ella, observando los esfuerzos del animal por liberarse; la malla envolvía el caparazón y las aletas ensangrentadas, estrangulando la cabeza que se esforzaba por alzarse fuera del agua, al borde de la asfixia. Era raro encontrar tortugas en esas aguas, y su misma situación indicaba bien por qué. La red era una de aquellas interminables, caladas por todas partes en el Mediterráneo: cientos y cientos de metros sostenidos por bidones de plástico a modo de flotadores, laberintos mortales donde caía todo animal vivo. La tortuga no podría liberarse nunca; las fuerzas le fallaban y se crispaban, agónicos, los párpados arrugados sobre sus ojos saltones. Aunque saliera de la red, su agotamiento y las heridas la sentenciaban a muerte. Pero a Coy le dio igual. Antes de que nadie dijese una palabra, se había arrojado al mar con el cuchillo del Piloto en la mano, ciego de ira, y cortaba con feroces tajos la red en torno al animal. Acuchillaba la malla con furia, como si tuviese enfrente a un enemigo al que odiara con toda su alma; aspiraba aire y se zambullía para cortar más abajo entre el agua que la sangre volvía rosada, y al emerger veía muy cerca un ojo desorbitado del animal, mirándolo con fijeza. Cortó cuanto pudo, rugiendo de ira al sacar la cabeza para respirar antes de sumergirse de nuevo y destrozar el máximo posible de red. E incluso cuando la tortuga quedó por fin libre y derivó despacio, agitando débilmente las aletas, siguió cortando mallas hasta que el brazo dejó de responderle y no pudo más. Entonces nadó hacia el “Carpanta”, tras echar un último vistazo a la tortuga, cuyo ojo agonizante seguía mirándolo mientras se alejaba. No tendría muchas oportunidades, exhausta y con aquella sangre que tarde o temprano atraería a alguna tintorera voraz. Pero al menos sería un final en mar abierto, acorde con su mundo y su especie; no una muerte miserable, estrangulada entre una madeja de cuerdas trenzadas por la mano del hombre.