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En La Obrera pidieron más ginebra, más coñac y más cerveza, y Tánger seguía recostando la cabeza en el hombro de Coy. Musitaba en voz baja una canción y de vez en cuando se interrumpía, alzaba el rostro, y él buscaba sus labios fríos de hielo y perfumados de ginebra para entibiarlos con los suyos. Nadie mencionaba el “Dei Gloria”, y todo resultaba canónico; lo exigido por las circunstancias y por los personajes que ellos, excepto tal vez el Piloto -o quizá también éste sin ser consciente-, interpretaban en aquella versión actualizada del viejo asunto. Habían vivido esa escena cien veces antes, y era tranquilizador perder la partida en tiempos en que los hombres estaban educados para ver esfumarse cierta clase de éxitos. En la barra, ante el tabernero que Coy recordaba allí de toda la vida con su delantal y su colilla en la boca, borrachines de nariz roja, clientes habituales de brazos flacos y tatuados vaciaban vasos de vino y copas de coñac volviéndose de vez en cuando hacia su mesa para sonreírles, cómplices. Eran antiguos conocidos del Piloto; y de vez en cuando el tabernero servía una ronda a cuenta de los tres de la mesa. A tu salud, Piloto, y la compañía. A la tuya, Ginés. A la tuya, Gramola. A la tuya, Jaqueta. Todo era perfecto y Coy sentía paz, y se recreaba en su propio personaje, y sólo faltaba, lamentó, el piano; con Lauren Bacall mirando de soslayo mientras cantaba con esa voz ronca, algo velada, que en versión original subtitulada a veces se parecía a la de Tánger. O viceversa. Luego, llegados a cierto punto, el alcohol se encargaría de teñir las imágenes en blanco y negro. Porque después de tantas novelas, tantas películas y tantas canciones, ya ni siquiera había borrachos inocentes. Y Coy se preguntó, envidiándolo, qué debía de sentir el hombre que por primera vez salió a la caza de una ballena, un tesoro o una mujer sin haberlo leído antes en ningún libro.

Se despidieron en la muralla. Habían dejado el barco limpio y arranchado, y esa noche el Piloto iba a pasarla en su casa del barrio pescador de Santa Lucía. Se quedaron viéndolo irse con paso inseguro entre las palmeras y los grandes magnolios, y luego miraron abajo, al puerto, donde más allá del club náutico y el restaurante Mare Nostrum, el “Felix van Luckner” largaba amarras con toda la cubierta iluminada y sus luces en el agua negra del muelle. Había soltado el largo de popa, y Coy repitió mentalmente las órdenes que el práctico estaría dando en ese momento desde el alerón. Timón todo a estribor. Avante poca. Alto. Timón a la vía. Atrás media. Largad a proa. Tánger estaba a su lado, observando también la maniobra del barco, y de pronto dijo quiero darme una ducha, Coy. Quiero desnudarme y tomar una ducha muy caliente, con todo lleno de vapor como si fuera niebla de alta mar. Y quiero que tú estés entre esa niebla, y que no me hables de barcos, ni de naufragios, ni de nada. Esta noche he bebido tanto que sólo quiero abrazar a un héroe rudo y silencioso; a alguien que regrese de Troya y cuya piel y cuya boca sepan a humo de ciudades quemadas y a sal. Dijo eso y se lo quedó mirando del modo en que lo miraba a veces, callada y muy seria y atenta, como si acechase algo en él. Lo miró de ese modo, con el hierro pavonado de sus ojos que la ginebra diluía en azul marino muy brillante, casi líquido; y entreabría la boca como si el hielo de todos los vasos bebidos se la hubiera enfriado tanto que necesitase durante horas la boca de Coy para entibiarla. Entonces él se tocó la nariz y sonrió igual que solía hacerlo, con aquel gesto tímido que le aniñaba el rostro y suavizaba sus rasgos duros, su nariz demasiado grande y las facciones toscas, casi siempre mal afeitadas. Héroe rudo y silencioso, había dicho ella. En aquella particular isla de los caballeros y los escuderos, ninguno había pronunciado las palabras mágicas. Sólo, te mentiré y te traicionaré. Pero ni siquiera en ese contexto de mentir o traicionar nadie había dicho te amo, todavía. Aunque en ese instante preciso, con el mundo oscilante alrededor y el alcohol deslizándose a cada latido por sus venas, él estuvo a punto de ser vulgar y hacerlo. Tenía incluso abierta la boca para pronunciar las palabras impronunciables. Pero ella, como si lo intuyera, puso sus dedos sobre los labios de Coy. Lo hizo acercándose mucho, el azul líquido de sus ojos centelleante y oscuro al mismo tiempo, y él sonrió de nuevo, resignado, mientras besaba aquellos dedos. Después inspiró hondo, del mismo modo que si se dispusiera a sumergirse en el mar, y miró alrededor durante cinco segundos antes de cogerla de la mano y cruzar la calle en línea recta hacia la puerta del hostal Cartago, una estrella, habitaciones con baño y vistas al puerto. Tarifas especiales para oficiales de la marina mercante.

Aquella noche, entre azulejos blancos y espeso vapor de agua, llovió en las orillas de Troya mientras zarpaban las naves. Era, en efecto, una bruma tibia, gris o hecha de grises, donde todos los colores quedaban subordinados a esa mansa lluvia cayendo sobre una playa desierta en la que podían observarse vestigios del desenlace: un casco de bronce olvidado, el fragmento de una espada rota y semienterrada en la arena, cenizas que el viento traía desde la ciudad quemada, invisible en la escena pero que se adivinaba próxima, todavía humeante, mientras las últimas naves aqueas izaban sus velas húmedas, alejándose en la distancia. Era el “nostos” de los héroes homéricos: el retorno y la soledad de los últimos guerreros que regresaban a casa tras la batalla, para ser asesinados por los amantes de sus mujeres o perderse en el mar, víctimas de la cólera y el capricho de los dioses. Y entre aquella niebla caliente, el cuerpo desnudo de Tánger buscaba el de Coy, el agua jabonosa a la altura de los muslos, reluciente de humedad la piel moteada y tersa. Lo buscaba con determinación silenciosa y una intensa fijeza en la mirada, acorralándolo literalmente contra el borde de la bañera. Y allí recostado, el agua caliente en la cintura y la lluvia cálida sobre su cabeza, corriéndole por la cara y los hombros, Coy la vio erguirse despacio, alzarse sobre él y descender luego decidida, lenta, milímetro a milímetro, sin dejarle otra escapatoria que la huida hacia adelante entre sus muslos profundos, el abrazo intenso, desesperado, al filo de la lucidez que se escapaba con su entrega y su derrota. Nunca, hasta esa noche, se había sentido Coy violado por mujer alguna. Nunca tan minuciosa y deliberadamente puesto al margen. Porque no soy yo, razonaba con los últimos restos de aquel naufragio donde se le desvanecía el pensamiento. No es a mí a quien abraza, ni es a nadie a quien pueda asignársele un rostro, una voz, una boca. No es por mí por quien otras veces gemía larga y dolorida, ni es a mí a quien ahora imagina; sino al héroe rudo, masculino y silencioso que antes reclamaba con voz ronca. Al sueño que ella, todas ellas, llevan en la piel y en el vientre desde que el mundo existe: el que puso simiente en sus entrañas y luego embarcó rumbo a Troya en naves negras. El hombre cuya sombra ni siquiera los cínicos sacerdotes, los pálidos poetas, los razonables hombres de la paz y la palabra que acechan junto al tapiz inacabado consiguieron nunca borrar del todo.