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Todavía era de noche cuando Coy despertó, y ella no estaba a su lado. Había soñado con una oquedad negra, el vientre de un caballo de madera, y con compañeros cubiertos de bronce que se deslizaban sigilosos, espada en mano, en el corazón de una ciudad dormida. Se incorporó, inquieto, para ver la silueta de Tánger recortada en la penumbra de la ventana, sobre las luces de la muralla y el puerto. Fumaba un cigarrillo. Estaba de espaldas y no pudo verla, pero sentía el olor del tabaco. Se levantó, desnudo, y fue a su lado. Ella se había puesto la camisa de Coy, sin abotonarla pese al fresco de la noche que entraba por la ventana abierta. Al cuello relucía la cadena de plata con la chapa de soldado.

– Creí que dormías -dijo ella, sin volverse.

– Desperté y no estabas.

Tánger no dijo nada más, y él permaneció quieto, mirándola. Expulsaba el humo muy despacio, tras retenerlo en cada inspiración. La brasa, al avivarse, iluminaba en rojo sus uñas roídas y romas. Coy le puso una mano en un hombro y ella la tocó de modo ausente, distraído, antes de chupar de nuevo el cigarrillo.

– ¿Qué habrá sido de la tortuga? -preguntó al cabo de un rato.

Coy encogió los hombros.

– A estas horas habrá muerto.

– A lo mejor no. Puede que haya sobrevivido.

– Quizás.

– ¿Quizás?… -lo observó un instante, de soslayo-. A veces hay finales felices, Coy.

– Claro. A veces. Resérvame uno.

Se quedó callada de nuevo. Miraba otra vez al pie de la muralla: el hueco dejado en el muelle por el barco de la Zeeland Ship.

– ¿Ya tienes respuesta para el problema del caballero y el escudero? -preguntó al fin en voz muy baja.

– No hay respuesta para eso.

Ella rió en tono muy quedo, o pareció hacerlo. Coy no podía estar seguro.

– Te equivocas -dijo-. Siempre hay una respuesta para todo.

– Pues dime qué vamos a hacer ahora.

Tardó en contestar. Parecía tan lejos de allí como el pecio del “Dei Gloria”. El cigarrillo se había consumido, y se inclinó para apagarlo en el alféizar de la ventana, con mucho cuidado, deshaciendo hasta la última partícula de la brasa. Luego lo dejó caer a la calle.

– ¿Hacer? -inclinaba la cabeza a un lado, como si meditara sobre esa palabra-… Lo que hemos hecho todo el tiempo, naturalmente. Seguir buscando.

– ¿Dónde?

– Otra vez en tierra firme. Los barcos hundidos no siempre se encuentran en el mar.

Y de ese modo los vi aparecer al día siguiente en mi despacho de la universidad de Murcia. Era uno de esos días muy luminosos que solemos tener por allí, con grandes paralelogramos de sol dorando las piedras del claustro entre la reverberación de los cristales y el agua de las fuentes. Me había puesto las gafas de sol para ir al bar de la esquina a tomar un café, y al regreso, en mangas de camisa y la chaqueta al hombro, encontré a Tánger Soto esperándome en la puerta: rubia, guapa, la holgada falda azul, las pecas. Al principio la tomé por una alumna de las que en esas fechas vienen a pedirme que las ayude a preparar su tesis. Luego me fijé en el tipo que estaba con ella: cerca pero manteniéndose un poco a distancia; supongo que saben a qué me refiero si a estas alturas conocen un poco a Coy. Entonces ella, que llevaba un bolso de piel colgado del hombro y un cilindro protector de cartón bajo el brazo, se presentó y sacó del bolso un ejemplar de mi libro “Aplicaciones de Cartografía Histórica”; y yo pude identificarla como la joven de la que en alguna ocasión me había hablado mi querida amiga y colega Luisa Martín-Merás, jefe de cartografía del Museo Naval de Madrid, describiéndola como lista, introvertida y eficiente. Incluso, recordé, habíamos mantenido algunas conversaciones telefónicas sobre correcciones en el “Atlas” de Urrutia y documentos históricos archivados en la universidad.

Los invité a pasar, ignorando el gesto hosco de los alumnos que esperaban en el pasillo. Eran fechas de exámenes, y los trabajos por corregir se amontonaban sobre mi mesa, en la leonera que tengo por despacho. Retiré libros de las sillas, a fin de que pudieran sentarse, y escuché su historia. Para ser más preciso, la escuché a ella, que fue quien habló casi todo el tiempo; y también escuché la parte de historia que en aquel momento tuvo a bien contarme. Venían desde Cartagena, a sólo media hora de coche por la autovía, y el asunto podía resumirse en un barco hundido, una documentación que posibilitaba su localización, unos infructuosos tanteos previos y unas coordenadas exactas de latitud y longitud que, por algún motivo, resultaban inexactas. Lo de siempre. Porque debo decir que estoy acostumbrado a consultas de ese tipo. Aunque por motivos personales firmo mis trabajos y libros con el mismo nombre y modesto título que figura en mi tarjeta de visita bajo el anagrama, familiar a mi oficio, de la T dentro de la O -”Néstor Perona, maestro cartógrafo”- ejerzo la cátedra de Cartografía de la universidad de Murcia desde hace mucho tiempo, mis publicaciones significan algo en el mundo científico, y con cierta asiduidad debo atender dudas y problemas planteados por instituciones o particulares. No deja de ser curioso que, en un tiempo en que la cartografía ha experimentado la mayor revolución en su historia, con la fotografía aérea, los mapas por satélite y la aplicación de la electrónica y la informática, alejándose de los rudimentarios primeros mapas trazados por exploradores y navegantes, los estudiosos se vean en la necesidad, cada vez mayor, de que alguien mantenga el frágil cordón umbilical que une la modernidad con las épocas pretéritas de la ciencia, que a fin de cuentas no es más que el mito probado. El problema se daba ya en los siglos XV y XVI, cuando los entonces progresistas cartógrafos flamencos tuvieron que esforzarse por conciliar las indicaciones contradictorias de los autores de la antigüedad con los nuevos descubrimientos de los navegantes portugueses y españoles; y se repitió en sucesivas generaciones. De ese modo ahora, sin gente como yo -disculparán esta pequeña vanidad, quizá legítima- el mundo antiguo se perdería de vista y muchas cosas dejarían de tener sentido a la fría luz del neón de la ciencia moderna. Por eso, cada vez que alguien necesita mirar atrás y entender lo que ve, acude a mí. A los clásicos. Naturalmente, recibo consultas de historiadores, bibliotecarios, arqueólogos, hidrógrafos, y también de buscadores de naufragios y de tesoros en general. Quizá recuerden el hallazgo del galeón “Sao Rico” frente a Cozumel, la búsqueda del arca de Noé en el monte Ararat, o aquel famoso reportaje para televisión del “National Geographic” sobre la localización del “Virgen de la Caridad ” frente a Santoña, en el golfo de Vizcaya, y el rescate de dieciocho de sus cuarenta cañones de bronce: esos tres episodios -aunque lo del arca terminó en grotesco fracaso- fueron posibles gracias a las tablas de corrección desarrolladas por mi equipo de colaboradores de la universidad de Murcia. E incluso otro viejo conocido de esta historia, Nino Palermo, me hizo en cierta ocasión el dudoso honor de unas consultas, aunque luego la cosa no llegase más lejos, cuando andaba tras la pista, creo, de 80.000 ducados que se hundieron con una galera española en 1562, frente a la torre de Vélez Málaga. En fin. Para más detalles, remito a mis publicaciones en la revista “Cartographica” y a varios de mis libros: las ya citadas “Aplicaciones”, por ejemplo; o el estudio de las loxodrómicas -”loxos” y “dromos”, ustedes ya saben- en “Los enigmas de proyección Mercator”. También pueden consultar mi trabajo sobre los 21 mapas del atlas inacabado de Pedro de Esquivel y Diego de Guevara, o las biografías del padre Ricci (Li Mateu: “El Tolomeo de China”) y de Tofiño (“El hidrógrafo del rey”), el “Catálogo Hidrográfico Antiguo” que hice en colaboración con Luisa Martín-Merás y Belén Rivera, o las monografías “Cartógrafos jesuitas en el mar”, y “Cartógrafos jesuitas en Oriente”. Todo eso lo he escrito desde un despacho, naturalmente. Ciertas cosas, como los sueños juveniles, han de visitarse en persona sólo cuando se tienen pocos años. En la madurez, las postales y el vídeo se imponen a los sentidos; y uno se encuentra en Venecia no en el esplendor, sino en la humedad.