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– Era un bergantín procedente de la costa andaluza. Rumbo nordeste.

– ¿Bandera española?

– Sí.

– ¿Quién era su armador?

Vi que dudaba. Y si todo hubiera quedado ahí, yo no habría seguido preguntando y los habría despedido con toda esa cortesía a la que antes me referí. No se puede venir a exprimir a un maestro cartógrafo a cambio de una cara bonita, y encima esconder con una mano lo que parece mostrarse con la otra. Ella tuvo que leer ese pensamiento en mi cara, porque empezó a abrir la boca para decir algo. Pero fue Coy, desde su silla, quien pronunció las palabras adecuadas:

– Era un barco jesuita.

Lo observé con afecto. Era buen chico, aquel marino. Supongo que ése fue el momento preciso en que me ganó para su causa. Miré a la mujer. Asentía con una sonrisa leve, enigmática, a medio camino entre la disculpa y la complicidad. Sólo las mujeres hermosas se atreven a sonreír de ese modo cuando has estado a punto de pillarlas en un renuncio.

– Jesuita -repetí.

Luego moví la cabeza de arriba abajo un par de veces, paladeando la información. Aquello era bueno. Era incluso estupendo; y uno, imagino, se hace cartógrafo para disfrutar momentos como ése. Tomándome mi tiempo, contemplé con mucha atención la carta desplegada sobre la mesa, consciente de la doble mirada fija en mí. Conté mentalmente medio minuto.

– Invítenme a comer -dije por fin, al llegar a treinta-. Creo que acabo de ganarme un buen vino y una estupenda comida.

Los llevé a la Pequeña Taberna, un restaurante de cocina huertana que está detrás del arco de San Juan, cerca del río. Lo hice recreándome en la suerte, como los toreros que no tienen prisa, y disfruté de su expectación dosificándoles la cosa con cuentagotas: aperitivo, una botella de Marqués de Riscal gran reserva más que razonable, pisto murciano, sangre frita con cebolla, verduras a la plancha. Ellos apenas probaron bocado, pero yo hice honor al lugar y a la mesa.

– Ese barco -dije una vez transcurrido el tiempo adecuado- no pueden encontrarlo en los 37º 32’ de latitud y los 1º 21’ de longitud este de Cádiz, por la simple razón de que ahí no ha estado nunca.

Pedí más pisto. Estaba delicioso, y apetecía al verlo sobre el mostrador, expuesto en enormes lebrillos de barro. También apetecía ver la cara que ponían ellos a medida que les desgranaba la historia.

– Los jesuitas tenían una larga tradición cartográfica -proseguí, mojando pan en la salsa-. El propio Urrutia contó con su ayuda técnica para el levantamiento de sus cartas esféricas… Al fin y al cabo, la tradición científicohidrográfica de la Iglesia viene de antiguo: la primera cita de un instrumento náutico se encuentra en los Hechos de los Apóstoles: ‘“Y echando la sonda, hallaron veinte brazas”’.

Aquel toque erudito no les hizo mucha mella; se impacientaban, claro. Sin pretender ocultarlo él, que tenía las manos inmóviles a cada lado del plato y me miraba con cara de estar pensando cuándo dejará de dar rodeos este imbécil. Ella escuchaba con una calma aparente que me atrevo a calificar de profesionaclass="underline" valía para eso, sin duda. Apenas mostraba indicios de nada que no fuese una atención extrema, como si cada una de mis vaguedades fuese oro puro. Sabía manejar a los hombres. Más tarde supe hasta qué punto.

– El caso es -proseguí, entre dos bocados y dos tientos al gran reserva- que algunos de los más importantes cartógrafos pertenecieron a la Compañía de Jesús: Ricci, Martini, el padre Fournier, autor de la “Hydrographie…” Tenían sus sistemas, sus misiones en Asia, sus reducciones americanas, sus rutas propias, sus feudos de todo tipo. Sus barcos, capitanes y pilotos. Blasco Ibáñez los noveló como “La araña negra”, y en cierto sentido tenía razón.

Continué con la comida y los detalles, reservándome el golpe de efecto final. Los jesuitas, añadí, contaban con sus escuelas de cosmografía, cartografía y náutica. Sabían qué importantes eran los conocimientos geográficos exactos; y sus religiosos, desde los tiempos de Ignacio de Loyola, estaban encargados de recolectar en todos los viajes datos útiles para la Compañía. Hasta el marqués de la Ensenada -apunté con un espárrago triguero pinchado en el tenedor- les encomendó en tiempos de Felipe V un mapa moderno y detallado de España, que no se llegó a imprimir por la caída del ministro. También hablé de su estrecha relación con Jorge Juan y Antonio de Ulloa, los caballeros del Punto Fijo que midieron el grado de meridiano en el Perú. En materia científica, en suma, los jesuitas fueron perejil de todas las salsas. Con amigos y enemigos, naturalmente. Por eso tomaban precauciones. Yo mismo, en el curso de mis trabajos, había topado con documentos que a veces fue difícil y otras imposible interpretar. Aquellos tipos tenían toda una infraestructura dedicada a lo que hoy -sonreí- llamaríamos contraespionaje.

– ¿Quiere decir que usaban claves y lenguajes cifrados?…

– Sí, querida. Ese barco de ustedes navegaba dentro de un sistema de códigos internos y secretos. Como todos los de la Compañía, iba por el mundo con cartas que, como las de Urrutia y las otras, indicaban escalas de meridianos y paralelos necesarios para la navegación: Cádiz, Tenerife, París, Greenwich -bebí un sorbo de vino y asentí complacido; el camarero acababa de descorchar la segunda botella-… Pero había una particularidad. Recuerden que el meridiano es un concepto relativo, que sirve para situarse sobre un mapa que imita la superficie de la tierra mediante una proyección esférica… Hay ciento ochenta meridianos, que en principio son arbitrarios. El primero, que otros llaman meridiano cero, puede pasar por donde se quiera, pues no hay ni en el cielo ni en la tierra señal fija que obligue a contar desde él la longitud. Dada la figura de la tierra, todos los meridianos son aptos para ser considerados el principal, y cualquiera de ellos puede recibir tan señalado e ilustre nombre. Por eso, hasta que se adoptó Greenwich como referencia universal, cada país tuvo el suyo -bebí otro sorbo de vino y los miré, secándome los labios con la servilleta-… ¿Me siguen?

– Perfectamente -los ojos de hierro oscuro me observaban con extraordinaria fijeza, y no pude menos que seguir admirando aquella sangre fría-… Dicho en pocas palabras, que los jesuitas usaban su propio meridiano.

– Exacto. Sólo que yo detesto decir las cosas en pocas palabras.

Coy movía despacio la cabeza, sin decir nada: un gesto afirmativo muy lento y muy abatido. Vi que acercaba la mano a su vaso y ahora sí bebía un trago de vino. Un trago larguísimo.

– Entonces -dijo Tánger- las correcciones que hemos estado aplicando con sus tablas no deben hacerse respecto a Cádiz…

– Claro que no. Hay que hacerlas respecto al meridiano secreto que los jesuitas utilizaban en 1767 para calcular la longitud a bordo de sus barcos -hice otra pausa y los miré, sonriente-… ¿Ven adónde quiero llegar?

– Maldita sea -dijo Coy-. Suéltelo de una vez.

Le dirigí una mirada de afecto. Creo haberles dicho que cada vez me gustaba más aquel individuo.

– No me prive del placer del suspense, querido amigo. No me prive… El meridiano que ustedes buscan corresponde a los actuales 5º 40’ oeste de Greenwich. Y pasa exactamente por la escuela de cosmografía, geografía y navegación, y el observatorio astronómico que, hasta su expulsión en 1767, los jesuitas tuvieron en la que hoy es universidad Pontificia, antiguo Colegio Real de la Compañía de Jesús…

Hice una última pausa teatral, alehop, damas y caballeros, y saqué el conejo de la chistera. Un conejo blanco, lustroso, que masticaba con naturalidad una zanahoria.

– … A unos pocos metros -precisé- de la torre de la catedral de Salamanca.

Hubo un silencio de al menos cinco segundos. Primero se miraron entre ellos y luego Tánger dijo no puede ser. Lo dijo así, en voz baja: no puede ser, mirándome como si yo fuera un marciano. Lo suyo no sonaba a objeción, ni a incredulidad, sino a lamento. Soy una estúpida, en traducción libre.