Había pocos visitantes en el museo, más amplio y luminoso de lo que creía recordar. Un anciano estudiaba minuciosamente un gran mapa apaisado de Gibraltar, un matrimonio joven con aspecto extranjero miraba las vitrinas de la sala de los Descubrimientos, y un grupo de colegiales escuchaba las explicaciones de su profesor en la estancia del fondo, dedicada al rescate del galeón “San Diego”. La claridad cenital de las grandes lumbreras del techo iluminó a Coy mientras deambulaba por el patio central. De no obsesionarlo el recuerdo de la mujer que lo había llevado allí, habría disfrutado de veras con los modelos de navíos de línea y fragatas, completamente aparejados o en secciones de medio casco, que mostraban la compleja arquitectura interior de los buques; no había vuelto a verlos desde su última visita al museo, veinte años atrás, cuando se accedía al recinto por la calle Montalbán y él aún era estudiante de náutica. A pesar del tiempo transcurrido, reconoció en el acto y con placer su favorito de entonces: un navío dieciochesco de tres puentes y 150 cañones, de casi tres metros de eslora, conservado en una vitrina gigantesca; el modelo de un barco que no llegó a surcar los mares porque no se construyó nunca. Aquéllos eran marinos, se dijo como tantas otras veces se había dicho, estudiando la jarcia, el velamen y la arboladura del barco a escala, admirando las largas gavias por las que hombres duros y desesperados debían avanzar manteniendo el equilibrio sobre inestables marchapiés, aferrando la lona en mitad de temporales y de combates, con el viento y la metralla silbando y el mar implacable abajo, junto a la cubierta que oscilaba
bajo los palos. Por un momento Coy se dejó llevar junto al navío, abstraído en el ensueño de largas cazas al amanecer, entre dos luces, de velas fugitivas en el horizonte. Cuando no existían el radar, ni los satélites, ni la sonda electrónica, y los barcos eran cubiletes danzando en la boca del infierno, y el mar un peligro mortal; pero también, todavía, un refugio inexpugnable frente a todas las cosas, los problemas, las vidas ya vividas o por vivir, muertes pendientes o consumadas que se dejaban atrás, en tierra. ‹Llegamos demasiado tarde a un mundo demasiado viejo‹, había leído una vez en algún libro. Llegamos demasiado tarde, por supuesto. Llegamos a barcos y a puertos y a mares que son demasiado viejos, cuando los delfines moribundos huyen de la proa de los barcos, Conrad ha escrito veinte veces “La línea de sombra”, Long John Silver es una marca de whisky, y Moby Dick se ha convertido en la ballena buena de una película de dibujos animados.
Junto a la réplica a escala natural de un trozo de mástil del navío “Santa Ana”, Coy se cruzó con un oficial de marina: vestía uniforme impecable de la Armada, tenía buen aspecto, y lucía sobre las bocamangas la coca en el tercer galón dorado de capitán de fragata. El marino se fijó detenidamente en Coy, que le sostuvo la mirada hasta que el otro apartó la vista y sus pasos se alejaron hacia el fondo de la sala.
Luego transcurrieron veinte minutos. Al menos una vez cada minuto intentó concentrarse en las palabras que iba a pronunciar cuando ella apareciera, si es que lo hacía; y las veinte veces terminó bloqueado, entreabierta la boca como si de veras la tuviera delante, incapaz de hilvanar el arranque de una frase coherente. Estaba en la sala consagrada a la batalla de Trafalgar, bajo un óleo que representaba una escena de combate naval -el “Santa Ana” contra el “Royal Sovereign”-, y de improviso el hormigueo volvió a recorrerle el estómago, asestándole, y ésa era la palabra exacta, una acuciante necesidad de huir de allí. Pica el ancla, imbécil, se dijo; y con eso pareció despertar de un sueño y quiso salir despavorido escaleras abajo, para meter la cabeza bajo un grifo de agua fría y sacudirla hasta despejar la confusión que reinaba dentro. Maldita sea mi estampa, se increpó. Maldita sea mi estampa veinte veces pares. Señora Soto. Ni siquiera sé si vive con un hombre, o está casada.
Se volvió, retrocediendo indeciso. Sus ojos se detuvieron al azar en la inscripción de una vitrina: “Sable de abordaje que ciñó don Carlos de la Rocha en el combate de Trafalgar, siendo comandante del buque Antilla…” Entonces alzó la vista y vio a Tánger Soto a su espalda, reflejada en el cristal. La vio allí inmóvil, callada, sin haberla oído llegar, mirándolo con una expresión entre sorprendida y curiosa, lo mismo de irreal que la primera vez. Tan imprecisa como una sombra que estuviese encerrada en la vitrina, y no fuera de ella.
Coy no era un hombre sociable. Y ya dijimos que eso, junto con algunos libros y una visión precozmente lúcida de los ángulos oscuros del ser humano, lo había llevado desde muy temprano al mar. Sin embargo, ese punto de vista, o posición, no era del todo incompatible con cierto candor que a veces descollaba en sus actitudes, en su forma de quedarse quieto o silencioso mirando a los otros, en el modo algo torpe con que se desenvolvía en tierra firme, o en el punto sincero, desconcertado, casi tímido, que tenía su sonrisa. Había embarcado muy joven, empujado más por intuiciones que por certezas. Pero la vida no maniobra con la precisión de un buen buque, y las amarras fueron cayendo al mar poco a poco, enredándose a veces en las hélices, o arrastrando consecuencias. Respecto a eso, hubo mujeres, por supuesto. Y también hubo un par de ellas que llegaron más allá de la piel, hasta la carne y la sangre y la conciencia, realizando en el conjunto las operaciones físicas y químicas pertinentes, bálsamos analgésicos y destrozos de rigor. LPPI: Ley del Pago Puntual de su Importe. A esas alturas, aquel rastro era ya sólo eso: punzadas indoloras en la memoria del marino sin barco. Recuerdos precisos y también indiferentes, más parecidos a la melancolía de los años lejanos -habían transcurrido ocho o nueve desde la última mujer importante para Coy- que al sentimiento de verdadera pérdida material, o de ausencia. En el fondo, aquellas sombras sólo continuaban ancladas en su memoria porque pertenecían al tiempo en que para él todo estuvo en los inicios; cuando en su flamante chaqueta de paño azul y en las palas de las hombreras de sus camisas relucían galones nuevos, y pasaba largo rato admirándolos del mismo modo que admiraba el cuerpo de una mujer desnuda, y la vida era una carta náutica nueva y crujiente, con todos los avisos a la navegación actualizados, tersa superficie blanca aún no marcada por el lápiz y la goma de borrar. Cuando él mismo, ante la vista de la línea de tierra en el horizonte, experimentaba todavía, en ocasiones, el vago deseo de personas o cosas que esperaban allí. Lo otro, el dolor, la traición, los reproches, las noches interminables despierto junto a espaldas silenciosas, eran en ese tiempo sólo piedras sumergidas, bajos asesinos que acechaban su momento ineludible, sin que ninguna carta informase en recuadro aparte de la eventualidad de su presencia. Lo cierto es que no añoraba en concreto esas sombras de mujer, sino que se añoraba a sí mismo, o más bien al hombre que él mismo era entonces. Tal vez aquélla fuera la única razón por la que esas mujeres o esas sombras, últimos puertos conocidos en su vida, acudían a veces, muy difuminadas en el contorno de la memoria, a fantasmales citas al atardecer, cuando él daba largos paseos junto al mar, en Barcelona. Cuando remontaba el puente de madera del Puerto Viejo mientras el sol poniente enrojecía las alturas de Montjuic, la torre de Jaime I, los muelles y las pasarelas de embarque de la Trasmediterránea, y Coy buscaba en los antiguos muelles y norays las cicatrices dejadas sobre la piedra y el hierro por miles de estachas y cabos de acero, por barcos hundidos o desguazados hacía décadas. A veces pensaba en aquellas mujeres, o en su recuerdo, al caminar por fuera del centro comercial y los cines Maremagnum, entre otros hombres o mujeres solitarios, aislados, absortos en el atardecer, que dormitaban en los bancos o soñaban mirando el mar, con las gaviotas planeando sobre la popa de pesqueros que cruzaban por el agua roja bajo la torre del Reloj; junto a una viejísima goleta sin velas ni jarcia que Coy recordaba siempre en el mismo sitio, año tras año, con sus maderas agrietadas, descoloridas bajo el viento, el sol, la lluvia y el tiempo. Y que a menudo le hacía pensar que barcos y hombres deberían hundirse y desaparecer a su hora, en mar abierto, en vez de pudrirse amarrados a la tierra.