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Regresaron al “Dei Gloria” cuando pasó la borrasca, después que las últimas nubes se alejaran al amanecer dejando un rastro de arreboles rojos a barlovento. De nuevo el mar fue azul intenso, y el sol iluminó las casitas blancas de la costa llevando al viento de la mano en forma de suave brisa: a rolar a la buena, en palabras del Piloto. Y aquel mismo día, con luz vertical proyectando la sombra de Coy en la superficie del agua, éste volvió a zambullirse con una bibotella de aire comprimido a la espalda para descender a lo largo de la baliza -una de las grandes defensas laterales del “Carpanta”- que habían fijado con treinta metros de cabo y un nudo cada tres, al extremo de un ancla. Tocó fondo a poca distancia de la banda de babor, a la altura del combés, y nadó a lo largo del casco para comprobar que las marcas fijadas antes de la borrasca continuaban en su sitio. Después consultó el plano que traía dibujado con lápiz de cera en una tablilla de plástico, calculó las distancias con ayuda de una cinta métrica, y empezó a desescombrar el tambucho de popa, petrificado y recubierto de incrustaciones marinas. Con una palanca de hierro y una piqueta rompió las tablas podridas, que se deshicieron en una nube de suciedad. Trabajaba despacio, procurando no hacer esfuerzos que acelerasen su necesidad de aire. A veces se retiraba un poco para descansar mientras se posaban los sedimentos y recobraba visibilidad. De ese modo desmontó el tambucho, y cuando el agua se aclaró un poco pudo asomar la cabeza dentro, como había hecho el día anterior en la bodega del bulkcarrier. Esta vez metió con cuidado el brazo con la linterna e iluminó las revueltas entrañas del bergantín, donde peces desorientados por la luz nadaban enloquecidos buscando rutas de escape. La linterna devolvía el color natural, anulando la monotonía del verde de las profundidades; había anémonas, estrellas de mar, formaciones coralinas rojas y blancas, algas multicolores que se agitaban suavemente, y las escamas fugitivas de los peces cortaban el haz iguales a navajas de plata. Coy vio un taburete de madera en apariencia bien conservado, caído contra un mamparo y cubierto de verdín: podían distinguirse los adornos en espiral tallados en sus patas. Exactamente bajo el tambucho había algo que parecía una cuchara llena de adherencias, y junto a ella asomaba la parte inferior de un farol de petróleo con el latón cuajado de caracolillo, medio enterrado en un montoncito de arena que se había ido filtrando entre la tablazón podrida. Describiendo un arco con la linterna, Coy vio los restos de lo que parecía una alacena aplastados en un rincón; y entre una pila de tablas rotas pudo apreciar rollos de cabullería erizados de filamentos pardos, y objetos de metal y loza: picheles, jarras, un par de platos y botellas, recubierto todo por una finísima capa de sedimentos. Sin embargo, en otros aspectos el panorama no era tan alentador: los baos que sostenían la cubierta habían cedido en muchos sitios, y media cámara era un desorden de maderas y montones de arena que se había filtrado por el costillar roto. El haz de la linterna iluminaba huecos suficientes para moverse por el interior con muchas precauciones, siempre que no cedieran las cuadernas y baos que mantenían la estructura del casco. Era más prudente, resolvió, levantar cuanta tablazón de la toldilla fuese posible y actuar desde fuera, a cielo abierto, retirando el maderamen con ayuda de flotadores de aire que redujeran el esfuerzo. Eso haría más lento el trabajo; pero resultaba preferible a que el Piloto o él se vieran atrapados dentro, al menor descuido.

Se quitó con mucho cuidado la bibotella, pasándola hacia adelante sobre su cabeza; inspiró una buena bocanada de aire y la dejó en la cubierta, con la boquilla sujeta bajo los grifos. Después introdujo medio cuerpo por el tambucho, precavido en no engancharse con nada, y alumbrando con la linterna se acercó al farol semienterrado hasta que pudo alcanzarlo. Era muy ligero, y lo desprendió del fondo sin dificultad. En ese momento vio los ojos de un gran mero que lo observaba boquiabierto desde un agujero bajo un mamparo. Lo saludó agitando la mano, y luego retrocedió de espaldas y poco a poco hasta encontrarse de nuevo a la altura de la cubierta, atento a que no se le escapara ni un soplo del aire que necesitaría para vaciar la boquilla de la reductora y respirar de nuevo. Mordió la boquilla, sopló en la reductora burbujeante y aspiró aire fresco sin problemas; luego se pasó la bibotella a la espalda, cerrándose los atalajes. En su muñeca, el reloj Seiko sumergible del Piloto indicaba que había pasado 35 minutos allí abajo. Era hora de ascender, detenerse a la altura del nudo que marcaba los 3 metros y aguardar los 7 minutos requeridos por las tablas de descompresión. Así que dio cinco tirones sucesivos del cabo de kevlar que lo mantenía unido a una cornamusa del “Carpanta” y empezó a subir despacio con el farol en las manos, a menos velocidad que sus propias burbujas de aire, viendo clarear el agua de la penumbra verdosa al verde, y de éste al azul. Antes de llegar arriba se detuvo en la marca de los tres metros, agarrado al nudo del cabo, con la sombra negra del velero inmóvil sobre su cabeza, bajo la superficie cuyos reflejos parecían vidrio esmerilado. En ese momento el vidrio se rompió en la espuma de una zambullida, y Tánger, con gafas de buceo y los cabellos ondeando en el agua, bajó dando brazadas hasta Coy. Nadaba a su alrededor como una extraña sirena, y la luz que se filtraba desde arriba empalidecía su piel moteada, haciéndola parecer insólitamente desnuda y vulnerable. Le mostró el farol del “Dei Gloria”, y vio abrirse mucho sus ojos, maravillados, tras el cristal de la máscara.

Durante cuatro días, turnándose en inmersiones sucesivas, Coy y el Piloto levantaron parte de la cubierta del bergantín a la altura de la cámara. Desescombraban retirando la tablazón podrida de arriba abajo, rompiendo con palancas de hierro y piquetas, procurando no afectar la estructura de cuadernas y baos que mantenía la forma del casco bajo la toldilla. Para levantar las maderas grandes recurrían al principio de Arquímedes, procurando un volumen de aire equivalente al peso de cada objeto a levantar: una vez liberadas las maderas gruesas, usaban flotadores semejantes a paracaídas de plástico con cabos de nylon, que llenaban con el aire comprimido de botellas de reserva arriadas por la vertical del “Carpanta” con ayuda de un cabo. El trabajo resultaba lento y agotador; a veces la nube de sedimentos era muy espesa, e impedía la visibilidad hasta el extremo de que se veían obligados a descansar para que el agua aclarase de nuevo.

Había huesos humanos. Aparecían entre la tablazón del barco o semienterrados en la arena, a veces con fragmentos de lo que fueron sus cinturones o zapatos. Como el cráneo con un boquete en un parietal que Coy encontró bajo una fina capa de sedimentos, junto a una de las portas, y que volvió a enterrar en la arena, con un impulso de respeto atávico. Los tripulantes del “Dei Gloria” seguían allí, tripulando su barco hundido; y a veces, cuando se movía entre las maderas sombrías del bergantín con la única compañía de su respiración en la reductora de aire comprimido, Coy podía sentirlos próximos en la semioscuridad verde que lo rodeaba.