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Habían hablado de todo durante la última noche, a la luz de la mesa de cartas, después de izar a bordo con mucho cuidado el cofre de los jesuitas del “Dei Gloria”. Lo lavaron en agua dulce, y luego, con paciencia, instrumentos adecuados y varios manuales técnicos a mano, Tánger fue eliminando con disolventes químicos la capa exterior de incrustaciones calcáreas, en un barreño de plástico, mientras Coy y el Piloto la observaban con respeto reverencial, sin atreverse a abrir la boca. Por fin había aparecido una superficie de aglomerado de cristales con aristas rectas e indicios de formaciones hexagonales, todavía sin tallar y conservando las irregularidades originales, que a la luz de la cámara arrojaba suaves reflejos de un verde azulado, tan limpio y transparente como el agua.

Eran esmeraldas perfectas, había murmurado Tánger, fascinada, sin dejar de trabajar; secándose con el dorso de la mano el sudor que le pegaba el cabello a la frente. Tenía un ojo entornado y una lupa de joyero ante el otro: una lupa pequeña y estrecha, de diez aumentos, y se inclinaba sobre el bloque para observar su interior a tres centímetros de distancia mientras lo iluminaba con una potente linterna Maglite desde diversos ángulos. Verde traslúcido, Be3Al2SiF18 al pie de la letra, piedras ideales en color, brillo y limpieza. Había estudiado, leído, preguntado pacientemente durante meses para emitir ahora aquel dictamen en voz baja. Esmeraldas de veinte a treinta quilates en bruto sin jardines de impurezas, nítidas como gotas de aceite, que en manos de orfebres hábiles, una vez talladas en facetas de cuadriláteros u octógonos aprovechando las zonas de más bello color y refracción, se convertirían en joyas valiosas que las damas de la alta sociedad, las esposas o amantes de banqueros, millonarios, mafiosos rusos o jeques del petróleo, lucirían en pulseras, diademas y collares sin hacerse preguntas sobre su procedencia ni sobre el largo camino recorrido por aquellas singulares formaciones de sílice, alúmina, berilio, óxidos y agua, por las que los hombres habían matado y muerto siempre, y seguían haciéndolo. Tal vez, como mucho, entre ciertos escasos iniciados se correría la voz de que algunas de esas esmeraldas, las mejores, provenían de un naufragio documentado con dos siglos y medio de antigüedad; y entonces el precio de las mejores piezas, las más grandes y más bellamente talladas, se dispararía hasta límites de locura en los mercados clandestinos. En su mayor parte, aquellas piedras volverían a dormir un largo sueño en la oscuridad, esta vez dentro de cajas de seguridad de bancos de todo el mundo. Y alguien, en un discreto taller de una calle de Amberes, multiplicaría su fortuna.

Coy maniobró con brusquedad para evitar la lancha de prácticos que se acercaba por la banda de estribor, rumbo a uno de los petroleros que aguardaban frente a la refinería de Escombreras. Se había distraído un momento, y sintió desde la proa la mirada inquisitiva del Piloto. En realidad estaba pensando en Horacio Kiskoros. En su presencia, que intuía próxima. Y sobre todo pensaba en su jefe. Con las esmeraldas a bordo, estaba a punto de caer el telón sobre el último acto; y Coy se resistía a creer que Nino Palermo permitiese que las cosas acabaran así. Recordaba las advertencias del gibraltareño, su decisión de no quedar al margen del negocio. Y aquel fulano era de los que cumplían sus amenazas. Observó a Tánger, que acodada sobre el tambucho, inmóvil, miraba el lugar hacia el que se dirigían. No parecía preocupada, sino ausente; sumida en la grata realidad de su sueño verde. Pero Coy sentía una creciente inquietud; como cuando la mar está tranquila y el cielo limpio, pero una nube negra asoma en el horizonte y el viento sube de forma sospechosa su rumor en la jarcia. Estudió con aprensión el pequeño espigón gris del amarradero. Respecto a Palermo, la pregunta era cómo y cuándo.

El lebeche soplaba perpendicular al espigón, así que Coy se acercó en avante poca y algo a barlovento en dirección al extremo de éste, puso punto muerto a la distancia de tres esloras, y el ancla liberada por el Piloto cayó al agua con un chapuzón. Cuando la sintió agarrar al fondo, Coy aceleró un poco metiendo todo el timón a la banda de estribor, para que el “Carpanta” revirase sobre el ancla, popa al punto de amarre. Luego puso timón a la vía y marcha atrás, y mientras oía correr los eslabones del fondeo por la roldana de proa, retrocedió filando cadena hacia la punta del espigón. A media eslora de éste detuvo el motor, fue a popa, cogió el chicote de uno de los cabos atados a las cornamusas, y con él en una mano saltó a tierra para detener la suave inercia del “Carpanta” sobre el muelle. Después, mientras al otro extremo el Piloto cobraba un poco de cadena para dejar el barco en su sitio, hizo firme la amarra en uno de los bolardos -un pequeño y herrumbroso cañoncito antiguo hundido en el hormigón hasta los muñones- y luego llevó un segundo cabo al otro. El velero estaba ahora inmóvil, rodeado de los viejos cascos a medio desguazar y las superestructuras abandonadas. Tánger se había puesto en pie en la bañera, y cuando sus ojos encontraron los de Coy, éste los halló mortalmente serios.

– Se acabó -dijo él.

Ella no respondió. Miraba a lo lejos, hacia el otro extremo del espigón, y Coy se volvió en la misma dirección para echar un vistazo a su espalda. Y allí, sentado en los restos de un bote salvavidas hecho astillas, consultando el reloj como si alardeara de puntualidad en una cita minuciosamente programada, estaba Nino Palermo.

– Reconozco -dijo el cazador de naufragios- que han hecho un buen trabajo.

El sol acababa de ocultarse tras la ladera de San Julián, y en el cementerio de barcos se intensificaban las sombras. Palermo se había quitado la chaqueta, doblándola cuidadosamente sobre uno de los bancos rotos del bote salvavidas, y se remangaba con parsimonia los puños de la camisa, haciendo relucir el pesado reloj de su muñeca izquierda. Formaban un pequeño grupo de apariencia casi cordial, los cinco bajo el puente del viejo paquebote, conversando como buenos amigos. Y el número era cinco porque, aparte de Coy, Tánger, el Piloto y el propio Palermo, Horacio Kiskoros también estaba allí. En realidad su presencia resultaba decisiva, pues de no hallarse entre ellos era improbable que la conversación se deslizara, como en efecto ocurría, por cauces civilizados. Aunque quizá influyese el hecho de que, para la ocasión, Kiskoros sustituía su navaja por una bonita pistola cromada de cachas de nácar, cuyo aspecto habría sido inofensivo de no tener un agujero de cañón inquietantemente grande y orientado en dirección a los tripulantes del “Carpanta”. Sobre todo en la dirección de Coy, de cuyos arranques temperamentales Kiskoros y Palermo parecían conservar ingrato recuerdo.

– Nunca pensé que lo conseguirían -prosiguió Palermo-. De veras que… Vaya. Aficionados, ¿eh?… Pues ha sido algo bueno. Bien hecho, lo juro por Dios. Bien hecho.

Se mostraba sincero en su admiración. Movía la cabeza para subrayar las palabras, agitando la coleta gris, tintineante el oro que llevaba colgado al cuello; y a veces se volvía hacia Kiskoros, poniéndolo por testigo. Pequeño, engominado, pulquérrimo con su chaqueta ligera a cuadros y la pajarita, el argentino asentía a su jefe sin perder de vista a Coy por el rabillo del ojo.

– Encontrar ese barco -continuó el cazador de tesoros- tiene mucho mérito. Con los medios de que disponen, resulta… Vaya. La subestimé, señora. Y también aquí, al marinero -sonreía como un escualo rondando carnaza-. Yo mismo… Por Dios. Yo no lo habría hecho mejor.

Coy miró al Piloto. Los ojos plomizos permanecían atentos, con el fatalismo de quien sólo aguardaba señales adecuadas para actuar en uno u otro sentido: lanzarse contra aquellos tipos arriesgándose a recibir un balazo, o quedarse allí viéndolas venir, a la espera de que alguien decidiera algo. Tú das los naipes, decía aquella mirada. Pero Coy creía haber arrastrado ya a su amigo demasiado lejos; de modo que entornó despacio los párpados. Tranquilo. Vio que el Piloto los entornaba a su vez, y cuando se volvió a Kiskoros comprobó que éste los observaba alternativamente, y que el cañón de la pistola describía arcos paralelos a su gesto. El héroe de Malvinas, decidió Coy, no se chupaba el dedo.