– Me temo -concluyó Palermo- que Deadman.s Chest toma el mando de las operaciones.
Tánger lo estudiaba fija, impasible. Fría como un granizado de limón, comprobó Coy. El hierro de sus pupilas era más oscuro y duro que nunca. Se preguntó dónde tendría escondido el revólver. Lamentablemente, no encima. No en aquellos tejanos y aquella camiseta. Lástima.
– ¿Qué operaciones? -preguntó ella.
Coy la observó, admirado. Palermo levantaba un poco las manos, abarcando la escena, el barco. Casi parecía abarcar el mar.
– Las del rescate. Llevo dos días observándolos con prismáticos desde la costa… ¿Comprenden?… Y ahora somos socios.
– ¿Socios en qué?
– Vaya. En qué va a ser… Ese barco. Han hecho su parte… La han hecho de maravilla. Ahora… Por Dios. Esto es asunto de profesionales.
– No lo necesitamos para nada. Ya se lo dije.
– Me lo dijo, es verdad. Pero se equivoca. Sí que me necesitan. O estoy… Por Dios. O estoy dentro o le reviento el negocio a usted y a estos dos lobitos de mar.
– Ésa no es forma de asociarse.
– Comprendo su punto de vista. Y crea que lamento toda esta parafernalia pistolera. Pero su gorila… -indicó a Coy con el pulgar-. Bueno. Me juré que no me sorprendería por tercera vez. Tampoco Horacio tiene buenos recuerdos del caballero -se tocó maquinalmente la nariz, vueltos a Coy los ojos bicolores con una mezcla de rencor y de curiosidad-. Demasiado agresivo, ¿verdad?… Demasiado agresivo.
Kiskoros torcía el bigote en una mueca que goteaba vitriolo. Su rostro cetrino aún conservaba huellas del encuentro en la playa de Águilas, y tal vez por eso parecía menos ecuánime que su jefe. La pistola se movió significativamente en su mano, y Palermo sonrió al ver el gesto.
– Ya ves -otra vez la sonrisa de escualo-. Está deseando meterte un tiro en la barriga.
– Prefiero -sugirió Coy- que se lo meta a su puta madre.
– No seas grosero -el gibraltareño parecía de veras escandalizado-. Que Horacio te apunte con una pistola no te da derecho a insultarlo.
– Me refería a “su” puta madre. A la de usted.
– Vaya. Confieso que me dan ganas de pegarte el tiro yo mismo. Lo que pasa es que… Vaya. Eso hace ruido, ¿comprendes? -se diría que Palermo estaba sinceramente interesado en que Coy comprendiera-… El ruido es malo para mis negocios. Además, podría indisponer a la señora. Y estoy cansado de tantos dimes y diretes. Sólo quiero llegar a un arreglo. Que cada cual reciba su… ¿Estamos? Que todo acabe en paz -había cogido su chaqueta y con un gesto los invitaba a seguirlo-. Vamos a ponernos cómodos.
Caminó hacia el casco del bulkcarrier a medio desguazar, sin volverse a comprobar si lo seguían o no. Por su parte, Kiskoros se limitó a mover el cañón de la pistola, indicándoles la dirección adecuada. Así que Tánger, Coy y el Piloto echaron a andar en pos de Palermo. No llevaban las manos levantadas, ni la actitud del argentino era especialmente amenazadora; se diría un paseo amistoso. Pero cuando estaban al pie de la escala tendida desde el alcázar del barco, y Coy se detuvo un momento, titubeando, para mirar al Piloto, Kiskoros tardó sólo medio segundo en apoyarle la pistola en la sien.
– Procurá no morir joven -susurró muy bajito, con inflexiones de tango.
Cruzaron corredores húmedos y arruinados, con los cables colgando del techo y los mamparos a medio desmontar, y después bajaron entre el óxido de las varengas y los palmejares desnudos, por la escala de una bodega.
– Ahora vamos a tener una larga conversación -iba diciendo Palermo-. Pasaremos la noche de charla, y mañana podemos… Sí. Volver allí todos juntos. Tengo un barco con el equipo listo en Alicante. Deadman.s Chest a su servicio. Discreción absoluta. Eficacia garantizada -le dedicó a Coy una mueca burlona-. Por cierto: mi chófer espera allí, con el equipo. Te manda saludos.
– Volver ¿adónde? -preguntó Coy.
Palermo rió el chiste, canino.
– No hagas preguntas tontas.
Coy se quedó con la boca abierta, procesando aquello. Miraba a Tánger, que permanecía impasible.
– ¿Hay otra opción? -preguntó ella como si Palermo fuese un vendedor de enciclopedias a plazos. Su voz sonaba a -5º centígrados.
– Sí -repuso el otro mientras encendía una linterna-. Pero es más desagradable para ustedes… Cuidado con la cabeza. Eso es. Ponga los pies ahí, por favor. Así -su voz resonaba cada vez más abajo, en las oquedades del recinto metálico-. La opción es que Kiskoros puede encerrarlos aquí por tiempo indefinido…
Hizo una pausa mientras iluminaba los pies de Tánger para ayudarla a llegar al fondo de la bodega. Olía a herrumbre, y a suciedad mezclada con los remotos aromas de las mercancías que una vez había contenido aquel recinto: madera, grano, fruta podrida, sal.
– También -añadió- puede meterles una bala en la cabeza.
Una vez todos abajo, con Kiskoros y su pistola pendientes de los tres invitados, el cazador de tesoros utilizó su Dupont de oro para encender la mecha de un farol de petróleo que iluminó el recinto con un resplandor mezquino y rojizo. Entonces apagó la linterna, colgó la chaqueta de un gancho y guardó en el bolsillo el encendedor, antes de sonreír otra vez a la concurrencia.
– Apártense de la escalerilla. Todos al fondo, eso es… Instálense.
En ese momento Coy lo comprendió todo. No lo sabe, se dijo. Este tonto del culo y su enano todavía no saben que las esmeraldas ya están a bordo del “Carpanta”, y que esta payasada es innecesaria porque les basta ir y cogerlas. Miró de nuevo a Tánger, admirado de su sangre fría. Como mucho, se la veía molesta; igual que ante la ventanilla de un funcionario incompetente, en espera de resolver un trámite. Esto se acaba, pensó con amargura. No sé de qué maldita manera, pero se acaba. Y sigue admirándome la pasta de que está hecha esa tía.
– Ahora vamos a hablar un rato -dijo Palermo.
Coy vio que Tánger hacía un gesto insólito: miraba el reloj.
– No tengo tiempo de hablar -dijo ella.
El gibraltareño parecía cortado en seco. Por tres segundos estuvo mudo y con expresión atónita. Después sonrió forzadamente.
– Vaya -los dientes blancos destacaban a la luz grasienta del petróleo-. Pues me temo…
Se había quedado otra vez serio, de golpe, estudiándola como si la viese por primera vez. Luego observó a Kiskoros, al Piloto, y por fin se detuvo en Coy.
– No me digan que -murmuró-… No es posible.
Dio dos pasos sin rumbo por la bodega, puso una mano en la escala y miró hacia el estrecho rectángulo de claridad que se iba apagando arriba, en la escotilla.
– No es posible -repitió.
Se había vuelto otra vez a Tánger. La voz era tan rauca que no parecía suya.
– ¿Dónde están las esmeraldas?… ¿Dónde?
– Eso no le importa -dijo Tánger.
– Déjese de simplezas. ¿Ya las tienen?… ¡No me diga que ya las tienen!… Esto es… Por Dios.
El cazador de tesoros se echó a reír; y esta vez, en lugar de su risa habitual de perro cansado, lo hizo con una carcajada que atronó el hierro de los mamparos. Una risa admirada y estupefacta.
– Me quito el sombrero, palabra de honor. Y supongo que Horacio también se lo quita. Maldita sea mi estupidez… Les juro que… Vaya. Bien jugado -contemplaba a Tánger con intensa curiosidad-. Mis respetos, señora. Admirablemente bien jugado.
Había sacado un paquete de cigarrillos de la chaqueta y encendía uno. La llama de gas le dilataba más la pupila del ojo pardo que la del ojo verde. Era evidente que se concedía una pausa para reflexionar.
– Espero que no lo tomen a mal -concluyó-, pero nuestra sociedad acaba de ser disuelta.
Exhalaba el humo despacio, entornados los ojos, mirando al grupo como planteándose qué hacer con ellos. Y Coy comprendió, con una desolada resignación interior, que había llegado el momento. Que ése era el punto a partir del cual habría que tomar decisiones antes de que otros las tomasen por él; y que, incluso con decisiones propias o sin ellas, cabía la posibilidad de que unos minutos después él mismo estuviese boca arriba con un orificio en el pecho. En cualquier caso, eso no debía ocurrir sin que probara suerte, pidiendo otro naipe. Seis y media. Siete. Siete y media. LUC: Ley de la Última Carta. Hasta que el casco se parte contra las piedras o el agua invade la cubierta, uno sigue a bordo.