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– No se puede ganar siempre, compréndanlo -comentaba Palermo-. Incluso a veces no se gana nunca.

Coy cambió una mirada con el Piloto, y adivinó la misma decisión resignada. De acuerdo. Nos veremos en La Obrera para tomar unas cañas. En La Obrera, o en cualquier otro sitio. En cuanto a Tánger, a partir de ese punto ya nada podía hacer por ella, salvo facilitarle en la refriega el camino de la escala que llevaba a cubierta. Desde allí, cada uno nadaba solo. Al final ella tendría que apañárselas sin su mano en la oscuridad, cuando le llegara el turno. Porque él iba a largar amarras mucho antes. Lo iba a hacer ya mismo, secundado por el Piloto, a quien adivinaba tenso, listo para la pelea.

– Ni lo pienses -Palermo había adivinado su intención y cruzaba un vistazo precavido con Kiskoros.

Coy calculó la distancia que lo separaba del argentino. Sentía acelerársele el pulso y un vacío en el estómago: dos metros eran dos balazos, e ignoraba si con todo ese lastre en el cuerpo iba a poder llegar hasta él, y en qué condiciones estaría si lo lograba. En cuanto al Piloto, confiaba en que Palermo no llevase también un arma; pero llegado ese momento ni el Piloto ni Palermo serían ya cosa suya. Tánger lo había afirmado una vez junto al cadáver de “Zas”: todos morimos solos.

– Hemos perdido demasiado tiempo -dijo ella de pronto.

Para estupefacción de todos echó a andar hacia la escalerilla; como resuelta a abandonar una reunión social aburrida, haciendo caso omiso de la pistola y de Kiskoros. Palermo, que en ese momento se llevaba el cigarrillo a la boca para darle una chupada, se petrificó, el gesto a la mitad.

– ¿Está loca? No se da cuenta de que… ¡Espere!

Ella estaba ahora al pie de la escalerilla, apoyada en el pasamanos, y de veras parecía dispuesta a largarse por las buenas. Se había vuelto a medias, y miraba alrededor haciendo caso omiso de Palermo, como preguntándose si olvidaba algo.

– Quédese ahí o lo lamentará -dijo el gibraltareño.

– Déjeme en paz.

Palermo alzó la mano del cigarrillo, ordenándole a Kiskoros que mantuviese quieta su pistola. La cara del argentino era una máscara sombría a la luz de la llama de petróleo. Coy miró al Piloto y se dispuso a saltar. Dos metros, recordó. Quizá, gracias a ella, ahora pueda recorrer esos dos metros sin que me peguen un tiro.

– Le juro que… estaba diciendo Palermo.

De repente se quedó callado, y el cigarrillo se le cayó de la mano, entre los pies. Y Coy, que se disponía a saltar hacia adelante, sintió helársele el movimiento antes de iniciado. Porque la pistola de Kiskoros había descrito un semicírculo preciso, y ahora apuntaba a Palermo. Y éste balbució un par de sonidos confusos, algo así como qué mierda haces y qué cojones pasa, sin terminar de pronunciar ni una sola palabra, y luego se quedó observando estúpidamente el cigarrillo que le humeaba entre los pies, como si aquello fuese la explicación de algo, antes de levantar de nuevo los ojos hacia la pistola, dispuesto a confirmar que todo había sido un engaño de sus sentidos y que el arma seguía apuntando en dirección correcta; pero el agujero negro del cañón continuaba orientado hacia el estómago del cazador de tesoros, y éste miró a su alrededor, a Coy y al Piloto y por último a Tánger. Los miró uno por uno, tomándose su tiempo, igual que si cada vez aguardara a que alguien aclarase con detalle de

qué iba aquello. Por último volvió a Kiskoros.

– ¿Se puede saber qué coño estás haciendo?

El argentino permanecía impasible, siempre atildado y pulcro, inmóvil con el cromo y el nácar de su pistola en la mano derecha, la menuda silueta proyectada contra el mamparo por el farol. No tenía cara de malo, ni de traidor, ni de chalado, ni de nada en especial. Estaba allí como si tal cosa, muy modoso y tranquilo, con su pelo engominado y su mostacho, más enano, porteño y melancólico que nunca, frente a su jefe. O, según todos los indicios, a su ex jefe.

Palermo se había vuelto hacia los otros, pero esta vez se detuvo más tiempo en Tánger.

– Alguien… Por Dios. ¿Alguien puede explicarme lo que está pasando?

Coy se hacía la misma pregunta, mientras notaba un hueco extraño en el estómago. Tánger seguía al pie de la escalerilla, apoyada en el pasamanos. De pronto comprendió que no era una treta: estaba a punto de irse de verdad.

– Pasa- dijo ella muy lentamente- que es aquí donde nos despedimos todos.

El vacío en el interior de Coy se le extendió a las piernas. La sangre, si es que en ese momento le circulaba, debía de hacerlo tan despacio que habría sido incapaz de encontrarse el pulso. Sin darse cuenta de lo que hacía se fue agachando poco a poco, hasta quedar en cuclillas, la espalda apoyada en un mamparo.

– Me cago en la leche -maldijo Palermo.

Miraba a Kiskoros como si estuviera hipnotizado. La realidad acudía por fin de modo coherente a su cabeza. Y a medida que las piezas ensamblaban, su expresión iba desencajándose más y más.

– Trabajas para ella -dijo.

Parecía más atónito que indignado; como si el principal reproche a formular fuera su propia estupidez. Siempre silencioso e inmóvil, Kiskoros dejó que la pistola que seguía apuntando al gibraltareño confirmase la cuestión.

– ¿Desde cuándo? -quiso saber Palermo.

Se lo preguntó a Tánger, que bajo la luz rojiza del farol parecía a punto de esfumarse en las sombras. Coy la vio iniciar un gesto vago, como si la fecha en que el argentino había decidido cambiar de bando no tuviese importancia. Consultaba otra vez el reloj.

– Deme ocho horas -le dijo a Kiskoros, neutra.

El otro asintió, sin dejar de vigilar a Palermo; pero cuando el Piloto hizo un movimiento casual, la pistola se movió, apuntándole también. El marino miró a Coy, estupefacto, y éste se encogió de hombros. Para él, hacía rato que la línea que dividía cada bando estaba clara. Y, acuclillado en el rincón, pensó en sí mismo. Para su sorpresa, no sentía furia, ni amargura. Lo suyo era la materialización de una certeza muchas veces intuida y olvidada; igual a una corriente de agua fría que hubiera ido penetrando en su corazón y empezara a solidificarse en placas de escarcha. Todo había estado allí, comprendió. Todo estuvo claro desde el principio, en señales sobre la extraña carta náutica de las últimas semanas: sondas, perfiles de costa, bajos, escollos. Ella misma había suministrado cuanta información debió prevenirlo; pero él no supo, o no quiso interpretar los indicios. Ahora anochecía con la costa a sotavento, y nada iba a sacarlo de allí.

– Dime una cosa -seguía acuclillado contra el mamparo, ajeno a los otros, mirando a Tánger-. Dime sólo una cosa.

Lo planteaba con una serenidad de la que él mismo se sorprendió. Tánger, que ya hacía ademán de subir por la escalerilla, se detuvo, vuelta hacia él.

– Sólo una -concedió.

Quizá te deba al menos esa respuesta, apuntaba su gesto. He pagado de otras maneras, marinero. Pero puede que te deba eso. Luego subiré por la escala, y todo seguirá su curso, y estaremos en paz.

Coy señaló a Kiskoros.

– ¿Ya trabajaba para ti cuando mató a “Zas”?

Lo observó en silencio, fijamente. La luz de petróleo proyectaba trazos sombríos en la piel moteada. Se volvió hacia arriba, como si se dispusiera a subir por la escala sin responder; pero al fin pareció cambiar de idea:

– ¿Ya tienes la respuesta al problema de los caballeros y los escuderos?

– Sí -admitió él-. En la isla no hay caballeros. Todos mienten.

Tánger meditó un instante. Nunca la había visto sonreír de aquel modo tan extraño.

– Quizá llegaste a esa isla demasiado tarde.

Después subió por la escala y se perdió arriba, en las sombras. Y Coy supo que había vivido ya esa escena antes. Un rayo de sol y una gota de ámbar, recordó. Miró la pistola de Kiskoros, la expresión desolada de Palermo, la taciturna inmovilidad del Piloto, antes de recostar la cabeza contra el mamparo de hierro. Ahora su certeza y su soledad eran tan intensas que parecían perfectas. Tal vez, reflexionó, después de todo, él estaba en un error, y no eran tan evidentes los límites entre caballeros y escuderos. Tal vez, a su manera, ella había estado todo el tiempo susurrándole la verdad.