– Decí.
Sin dejar de mirarlo, Coy apoyó de nuevo la cabeza en el mamparo.
– Partimos del hecho -dijo- de que Tánger no te necesita ya. Tu misión, jugar el doble juego, controlar a Palermo, convencerme a mí de que ella estaba desvalida y en peligro, concluye esta noche, reteniéndonos mientras se va. Ya nada puede obtener de ti. Y ¿qué crees que hace?… ¿Cómo va a irse con un bloque de esmeraldas?… En los aeropuertos miran el equipaje de mano con rayos X, y no puede arriesgarse a facturar esa fortuna tan frágil en una maleta. Un coche de alquiler deja pistas peligrosas. Un tren significa fronteras y molestos transbordos… ¿Se te ocurre alguna alternativa?
Se quedó callado, aguardando una respuesta. Decir todo aquello en voz alta le hacía experimentar un extraño alivio; como si compartiese la vergüenza y la hiel que sentía reventarle dentro. Esta noche hay para todos, pensó. Para tu jefe. Para el pobre Piloto. Para mí. Y tú no vas a irte de rositas, subnormal.
Pero la conclusión vino de Palermo antes que de Kiskoros. El gibraltareño acababa de darse una palmada en el muslo:
– Claro. Un barco… ¡Un maldito barco!
– Exacto.
– Rediós. Vaya tía lista.
– Ésa es mi chica.
De pie junto a la escala, aturdido, Kiskoros intentaba digerir el asunto. Sus ojillos de batracio iban del uno al otro, oscilando entre el desdén, la suspicacia y la duda razonable.
– Son demasiadas suposiciones -opuso por fin-. Te creés muy inteligente, pero todo lo basás en conjeturas: no hay nada que confirme ese quilombo… No hay pruebas. No hay un dato preciso al que atenerse.
– Te equivocas. Sí lo hay -Coy miró su reloj: estaba parado. Se volvió al Piloto, que seguía inmóvil y atento en su rincón-. ¿Qué hora es?
– Las once y media.
Observó a Kiskoros con mucha guasa. Reía entre dientes al hacerlo; y al argentino, ignorante de que en realidad Coy se estaba riendo de sí mismo, no pareció gustarle aquella risa. Había dejado de manosear el seguro y ahora le apuntaba a él.
– A la una de la madrugada -informó Coy- zarpa el carguero “Felix von Luckner” de la Zeeland Ship. Bandera belga. Dos viajes al mes entre Cartagena y Amberes, con carga de cítricos, creo. Admite pasaje.
– Joder -murmuró Palermo.
– Antes de una semana -Coy no le quitaba ojo a Kiskoros-, ella venderá las esmeraldas en cierto lugar de la Rubenstrasse que puede confirmar tu antiguo jefe -invitó a Palermo con un movimiento de cabeza-… Dígaselo.
– Es verdad -admitió el otro.
– Ya ves -Coy volvió a reír de aquel modo desagradable-. Igual tiene el detalle de mandarte una postal.
Esta vez Kiskoros acusó el golpe. Su nuez bajaba y subía en la confusión de retorcidas lealtades. También los canallas, pensó Coy, tienen su corazoncito.
– Ella nunca habló de eso -Kiskoros miraba fijo, como si lo culpara-. Íbamos…
– Claro que no te habló -Palermo intentaba encender el cigarrillo que tenía en la boca-. Cretino.
Kiskoros se iba abajo por momentos.
– Teníamos un coche alquilado -murmuró, confuso.
– Pues ya puedes -sugirió Palermo- devolver las llaves.
Su mechero no funcionaba, así que el cazador de tesoros se incorporó para inclinarse sobre la llama del farol de petróleo con el cigarrillo en la boca. Parecía divertido con aquella espléndida broma en la que cada cual había tenido lo suyo.
– Ella nunca… -empezó a decir Kiskoros.
Tal vez lleguemos a tiempo, pensó Coy mientras trepaban por la escala y el aire de la noche le refrescaba la cara. Había muchas estrellas, y las siluetas de los barcos desguazados tenían una apariencia fantasmal, recortadas en las luces del puerto. Abajo, en el suelo de la bodega, el argentino ya no se quejaba. Había dejado de hacerlo cuando Palermo terminó de darle patadas en la cabeza, y la sangre que le salía a borbotones por la nariz chamuscada se mezclaba con la herrumbre del suelo, o chisporroteaba al mojar su ropa humeante. Se debatía al pie de la escala con la chaqueta ardiendo, dando alaridos, después que Nino Palermo, inclinado para encender el cigarrillo, lanzara contra él de improviso el faroclass="underline" un arco de llamas que surcó con un zumbido la penumbra de la bodega, pasó por delante de Coy y le acertó a Kiskoros en el pecho, justo cuando estaba diciendo eso de ella nunca. Y nunca supieron lo que ella nunca habría hecho o dicho, porque en ese instante el petróleo del farol se le derramó encima, haciéndole soltar la pistola cuando una llamarada prendió en su ropa y le cubrió la cara. Un momento después Coy y el Piloto estaban de pie; pero Palermo, mucho más rápido, ya se había agachado, haciéndose con la pistola. Se quedaron así los tres, mirándose unos a otros sin pestañear mientras Kiskoros se retorcía en el suelo, entre fogonazos, pegando unos gritos que helaban la sangre. Al fin Coy cogió la chaqueta de Palermo y apagó las llamas dándole golpes con ella antes de echársela por encima. Al retirarla, Kiskoros humeaba hecho una piltrafa: en vez de pelo y bigote tenía rastrojos chamuscados, decía ay, ay, y en los intervalos emitía un ruido sordo, como si hiciera gárgaras con aguarrás. Entonces fue cuando Palermo le dio todas aquellas patadas en la cabeza de un modo sistemático, casi contable. Igual que si estuviera poniendo sobre una mesa los billetes de su indemnización por despido. Y luego, con la pistola en la mano pero sin apuntar a nadie, una sonrisa muy poco risueña en la boca, suspiró satisfecho y le preguntó a Coy si estaba dentro o fuera. Eso dijo: dentro o fuera, mirándolo al resplandor de las últimas llamas del farol roto en el suelo, con cara de tiburón noctámbulo camino de resolver viejas cuentas.
– Si le haces daño a ella, te mataré -respondió Coy.
Ésa era la condición. Lo dijo así aunque era el otro quien tenía la pistola de cromo y nácar en la mano. Y Palermo no se lo tomó a mal, sino que acentuó la mueca blanca de escualo y dijo de acuerdo, no la mataremos esta noche. Luego se guardó la pistola en el bolsillo y empezó a subir a toda prisa hacia el rectángulo de estrellas. Y ahora estaban los tres, Coy, Palermo y el Piloto, corriendo juntos por la cubierta oscura del bulkcarrier mientras al otro lado del puerto, bajo las grúas iluminadas y los focos de los muelles, el “Felix von Luckner” se preparaba para soltar amarras.
Había luz en la ventana del hostal Cartago. Junto a Coy sonó la risa de mastín exhausto: Palermo también miraba hacia arriba.
– La dama hace las maletas -apuntó el cazador de tesoros.
Estaban bajo las palmeras de la muralla, con el puerto abajo, a la espalda. Los edificios iluminados de la universidad Politécnica destacaban al extremo de la avenida desierta.
– Déjame hablar antes con ella -dijo Coy.
Palermo se tocó el bolsillo, donde llevaba la pistola de Kiskoros.
– Ni lo pienses. Ahora todos somos socios -seguía mirando hacia arriba, la mueca sombría-. Además, seguro que se las arregla para convencerte otra vez.
Coy encogió los hombros.
– ¿De qué?
– De algo. Dale tiempo, y seguro que te convence de algo.
Cruzaron la calle seguidos por el Piloto. Palermo lo hizo sin perder de vista la luz de la ventana, y una vez en la puerta del hostal volvió a palparse el bolsillo.
– ¿Todavía tiene aquel pistolón de Gibraltar?
Miraba con intensa fijeza. El ojo claro parecía vidrio frío.
– No sé. Puede que lo tenga.
– Mierda.
Palermo reflexionó un momento. Luego volvió a observar a Coy, como si reconsiderara su oferta de hablar con Tánger a solas.
– Ella tiene sus motivos -apuntó Coy.
El gibraltareño sonrió esquinado, a medias.
– Claro. Todos los tenemos -miró al Piloto, que aguardaba detrás, expectante-. Hasta él los tiene.
– Deja que le hable yo.
El otro aún lo pensó un poco.
– De acuerdo.
La encargada del hostal saludó a Coy, confirmándole que la señora estaba arriba y que había pedido la cuenta. Cruzaron el vestíbulo y subieron al segundo piso procurando no hacer ruido en la escalera. Había láminas de barcos enmarcadas en las paredes y una talla de la Virgen del Carmen en una hornacina. La puerta de la habitación se abría directamente sobre el rellano, al final de los peldaños. Estaba cerrada. Coy llegó hasta ella seguido por Palermo. La moqueta amortiguaba sus pasos.