– Prueba suerte -susurró el gibraltareño con la mano en el bolsillo-. Dispones de cinco minutos.
Coy empuñó el picaporte, haciéndolo girar sin dificultad. No estaba puesto el pestillo. Y en ese momento, mientras abría la puerta, comprendió lo inútil de todo aquello. Lo absurdo de su presencia allí, amante despechado, amigo engañado, socio estafado. En realidad, descubrió de pronto, puestos a considerar las cosas en frío, él no tenía nada que decir. Ella estaba a punto de marcharse, pero en realidad ya se había ido mucho antes, dejándolo atrás, a la deriva; y nada de lo que él pudiera decir o hacer iba a cambiar el curso de las cosas. En cuanto a las esmeraldas, acostumbrado a pensar en ellas como en una quimera inalcanzable, a Coy no le habían importado antes, y tampoco le importaban ahora.
Tánger era lo que había querido ser. Quiso elegir libre, y él supo siempre que así sería, desde el principio. Había visto la vieja copa de plata sin un asa, y la fotografía de la niña que sonreía en blanco y negro. Era suficiente para comprender que la palabra engaño estaba fuera de lugar, incluso a pesar de ella misma. Y Coy habría dado en ese momento la vuelta para marcharse, pasar junto al Piloto y seguir caminando hasta el “Carpanta” con escala previa en el bar más próximo, de no haber iniciado ya el movimiento de abrir la puerta. No sentía rencor, y ya ni siquiera sentía curiosidad. Pero la puerta se abría más y más, descubriendo la habitación, la ventana al fondo sobre el puerto, la bolsa de equipaje a medio hacer sobre la mesa, el paquete de las esmeraldas, y a Tánger de pie, con su falda azul de algodón oscuro y la blusa blanca y las sandalias, el pelo recién lavado y todavía húmedo, goteándole sobre los hombros sus puntas asimétricas. Y la piel moteada y atezada por todas aquellas semanas de mar y de sol, los ojos azul marino abiertos por la sorpresa, pavonados y metálicos como el acero del 357 magnum que acababa de coger de encima de la mesa al oír la puerta. Entonces Nino Palermo jugó su papel en aquella tragicomedia de engaños, y sin esperar los cinco minutos prometidos se deslizó desde la espalda de Coy hacia un lado, con la pistola de cromo y nácar reluciéndole en una mano. Coy abrió la boca para gritar no, alto, basta, rebobinemos toda esta historia absurda que hemos visto mil veces en el cine; pero ella ya había contraído la mano y un fogonazo estalló a la altura de sus caderas, con un estampido que llegó hasta Coy un milisegundo después que el impacto bajo sus costillas, un chasquido de refilón que lo hizo girar a medias, arrojándolo sobre Palermo que en ese momento disparaba a su vez. Esta vez el tiro atronó muy cerca los oídos de Coy, y quiso manotear para impedirle al gibraltareño usar de nuevo la pistola. Pero en ese momento hubo otro fogonazo a su espalda, y otro estampido sacudió el aire, y Palermo saltó atrás como arrancado de sus brazos, proyectado hacia el rellano y escaleras abajo. No había sonado bang, como en las películas, sino pumba, pumba, pumba, tres veces y todo muy seguido, y ahora quedaba una humareda de mil diablos en la habitación y un olor acre muy áspero, y un silencio absoluto. Y cuando Coy se volvió a mirar, Tánger ya no estaba allí. Miró mejor y vio que ya no estaba allí de pie, sino al otro lado de la mesa, tendida en el suelo, con un roto en la blusa bajo el que se derramaba la sangre en un chorro muy rojo, denso e intermitente, manchando la blusa y el suelo y manchándolo todo. Estaba allí moviendo los labios, y de pronto parecía muy joven y muy sola.
Fue entonces cuando salió a la calle y comprobó que era una noche perfecta, con la estrella Polar visible en su lugar exacto, cinco veces a la derecha de la línea formada por Merak y Dubh\. Anduvo hasta apoyarse en la balaustrada de la muralla, y se quedó allí, presionándose con una mano la herida sangrante en su cadera. Se la había tocado bajo la camisa, comprobando que las costillas estaban intactas, que el desgarrón era superficial y que él no iba a morir esa vez. Contó cinco débiles latidos de su corazón mientras contemplaba la dársena oscura, las luces de los muelles, el reflejo de los castillos en las montañas. Y el puente y la cubierta iluminados del “Felix von Luckner”, a punto de soltar amarras.
Tánger le había hablado. Seguía moviendo los labios cuando él se inclinó sobre ella mientras el Piloto intentaba taponar el agujero del pecho por donde se le escapaba la vida. Hablaba tan bajo, casi inaudible, que él tuvo que acercarse mucho a su boca para entender lo que decía. Le costaba demasiado esfuerzo componer las palabras, cada vez más débil, apagándose a medida que el charco rojo se extendía por el suelo bajo su cuerpo. Dame la mano, Coy, había dicho. Dame la mano. Prometiste que no me dejarías ir sola. La voz se extinguía, y el resto de vida parecía habérsele refugiado en los ojos, muy abiertos, casi desorbitados, como si en ese momento se asomaran a un páramo desolado que les inspirase horror. Lo juraste, Coy. Tengo miedo de irme sola.
No le dio la mano. Ella estaba en el suelo, como “Zas” sobre la alfombra de aquella casa en Madrid. Habían transcurrido miles de años, pero eso era lo único que a él le resultaba imposible olvidar. Todavía la vio mover los labios un poco más, pronunciando palabras que ya no escuchó, pues se había incorporado y miraba alrededor con aire aturdido: el bloque de esmeraldas sobre la mesa, el revólver negro en el suelo, el charco rojo que se extendía cada vez más, la espalda del Piloto inclinado sobre Tánger. Caminó por su propio páramo desolado al cruzar la habitación y bajar los peldaños, pasando junto al cadáver de Palermo que estaba tendido boca arriba en mitad de la escalera, las piernas en alto y la cabeza abajo y los ojos ni abiertos ni cerrados, la mueca de tiburón impresa en la cara y la sangre corriendo por los escalones hasta los pies de la aterrada recepcionista del hostal.
El aire de la noche afinó sus sentidos. Apoyado en la muralla notaba gotear su herida por la cadera, bajo la ropa, a cada latido del corazón. El reloj del ayuntamiento dio una campanada, y en ese momento la popa del “Felix von Luckner” empezó a apartarse lentamente. Bajo los focos halógenos de cubierta podía ver al primer oficial vigilando el trabajo de los marineros en el castillo de proa, junto a los escobenes de las anclas. Había dos hombres en el alerón, atentos a la distancia entre el casco y el muelle: sin duda el práctico y el capitán.
Oyó los pasos del Piloto a su espalda, y sintió que se apoyaba en la balaustrada a su lado.
– Ha muerto.
Coy no dijo nada. Una sirena policial sonaba lejana, acercándose desde la ciudad baja. En el muelle acababan de largar la última amarra del barco, y éste empezó a alejarse. Coy imaginó la penumbra del puente, el timonel en su puesto, el capitán atento a las últimas maniobras mientras la proa apuntaba entre las luces verde y roja de la bocana. Adivinó la silueta del práctico bajando hasta la lancha por la escala de gato que pendía de un costado. Ahora el barco ganaba velocidad, deslizándose con suavidad hacia el mar negro y abierto, con sus luces que se estremecían reflejadas en la estela y un último toque ronco de bocina que dejó atrás igual que una despedida.
– Cogí su mano -dijo el Piloto-. Ella creía que eras tú.
La sirena policial sonaba más cerca, y un centelleo azul asomó al extremo de la avenida. El Piloto había encendido un cigarrillo, y el resplandor del chisquero deslumbró la visión de Coy. Cuando recompuso la imagen, el “Felix von Luckner” ya navegaba por aguas libres. Experimentó una intensa añoranza viendo alejarse sus luces en la noche. Podía adivinar el aroma de la taza de café de la primera guardia, los pasos del capitán en el puente, el rostro impasible del timonel iluminado desde abajo por el compás giroscópico. Podía sentir la vibración de las máquinas bajo cubierta mientras el oficial de cuarto se inclinaba sobre la primera carta náutica del viaje, recién desplegada sobre la mesa para calcular un rumbo cualquiera: un buen rumbo trazado con reglas, lápiz y compás de puntas, en papel grueso cuyos signos convencionales representaban un mundo conocido, familiar, reglamentado por cronómetros y sextantes que permitían mantener la tierra a distancia.
Ojalá, pensó, me devuelvan al mar. Ojalá encuentre pronto un buen barco.
La Navata, diciembre 1999