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Ahora Coy hablaba desde hacía cinco minutos, sin apenas interrupción. Estaba sentado junto a una ventana del primer piso del Museo Naval, y cuando se volvía un poco abarcaba las ramas verdes de los castaños extendiéndose a lo largo del paseo del Prado, hacia la fuente de Neptuno. Dejaba caer las palabras como quien llena un vacío que sólo es incómodo si se prolongan demasiado los silencios. Hablaba despacio y sonreía ligeramente cuando callaba un momento antes de hablar de nuevo. Su incertidumbre se había esfumado apenas entrevisto el rostro en el cristal; hacía sus comentarios en tono tranquilo, de nuevo dueño de sí, con objeto de eludir las pausas y retrasar posibles preguntas. A veces desviaba la vista al exterior y luego se volvía de nuevo hacia la mujer. Un asunto en Madrid, decía. Una gestión oficial, un amigo. Casualmente el museo estaba allí. Decía cualquier cosa, lo mismo que había hecho la primera vez en Barcelona, con la franca timidez que le era propia; y ella escuchaba y callaba, un poco inclinada la cabeza y las puntas asimétricas del cabello rubio rozándole el mentón. Y los ojos oscuros con reflejos pavonados parecían de nuevo azul marino, fijos en Coy; en la sonrisa leve, sincera, que desmentía lo casual de sus palabras.

– Y eso es todo -concluyó.

Eso no era nada, pues nada había dicho ni hecho todavía, salvo acercarse a la dársena con mucho cuidado, las máquinas en avante poca, mientras esperaba que el práctico subiese a bordo. No era nada, y Tánger Soto lo sabía tan bien como él.

– Vaya -dijo ella.

Estaba apoyada en el borde de la mesa de su despacho, cruzados los brazos, y seguía mirándolo reflexiva, con la misma fijeza que antes; pero ahora también sonreía un poco, como si quisiera gratificar su esfuerzo, o su calma, o su manera de encararla sin esquivarle los ojos, sin alardes presuntuosos ni evasivas forzadas. Como si apreciara aquel modo de ponerse ante ella, pronunciar las palabras imprescindibles para justificar su presencia, y luego quedarse quieto con la mirada y la sonrisa limpias, sin pretender engañarla ni engañarse, aguardando el veredicto.

Y ahora fue ella la que habló. Lo hizo sin apartar sus ojos de los de él, interesada en comprobar el efecto de las palabras, o tal

vez del tono en que iba pronunciándolas una tras otra. Habló con naturalidad y un vago reflejo de afecto, o de agradecimiento, rozándole los labios. Habló de la extraña noche de Barcelona, del placer que le causaba verlo de nuevo. Y al fin se quedaron observándose, dicho todo cuanto era posible decir hasta ese momento. Y Coy supo otra vez que había llegado el momento de irse, o de buscar un tema, un pretexto, alguna maldita cosa que le permitiera prolongar la situación. O de que ella lo acompañara a la puerta dándole las gracias por la visita, o le dijese que no se fuera todavía. De modo que se puso lentamente en pie.

– Espero que no volviera a molestarte aquel individuo.

– ¿Quién?

Había tardado un segundo más de lo necesario en responder, y él se dio cuenta.

– El de la coleta y los ojos bicolores -alzó dos dedos hasta la cara, señalándose los suyos-. El dálmata.

– Ah, ése.

No aclaró nada más de momento, pero Coy vio endurecerse las líneas de su boca.

– Ése -repitió ella.

Lo mismo podía estar reflexionando sobre aquel individuo, que ganando tiempo para salir por la tangente. Coy metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó un vistazo alrededor. El despacho era pequeño y luminoso, con un pequeño rótulo junto a la puerta: “Sección IV. T. Soto. Investigación y adquisiciones”. Había un grabado antiguo con paisaje marino colgado en la pared, y un gran tablero en un caballete con grabados, planos y cartas náuticas. También un armario acristalado lleno de libros y archivadores, carpetas con documentos sobre la mesa de trabajo, y un ordenador cuya pantalla estaba rodeada de pequeñas hojas autoadhesivas, anotadas con escritura redonda, de colegiala aplicada, que Coy identificó fácilmente -llevaba su tarjeta en el bolsillo- por los grandes círculos que puntuaban las íes.

– No ha vuelto a molestarme -concluyó por fin ella, como si hubiera necesitado hacer memoria.

– No parecía resignarse a perder el Urrutia.

Observó que entornaba los ojos. Su boca todavía era dura.

– Ya encontrará otro.

Coy le miraba la línea del cuello, que descendía hacia la camisa abierta de color hueso. La cadena de plata seguía reluciendo allí adentro, y él se preguntó qué pendía a su extremo. Si se trata de metal, pensó, estará endiabladamente cálido.

– Todavía no sé -dijo- si el atlas era para el museo, o para ti. La verdad es que aquella subasta fue…

Se calló de pronto, pues había visto el Urrutia. Estaba con otros libros de gran formato, dentro del armario acristalado. Reconoció con facilidad sus tapas de piel con adornos dorados.

– Era para el museo -respondió ella; y al cabo de un segundo añadió-: Naturalmente.

Había seguido la dirección de los ojos de Coy y también miraba ahora el atlas. La luz de la ventana contorneaba su perfil moteado.

– ¿A eso te dedicas?… ¿A conseguir cosas?

Observó cómo se inclinaba un poco hacia adelante, oscilándole las puntas del cabello. Llevaba sobre la camisa un chaleco de lana gris, desabotonado, y bajo la falda, amplia y oscura, zapatos negros de tacón muy bajo y medias también negras que la hacían parecer aún más delgada y alta de lo que era. Una chica de buena casta, confirmó él, cayendo en la cuenta de que la veía con luz natural por primera vez. Manos fuertes y voz educada. Sana, correcta. Tranquila. Al menos en apariencia, pensó al mirarle los bordes romos e irregulares de las uñas.

– En cierto modo ése es mi trabajo -asintió ella tras un instante. Mirar catálogos de subastas, controlar el comercio de antigüedades, visitar otros museos y viajar cuando aparece algo interesante… Después hago un informe y mis superiores deciden. El patronato dispone de un fondo muy limitado para investigación y nuevas adquisiciones, y yo procuro que se invierta de modo conveniente.

Coy hizo una mueca. Recordaba el áspero duelo en la subasta de Claymore.

– Pues tu amigo el dálmata murió matando. El Urrutia os salió por un ojo de la cara…

Vio que suspiraba, el aire entre fatalista y divertido, y luego asentía con la cabeza, volviendo las palmas de las manos hacia arriba para indicar que había volado hasta el último céntimo. Con el gesto, Coy reparó de nuevo en el insólito reloj de acero masculino que llevaba en la muñeca derecha. No había nada más, ni anillos ni pulseras. Ni siquiera llevaba los pequeños pendientes de oro de tres días antes, en Barcelona.

– Nos costó carísimo. No solemos gastar tanto… Sobre todo porque en este museo tenemos ya mucha cartografía del siglo XVIII.

– ¿Tan importante es?

De nuevo se inclinó ella desde el borde de la mesa, y por un brevísimo instante permaneció así, cabizbaja, antes de alzar el rostro con una expresión distinta. La luz matizó otra vez las marcas doradas de su rostro; y Coy pensó que si daba un paso adelante podría, tal vez, descifrar el aroma de aquella geografía salpicada y enigmática.

– Lo imprimió en 1751 el geógrafo y marino Ignacio Urrutia Salcedo -explicaba ella ahora-, después de cinco años de trabajos. Fue la mejor ayuda para los navegantes hasta la aparición del “Atlas Hidrográfico” de Tofiño, mucho más preciso, en 1789. Quedan pocos ejemplares en buen estado, y el Museo Naval no tenía ninguno.

Abrió la puerta acristalada del armario, extrajo el pesado volumen y lo puso abierto sobre la mesa. Coy se acercó y lo estudiaron juntos, y pudo confirmar lo que había intuido desde el primer momento. No había rastro, estableció, de colonia ni perfume. Olía sólo a carne limpia y tibia.