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Esa noche no era el caso. Los puertos, el mar y el resto de su vida anterior estaban muy lejos de la mesa junto a la que se hallaba sentado, en la puerta del hostal de la plaza de Santa Ana, mirando a la gente que paseaba por la acera o charlaba en las terrazas de los bares. Había pedido una ginebra con tónica para borrar el sabor del café de la taza pegajosa que tenía delante -siempre lo derramaba, torpe, al remover la cucharilla-, y permanecía recostado en la silla, las manos en los bolsillos de la chaqueta y las piernas extendidas bajo la mesa. Estaba cansado, pero demoraba el momento de irse a la cama. Te llamaré, había dicho ella. Te llamaré esta noche, o mañana. Déjame pensar un poco. Tánger tenía un compromiso ineludible aquella tarde, y una cena por la noche; así que tendría que esperar hasta verla de nuevo. Se lo dijo a mediodía, después de que la acompañase hasta el cruce de Alfonso XII con el paseo Infanta Isabel y ella se despidiera allí mismo, sin dejarlo llegar hasta su puerta. Lo había plantado vuelta hacia él bruscamente, alargándole aquella mano firme que él recordaba bien, en un apretón vigoroso. Coy le preguntó adónde diablos pensaba llamarlo, si no tenía en Madrid casa, ni teléfono, ni nada, y su equipaje estaba en la consigna de la estación. Entonces vio a Tánger reír por primera vez desde que la conocía. Una risa franca que le rodeaba los ojos con pequeñísimas arrugas que, paradójicamente, la rejuvenecían mucho, embelleciéndola. Una risa simpática, como la de un chico al que sientes deseos de acercarte, intuyendo que puede ser buen compañero de juego, o de aventuras. Se había reído de ese modo, la mano de Coy en la suya, y luego pidió perdón por el despiste y lo miró pensativa durante un par de segundos, con el último trazo de aquella risa desvaneciéndosele en la boca. Después dijo el nombre del hostal de la plaza de Santa Ana donde ella había vivido dos años cuando era estudiante, frente al teatro Español. Un sitio limpio y barato. Te llamaré, dijo. Te vea o no te vea nunca más, te llamaré hoy, o mañana. Te doy mi palabra de honor.

Y allí estaba él, ante la taza de café y mojando ya los labios en la ginebra con tónica -no la encontró azul en el bar del hostal- que la camarera acababa de ponerle delante. Esperando. No se había movido en toda la tarde, y cenó allí mismo, bocadillo de ternera demasiado hecha y botella de agua mineral, tras decir dónde iban a encontrarlo si sonaba el teléfono. También era posible que ella apareciera en persona; y esa eventualidad lo hacía vigilar el extremo de la plaza, para verla llegar por la calle Huertas, o por cualquiera de las que ascendían desde el paseo del Prado.

Al otro lado de los automóviles aparcados en la calzada, entre los bancos de la plaza, unos mendigos charlaban en corro, pasándose una botella de vino. Habían estado pidiendo por las mesas de las terrazas y ahora cuadraban cuentas de la noche. Eran tres hombres y una mujer, y uno de ellos tenía un perrillo a los pies. Desde la puerta del hotel Victoria, un guarda jurado travestido de Robocop no les quitaba ojo, las manos cruzadas a la espalda y las piernas abiertas, plantadas en el lugar exacto del que un rato antes había echado a la mujer que pedía limosna. Alejada por Robocop, ésta vino zigzagueando entre las mesas hasta donde estaba Coy. Dame algo, colega, había dicho en tono apagado, mirando ante ella sin ver. Dame algo. Aún era joven, pensó ahora viéndola hacer la contabilidad con sus compañeros y el chucho. Al darle la moneda, a pesar de su piel llena de marcas, el cabello rubio ceniciento y los ojos absortos en la nada, Coy había advertido rastros de una antigua belleza en la boca bien delineada, la curva de las mandíbulas, la estatura, las manos enflaquecidas, rojizas, con uñas largas y sucias. La tierra firme pudre a los seres humanos, se dijo una vez más. Se apodera de ellos y los devora, igual que la goleta abandonada del Puerto Viejo. Miró sus propias manos apoyadas sobre los muslos, acechando en ellas los primeros síntomas de descomposición; la lepra inevitable que traían consigo la contaminación de las ciudades, el suelo engañosamente sólido bajo los pies, el contacto con otra gente, el aire desprovisto de sal. Espero encontrar pronto un barco, se dijo. Espero encontrar algo que flote y subirme encima para que me lleve lejos mientras esté a tiempo. Cuando todavía no haya contraído el virus que corrompe los corazones, y les desorienta el compás, y los arroja sin gobierno contra la costa a sotavento, y los pierde.

– Lo llaman al teléfono.

Saltó de la silla con una celeridad que dejó estupefacta a la camarera, y recorrió a grandes zancadas el pasillo que llevaba al vestíbulo del hostal. Uno, dos. Contó mentalmente hasta cinco antes de responder, a fin de serenar el pulso acelerado. Tres, cuatro, cinco. Dígame. Ella estaba al teléfono, y su voz educada y tranquila se disculpaba por llamarlo tan tarde. No, respondió él. No era tarde en absoluto. Había estado esperando su llamada. Un bocadillo en la terraza, y justo ahora empezaba con la ginebra. Ella se excusó un poco más, él insistió en que era tan buena hora como otra cualquiera, y luego hubo un breve silencio al otro lado de la línea telefónica. Coy apoyó una mano en el mostrador, mirando el trazado de sus tendones y nervios, ancha y chata, los dedos muy abiertos, cortos, fuertes -una mano poco aristocrática-, y esperó a que ella hablara de nuevo. Estaba tumbada en un sofá, pensó. Estaba sentada en una silla. Acostada en la cama. Estaba vestida o desnuda, en pijama o en camisón. Estaba con los pies descalzos, con un libro abierto o con la tele encendida enfrente. Estaba boca abajo o boca arriba, y su piel moteada tenía tonos de oro viejo bajo la luz de una lámpara.

Se me ha ocurrido algo, dijo por fin ella. Se me ha ocurrido algo que quizá te interese. Tengo una proposición que hacerte. Y he pensado que tal vez puedas venir a mi casa, ahora.

Una vez, navegando de tercer oficial, Coy se había cruzado con una mujer en un barco. El encuentro duró un par de minutos, el tiempo exacto que el yate -ella tomaba el sol en la popa- tardó en pasar junto al “Otago”, un buque en cuyo alerón Coy miraba el mar. Por toda la cubierta se oía el repiqueteo monótono de los marineros martilleando el casco para quitar el óxido antes de repasar con minio y pintura. El mercante estaba fondeado entre Malamocco y Punta Sabbioni; al otro lado del Lido podía ver el resplandor del sol en la laguna veneciana, y al fondo, a tres millas de distancia, el Campanile y las cúpulas de San Marcos, y los tejados de la ciudad oscilantes en la reverberación de la luz y de la arena. Soplaba un poniente suave, de ocho o diez nudos, que rizaba un poco la mar llana haciendo bornear las proas de los barcos en dirección a las playas punteadas de sombrillas y casetas multicolores de los bañistas; y esa misma brisa trajo del canal la goleta, amurada a estribor con toda la blanca elegancia de sus velas desplegadas arriba, haciéndola deslizarse a medio cable de Coy. Requirió éste los prismáticos para verla mejor, admirando la finura de líneas del casco de madera barnizada, el lanzamiento de la proa, la jarcia y los herrajes relucientes bajo el sol. Había un hombre a la caña, y tras él, junto al coronamiento de popa, una mujer sentada leía un libro. Dirigió hacia ella los prismáticos: era rubia, con el pelo recogido sobre la nuca, y su aspecto evocaba a mujeres vestidas de blanco que uno podía imaginar fácilmente en ese mismo lugar o en la Riviera francesa, a principios de siglo. Mujeres bellas e indolentes, protegidas bajo el ala amplia de un sombrero o una sombrilla. Esfinges que entornaban los ojos contemplando el mar azul, leían o callaban. Coy siguió con avidez aquel rostro a través del doble círculo de las lentes Zeiss, estudiando el perfil, el mentón inclinado, los ojos bajos concentrados en la lectura, el cabello tirante en las sienes. En otro tiempo, pensó, los hombres mataban o arruinaban sus fortunas, vidas y reputación por mujeres como ésa. Quiso ver las facciones de quien tal vez la merecía, y buscó al que iba al timón; pero éste se encontraba vuelto hacia la otra borda, y sólo pudo apreciar un confuso escorzo, un cabello gris y una piel bronceada. La goleta se alejaba; y temeroso de perder los últimos instantes, volvió a encuadrar a la mujer. Un segundo más tarde ella alzó el rostro y miró directamente a través de los prismáticos, a Coy, a través de las lentes y la distancia, clavando sus ojos en los de él. Le dirigió una mirada ni fugaz ni detenida, ni curiosa ni indiferente. Tan serena y segura de sí que no parecía humana. Y Coy se preguntó cuántas generaciones de mujeres eran necesarias para mirar de ese modo. En aquel momento sintió una confusión terrible y bajó los prismáticos, azorado, por estar observándola tan de cerca; hasta que, ya a simple vista, comprobó que la mujer se hallaba demasiado lejos para mirarlo a él, y que aquellos ojos que había sentido penetrar hasta sus entrañas no eran sino un vistazo casual, distraído, que ella dirigía de paso al buque fondeado que la goleta dejaba atrás, adentrándose en el Adriático. Y Coy se quedó allí, acodado en el alerón viéndola irse. Y cuando por fin reaccionó y volvió a enfocar los prismáticos, sólo pudo ver ya el espejo de popa y el nombre de la embarcación pintado con letras negras en un listón de teca: “Riddle”. Enigma.