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Coy no era en extremo inteligente. Leía mucho; pero sólo del mar. Sin embargo, había pasado su infancia entre abuelas, tías y primas, a orillas de otro mar cerrado y viejo, en una de esas ciudades mediterráneas donde durante miles de años las mujeres enlutadas se reunían al atardecer para hablar en voz baja y observar a los hombres en silencio. Todo eso le había dejado cierto fatalismo atávico, un par de razonamientos y muchas intuiciones. Y ahora, frente a Tánger Soto, pensaba en la mujer de la goleta. A fin de cuentas, se dijo, tal vez una y otra eran la misma, y la vida de los hombres gira siempre en torno a una sola mujer: aquella donde se resumen todas las mujeres del mundo, vértice de todos los misterios y clave de todas las respuestas. La que maneja el silencio como nadie, tal vez porque ése es un lenguaje que habla a la perfección desde hace siglos. La que posee la lucidez sabia de mañanas luminosas, atardeceres rojos y mares azul cobalto, templada de estoicismo, tristeza infinita y fatiga para las que -Coy tenía esa extraña certeza- no basta una sola existencia. Era necesario, además y sobre todo, ser hembra, mujer, para mirar con semejante mezcla de hastío, sabiduría y cansancio. Para disponer de aquella penetración aguda como una hoja de acero, imposible de aprender o imitar, nacida de una larga memoria genética de vidas innumerables, viajando como botín en la cala de naves cóncavas y negras, con los muslos ensangrentados entre ruinas humeantes y cadáveres, tejiendo y destejiendo tapices durante innumerables inviernos, pariendo hombres para nuevas Troyas y aguardando el retorno de héroes exhaustos; de dioses con pies de barro a los que a veces amaba, a menudo temía y casi siempre, tarde o temprano, despreciaba.

– ¿Quieres más hielo? -preguntó ella.

Negó con la cabeza. Hay mujeres, concluyó casi asustado, que ya miran así desde que nacen. Que miran como en ese momento lo miraban a él en el pequeño salón de la casa, cuyas ventanas se abrían al paseo Infanta Isabel y al edificio iluminado de ladrillo y cristal de la estación de Atocha. Voy a contarte una historia, había dicho ella apenas abrió la puerta, cerrándola a su espalda antes de conducirlo al cuarto de estar escoltado por un perro labrador de pelo corto y dorado que ahora estaba cerca, fijos en Coy los ojos oscuros y tristes. Voy a contarte una historia de naufragios y barcos perdidos -estoy segura de que te gusta ese tipo de historias-, y tú no vas a abrir la boca hasta que termine de contártela. No vas a preguntarme si es real o inventada o ninguna otra cosa, y vas a estar todo el tiempo callado, bebiéndote esta tónica sola porque lamento comunicarte que no tengo ginebra en mi casa, ni azul ni de ningún otro color. Después haré tres preguntas, a las que responderás sí o no. Luego te dejaré hacerme una pregunta, una sola, que bastará por esta noche, antes de que regreses a tu hostal a dormir… Y eso será todo. ¿Hay trato?

Coy había respondido sin titubear, hay trato, quizás un poco desconcertado pero encajando el asunto con razonable sangre fría. Luego fue a sentarse donde ella le indicó: un sofá tapizado en tela beige sobre una alfombra de buen aspecto, en el salón de paredes blancas ocupado por una cómoda, una mesita moruna bajo una lámpara, un televisor con vídeo, un par de sillas, un marco con una fotografía, una mesa con ordenador junto a un aparador lleno de libros y papeles, y una minicadena de sonido en cuyos altavoces Pavarotti -a lo mejor no era Pavarotti- cantaba algo parecido a “Caruso”. Echó una ojeada a los lomos de algunos libros: “Los jesuitas y el motín de Esquilache”. “Historia del arte y ciencia de navegar”. “Los ministros de Carlos III”. “Aplicaciones de Cartografía Histórica”. “Mediterranean Spain Pilot”. “Espejos de una biblioteca”. “Navegantes y naufragios”. “Catálogo de Cartografía Histórica de España del Museo Naval”. “Derrotero de las costas de España en el Mediterráneo…” También había novelas y literatura en generaclass="underline" Isak Dinesen, Lampedusa, Nabokov, Lawrence Durrell -el del “Cuarteto” de la cuesta Moyano-, algo llamado “Fuego verde”, de un tal Peter W. Rainer, “El espejo del mar” de Joseph Conrad, y varios más. Coy no había leído absolutamente nada de aquello, salvo lo de Conrad. Le llamó la atención un libro en inglés titulado igual que la película: “The Maltese Falcon”. Era un ejemplar usado, viejo, y en la cubierta amarilla había un halcón negro y una mano de mujer mostrando monedas y joyas.

– Es la primera edición -dijo Tánger, al ver que se detenía en ella-… Publicada en Estados Unidos el día de San Valentín de 1930, al precio de dos dólares.

Coy tocó el libro. “By Dashiell Hammet”, decía en la cubierta. “Author of The Dain Curse”.

– Vi la película.

– Claro que la viste. Todo el mundo la ha visto -Tánger señaló un anaquel-. Sam Spade tuvo la culpa de que por primera vez yo fuese infiel al capitán Haddock.

En el anaquel, un poco aparte del resto, estaba lo que parecía una colección completa de “Las aventuras de Tintín”. Junto a los lomos de tela de los volúmenes, estrechos y altos, vio una pequeña copa de plata abollada, y una postal. Reconoció el puerto de Amberes, con la catedral a lo lejos. A la copa le faltaba un asa.

– ¿Los leíste de niño?…

Él seguía mirando la copa de plata. “Trofeo de natación infantil, 19…” Era difícil leer la fecha.

– No -dijo-. Los conozco, y tal vez hojeé alguno, me parece. Un aerolito que cae en el mar.

– ”La estrella misteriosa”.

– Será ése.

El piso no era lujoso pero andaba por encima de la media, con cojines de cuero de buena calidad y un cuadro auténtico en la pared, un óleo antiguo en marco ovalado con un paisaje de un río y una barca bastante aceptable -pese a llevar, estimó, poca vela para aquel río y aquel viento-, y cortinas de buen gusto en las dos ventanas que daban a la calle; y la cocina de la que ella había traído la tónica y el hielo y un par de vasos tenía aspecto limpio y luminoso, con un microondas a la vista, un frigorífico, una mesa y taburetes de madera oscura. Iba vestida casi como por la mañana, suéter de algodón ligero en vez de blusa, y no llevaba zapatos. Los pies, enfundados en las medias negras, se movían silenciosos por la casa, como los de una bailarina, con el labrador pendiente de cada paso. La gente no aprende a moverse así, pensó Coy. Eso no puede aprenderse de modo consciente, nunca. Uno se mueve, o no se mueve, de un modo o de otro. Una mujer se sienta, habla, camina, inclina la cabeza o enciende un cigarrillo de tal o cual forma. Unas formas se aprenden, y otras no. Modos y modos. Nadie puede superar determinados límites aunque se lo proponga, si no lo lleva dentro. Modales determinados. Gestos. Maneras.

– ¿Sabes algo de naufragios?

La pregunta cambió sus pensamientos y lo hizo reír sordamente, la nariz dentro del vaso.

– No he naufragado nunca del todo, si a eso te refieres… Pero dame tiempo.