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Ella fruncía el ceño, ajena a la ironía.

– Hablo de naufragios antiguos -seguía mirándolo a los ojos-. De barcos hundidos hace tiempo.

Se tocó la nariz antes de responder que no mucho. Había leído cosas, claro. Y buceado junto a alguno de ellos. También conocía la clase de historias que suelen contarse entre marinos.

– ¿Alguna vez has oído hablar del “Dei Gloria”?

Hizo memoria un instante. El nombre le era desconocido.

– Un barco de vela de diez cañones -apuntó ella. Se hundió frente a la costa sudeste española el 4 de febrero de 1767.

Coy dejó el vaso en la mesita baja, y el movimiento hizo que el perro viniera a lamerle la mano.

– Ven aquí, “Zas” -dijo Tánger-. No molestes.

El perro ni se inmutó. Siguió junto a Coy, dándole lametones, arf, arf, y ella creyó necesario disculparse. En realidad no era suyo, dijo. Era de una amiga con la que compartía piso; pero la amiga tuvo que irse a otra ciudad dos meses atrás, por motivos de trabajo, y ahora viajaba todo el tiempo. Tánger había heredado su media casa y a “Zas”.

– No importa -medió Coy-. Me gustan los perros.

Era cierto. En especial los de caza, que solían ser leales y silenciosos. Durante un tiempo, en su infancia, poseyó un setter color canela que miraba igual que ése; y también hubo un chucho que había subido al “Daggoo IV” en Málaga, quedándose a bordo hasta que se lo llevó un golpe de mar a la altura de cabo Bojador. Acarició a “Zas” tras las orejas, distraído, y el perro se mantuvo cerca de su mano, moviendo alegremente el rabo. Arf.

Entonces Tánger contó la historia del barco perdido.

Se llamaba “Dei Gloria”, y era un bergantín. Había salido de La Habana el 1 de enero de 1767, con veintinueve tripulantes y dos pasajeros. El manifiesto de carga declaraba algodón, tabaco y azúcar con destino al puerto de Valencia. Aunque oficialmente pertenecía a un armador llamado Luis Fornet Palau, el “Dei Gloria” era propiedad de la Compañía de Jesús. Según se comprobó más tarde, aquel Fornet Palau era testaferro de los jesuitas, que dirigían por su mediación una pequeña flotilla mercante encargada de asegurar el tráfico de personas y el comercio que la Compañía, muy poderosa entonces, mantenía con sus misiones, reducciones e intereses en las colonias. El “Dei Gloria” era el mejor barco de esa flota: el más rápido y el mejor armado para un tráfico amenazado por los corsarios ingleses y argelinos. Lo mandaba un capitán de confianza llamado Juan Bautista Elezcano: vizcaino, experimentado, cercano a los jesuitas hasta el punto de que su hermano, el padre Salvador Elezcano, era uno de los principales asistentes del general de la Orden, en Roma.

Tras avanzar los primeros días dando bordos contra un viento contrario del este, el bergantín encontró pronto los del tercer y cuarto cuadrante, que lo ayudaron a cruzar el Atlántico entre fuertes rachas y chubascos. El viento refrescó al sudoeste de las Azores hasta convertirse en temporal que causó daños en la arboladura, e hizo que las bombas de achique trabajaran sin descanso. De ese modo el “Dei Gloria” alcanzó el paralelo 35º y siguió navegando sin otra novedad hacia el este. Luego dio una bordada en dirección al golfo de Cádiz a fin de resguardarse de los levantes del Estrecho, y sin tocar ningún puerto se halló al otro lado de Gibraltar el 2 de febrero. Al día siguiente dobló el cabo de Gata, navegando hacia el norte a la vista de la costa.

A partir de ese punto empezaron a complicarse las cosas. La tarde del 3 de febrero se había avistado una vela por la popa del bergantín. Avanzaba con rapidez aprovechando el viento sudoeste, y pronto fue identificada como un jabeque que les daba alcance. El capitán Elezcano mantuvo el andar del “Dei Gloria”, que navegaba con foque y velas bajas; pero hallándose el jabeque a poco más de una milla observó algo sospechoso en su comportamiento, por lo que hizo largar más vela. En ese momento el otro arrió la bandera española, y revelándose como corsario prosiguió sin disimulo la caza. Era un barco con patente argelina, habitual de esos parajes, que de vez en cuando cambiaba de pabellón y utilizaba Gibraltar como base. Según pudo establecerse más tarde, su nombre era “Chergui”, y lo mandaba un antiguo oficial de la Armada británica, un tal Slyne, también conocido por capitán Mizen, o Misián.

En aquellas aguas, el corsario gozaba de una triple ventaja. Por una parte tenía más andar que el bergantín, al que las averías sufridas en la arboladura y en la jarcia limitaban la velocidad. También navegaba con el viento a favor, forzando el barlovento de su presa para interponerse entre ella y la costa. Pero lo más decisivo era que se trataba de un barco de guerra de porte superior al “Dei Gloria”, con una numerosa tripulación de combate y al menos doce cañones frente a los diez del bergantín, éstos de menor calibre y servidos por marineros mercantes. Aun así, la desigual caza se prolongó durante el resto del día y la noche. Según todos los indicios, al no poder ganar el resguardo de Águilas por cortarle esa derrota el “Chergui”, el capitán del “Dei Gloria” intentó alcanzar Mazarrón o Cartagena, buscando la protección de la artillería de sus fuertes, o la fortuna de un barco de guerra español que lo socorriese. Pero lo cierto es que al amanecer el bergantín había perdido un mastelero, tenía al corsario encima, y no le quedaba otra opción que arriar bandera o entablar combate.

El capitán Elezcano era un marino duro. En vez de rendirse, el “Dei Gloria” abrió fuego en cuanto el corsario se puso a tiro. El duelo artillero tuvo lugar pocas millas al sudoeste del cabo Tiñoso: fue breve y violento, casi penol a penol, y la tripulación del bergantín, pese a no ser gente de guerra, se batió muy resuelta. Algún disparo afortunado hizo que a bordo del “Chergui” se declarase un incendio; pero el “Dei Gloria” había perdido el palo trinquete, y el corsario buscó el abordaje. Sus cañones causaron grandes daños en el bergantín, que con muchos muertos y heridos hacía agua sin remedio. En ese momento, por uno de los azares que se dan en el mar, el incendio hizo que el “Chergui”, casi abarloado a su presa y con los hombres listos para saltar desde la borda, volara de proa a popa. La explosión mató a todos sus tripulantes y derribó el otro palo del bergantín, acelerando su hundimiento. Y aún humeantes sobre el mar los restos del corsario, el “Dei Gloria” se fue al fondo como una piedra.

– Como una piedra -repitió Tánger.

Había contado la historia de forma precisa, sin inflexiones ni adornos. Su tono, pensó Coy, era tan neutro como el de un informativo de la tele. No pasaba por alto el hecho de que ella hubiera seguido sin vacilar el hilo de la narración, relatando los detalles sin una sola duda, ni siquiera al mencionar fechas. Incluso la descripción de la persecución del “Dei Gloria” era técnicamente correcta. Así que estaba claro: por el motivo que fuese, tenía esa lección bien aprendida.

– No hubo supervivientes del corsario -prosiguió. En cuanto al “Dei Gloria”, el agua estaba fría y la costa lejos. Sólo un pilotín de quince años pudo nadar hasta un esquife echado al agua antes del combate… Quedó a la deriva, empujado al sudeste por el viento y las corrientes, y fue rescatado un día más tarde, cinco o seis millas al sur de Cartagena.

Tánger hizo una pausa para buscar una cajetilla de Players como la de Barcelona. Coy vio que deshacía minuciosamente el envoltorio y se ponía un cigarrillo en la boca. Le ofreció el tabaco y él negó con un gesto.

– Conducido a Cartagena -ella se inclinaba para encender su cigarrillo con una cajita de fósforos, protegiendo la llama en el hueco de las manos-, el superviviente contó lo ocurrido a las autoridades de marina. Pero no fue mucho más lo que pudo averiguarse: estaba afectado por el combate y el naufragio; y al día siguiente, cuando iba a ser interrogado de nuevo, el chico desapareció… De cualquier modo, había dado claves importantes para esclarecer lo sucedido. Precisó además el lugar del hundimiento, pues el capitán del “Dei Gloria” había ordenado situarse con las primeras luces, y el mismo muchacho fue encargado de anotar la posición en el libro de bitácora. Incluso llevaba en el bolsillo de la casaca, y pudo mostrarlo, el papel donde había tomado a lápiz los datos de latitud y longitud… También dijo que las cartas usadas a bordo, sobre las que el piloto del barco había efectuado los cálculos desde que estuvieron a la vista de la costa española, eran las de Urrutia.