Se detuvo de nuevo mientras expulsaba el humo, una mano aguantando el codo del otro brazo, erguido para sostener entre los dedos el cigarrillo. Lo hizo como si pretendiera dar tiempo a Coy para calcular el alcance de aquella última referencia, hecha en tono tan desapasionado como el resto. Y él se tocó la nariz, sin decir nada. Así que era eso, pensaba, lo que había detrás de aquella historia:
un barco hundido y un mapa. Luego movió la cabeza y estuvo a punto de echarse a reír en voz alta, no por incredulidad -esos cuentos podían tener dentro tanta verdad como quimera, sin que la una excluyese la otra-, sino de puro y simple placer. La sensación era casi física:
un mar, un misterio. Una mujer hermosa contándolo como si nada, y él allí sentado, escuchando. Lo de menos era que la historia del “Dei Gloria” fuera o no lo que ella creyese que era. Para Coy se trataba de otra cosa: un sentimiento que lo enternecía por dentro, igual que si de pronto aquella mujer extraña hubiese alzado un extremo del velo; un hueco por el que asomaba algo de la materia singular con que se tejen ciertos sueños. Eso tal vez tenía mucho que ver con ella y con sus intenciones, que desconocía; pero sobre todo tenía mucho que ver con él. Con lo que hace que ciertos hombres pongan un pie ante otro y recorran los caminos que llevan al mar, y allí deambulen por los puertos mientras sueñan con ponerse a salvo tras el horizonte. Por eso Coy sonrió sin decir nada, y vio que ella entornaba un poco más los ojos, como si la molestara el humo de su propio cigarrillo; pero supo que lo que la desconcertaba era justamente aquella sonrisa. Él no era un intelectual, ni un seductor, y carecía de las palabras adecuadas. También era consciente de su físico tosco, sus manos rudas y sus maneras. Pero se habría levantado en ese momento, yendo hasta ella para tocarle el rostro, para besarle los ojos, la boca, las manos, de no suponer que el gesto sería pésimamente interpretado. Para tumbarla sobre la alfombra, acercar los labios a su oído y darle las gracias en voz baja por haberlo hecho sonreír como cuando era pequeño. Por ser una mujer hermosa y fascinarlo de aquel modo. Por recordarle que siempre existía un barco hundido, una isla, un refugio, una aventura, un lugar en alguna parte al otro lado del mar, en la línea difusa que mezcla los sueños con el horizonte.
– Esta mañana -dijo ella- comentaste que conocías bien esa costa… ¿Es cierto?
Lo miraba interrogante, inmóvil, todavía una mano sosteniendo un codo y el cigarrillo entre dos dedos, en alto. Quisiera saber, pensó él, cómo se recorta ese pelo para que le quede tan asimétrico y tan perfecto a la vez. Quisiera saber cómo diablos lo hace.
– ¿Es ésa la primera de las tres preguntas?
– Sí.
Alzó un poco los hombros.
– Claro que es cierto. Cuando era niño me bañaba en sus calas, y después navegué ese litoral cientos de veces, barajándolo muy de cerca y también mar adentro.
– ¿Sabrías determinar una posición con cartas antiguas?
Práctica. Ésa era la palabra. Aquélla era una mujer práctica:
sota, caballo y rey. Cualquiera diría, consideró divertido, que estaba a punto de ofrecerle un empleo.
– Si te refieres al Urrutia, cada posible imprecisión de un minuto en latitud o en longitud supone el error de una milla… -alzó una mano moviéndola ante sí, como si tomara referencias en una carta imaginaria-. En el mar siempre es algo muy relativo, pero puedo intentarlo.
Se quedó meditando sobre eso. Las cosas empezaban a situarse, al menos algunas de ellas. “Zas” volvió a darle un lametón cuando alargó la mano hacia el vaso que tenía sobre la mesita.
– A fin de cuentas -bebió un sorbo- es mi profesión.
Ella había cruzado las piernas y balanceaba uno de sus pies descalzos, cubiertos por las medias negras. Inclinaba un poco la cabeza a un lado, mirándolo; y a tales alturas Coy sabía que ese gesto indicaba reflexión, o cálculo.
– ¿Trabajarías para nosotros? -seguía observándolo intensamente entre el humo del cigarrillo-. Quiero decir pagándote, por supuesto.
Él llevaba cuatro segundos con la boca abierta.
– ¿Te refieres al museo y a ti?
– Eso es.
Dejó el vaso, cerró la boca, contempló los ojos leales de “Zas” y luego paseó la vista por la habitación. Abajo, en la calle, al otro lado de una gasolinera Repsol y de la estación de Atocha, se distinguía, iluminado a trechos, el complejo trazado de numerosas vías de tren.
– Pareces indeciso -murmuró ella, antes de sonreír despectiva-… Lástima.
Se inclinaba para dejar caer la ceniza en un cenicero, y el movimiento le tensó el suéter, moldeándole la figura. Dios del cielo, pensó Coy. Casi duele mirarla. Me pregunto si también tendrá pecas en las tetas.
– No es eso -dijo-. Lo que estoy es atónito -torció la boca-. No creo que ese capitán de fragata, tu jefe…
– Es asunto mío -lo interrumpió ella-. Puedo elegir colaboradores.
– No creo que la Armada ande falta de eso. Gente competente que no encalla sus barcos.
Lo observó largamente, y él se dijo: hasta aquí has llegado, compañero. Ponte en pie y abróchate la chaqueta, porque la dama va a largarte de patitas a la calle. Cosa que te mereces, por gracioso y por bocazas. Por subnormal y por imbécil.
– Escucha, Coy -era la primera vez que pronunciaba su nombre mirándolo a los ojos, y él comprobó que le gustaba oírlo de ese modo en aquella boca-. Yo tengo un problema. He investigado, controlo la teoría, poseo los datos… Pero carezco de lo necesario para resolverlo. El mar es algo que conozco por los libros, el cine, la playa… Por mi trabajo. Sin embargo existen páginas, ideas, que pueden ser tan intensas como haber vivido un temporal en alta mar o hallarse con Nelson en Abukir o Trafalgar… Por eso necesito a alguien más conmigo… Alguien que me sirva de apoyo práctico. De enlace con la realidad.
– Eso puedo entenderlo muy bien. Pero te sería fácil pedir a la Armada todo lo necesario.
– Y es lo que he hecho: pedirte a ti. Eres civil y estás solo -lo estudiaba, valorativa, entre las espirales de humo del cigarrillo-. Para mí tienes muchas ventajas. Si te contrato, te controlo… Estoy al mando. ¿Comprendes?
– Comprendo.
– Con militares eso resultaría imposible.
Coy asintió. Aquello era obvio. Ella no tenía galones en la bocamanga, sino la regla cada veintiocho días. Porque seguro que, además, era de ésas. Ni un día más ni un día menos. Sólo había que verla: una rubia de piñón fijo. Para ella, dos y dos siempre sumaban cuatro.
– Aun así -dijo-, imagino que deberás rendirles cuentas.
– Claro. Pero mientras tanto dispongo de autonomía, de un plazo de tres meses y de algún dinero para gastar… No es mucho, pero es suficiente.
Coy volvió a echar un vistazo por la ventana. Abajo, a lo lejos, las luces de un tren se acercaban a la estación como una larga serpiente de ventanitas iluminadas. Pensaba en el capitán de fragata, en Tánger mirándolo como ahora lo miraba a él; convenciéndolo, con aquella panoplia de silencios y miradas que tan bien manejaba, para que intercediese ante el almirante de turno. Un proyecto interesante, don Fulano. Joven competente. Hija, por cierto, del coronel Mengano. Guapa chica, dicho sea de paso. Una de los nuestros. Se preguntó a cuántas licenciadas en Historia, funcionarias de un museo por oposición, les daban carta blanca para buscar un barco perdido así, por las buenas.
– Por qué no -dijo al fin.
Se había recostado en el asiento y acariciaba de nuevo a “Zas” detrás de las orejas. Sonreía, divertido por la situación. A fin de cuentas, tres meses junto a ella suponían una ganancia fabulosa a cambio del sextante Weems amp; Plath.
– Después de todo -añadió, como si reflexionara-, no tengo nada mejor que hacer.
Tánger no parecía ni satisfecha ni decepcionada. Sólo había inclinado un poco la cabeza, igual que otras veces, y las puntas del cabello volvían a rozarle la cara. Sus ojos no perdían detalle de Coy.
– Gracias.
Lo dijo por fin, casi en voz baja, cuando él empezaba a preguntarse por qué ella estaba callada.
– De nada -Coy se tocaba la nariz-. Y ahora es mi turno… Me prometiste una pregunta con su respuesta… ¿Qué es lo que buscáis exactamente?