Parpadeó volviendo en sí, en mitad de un suspiro que fue casi una queja. Sin duda hay unas reglas para todo esto, aventuraba. Reglas que yo no conozco y ella sí. O tal vez reglas que ella misma establece. Y tal vez incluyan que el momento de seguir adelante o de largarse sea éste: adiós muy buenas y apague la luz al salir, o luego no diga que no le avisamos, marinero. Lo mismo hasta alguien estaba siendo noble con él. La cuestión era avisar de qué. Avisar de quiénes.
Estaba tan confuso que echó a andar hacia la glorieta cercana, y después subió despacio por la calle de Atocha; y en el primer bar abierto que se puso a tiro -allí tampoco tenían ginebra azul- estuvo quieto en la barra mirando la bebida que había pedido, sin tocarla. El bar era una vieja tasca con mostrador de zinc, sillas de formica, un televisor encendido y fotos del Rayo Vallecano en la pared. No había nadie más que el camarero, un hombre flaco tatuado en el dorso de una mano, a quien la camisa llena de lamparones daba un aspecto infame mientras barría con aire despectivo el serrín del suelo, lleno de servilletas arrugadas y cáscaras de gambas. Coy tenía enfrente un espejo con publicidad de cerveza San Miguel, y su cara se reflejaba entre la lista de tapas y raciones escrita encima con letras blancas. Veía sus ojos exactamente entre las palabras “magro con tomate” y “pulpo a la vinagreta”, lo que tampoco era para levantarle el ánimo a nadie. Lo estudiaban con desconfianza, interrogándolo sobre los pasos que pensaba dar en las próximas horas.
– Quiero acostarme con ella -le dijo al camarero.
– Todos queremos eso -respondió el otro, filosófico, sin dejar de barrer.
Coy asintió y por fin se llevó a los labios el vaso. Bebió un poco, volvió a mirarse en el espejo e hizo una mueca.
– El problema -dijo- es que no juega limpio.
– Nunca lo hacen.
– Pero es guapísima. La muy perra.
– Todas lo son.
El camarero había dejado la escoba en un rincón, y de vuelta tras la barra se servía una cerveza. Coy lo vio beber despacio, medio vaso sin respirar, y luego se puso a contemplar las fotos del Rayo, hasta terminar en el cartel de una corrida de toros celebrada en Las Ventas siete años atrás. Se desabrochó la chaqueta y metió las manos en los bolsillos del pantalón. Extrajo unas monedas, alineándolas sobre el mostrador, y jugó a introducir una entre dos sin mover una ni tocar la otra.
– Estoy metiéndome en un lío.
Esta vez el camarero no respondió en seguida. Observaba la espuma de la cerveza en el borde de su vaso.
– Igual ella vale la pena -dijo al cabo de un instante.
– Todavía no lo sé -Coy encogía los hombros-. Hay un barco hundido, como en las películas… Y me parece que hasta hay malos.
El otro lo miró por primera vez. Parecía levemente interesado.
– ¿Peligrosos?
– No tengo ni puta idea.
Estuvieron callados más rato. Siguió jugando y bebió un par de sorbos mientras el camarero terminaba su caña, recostado al extremo de la barra. Después sacó un paquete de cigarrillos de debajo del mostrador y se puso a fumar sin ofrecerle a Coy. Su mano tatuada incluía cuatro puntos azules entre los nudillos del pulgar y el índice: una marca carcelaria típica. Era joven, así que no podían haber sido muchos años. Dos o tres, calculó. Cuatro o cinco.
– Me parece -dijo Coy- que voy a seguir con esto.
El camarero asintió despacio y no dijo nada. Entonces Coy dejó dos monedas en el mostrador, guardó el resto y salió a la calle.
IV. LATITUD Y LONGITUD
Me preguntas en qué latitud y longitud me encuentro; no tengo ni idea de qué es longitud y latitud, pero son dos palabras fantásticas.
Lewis Carroll.
“Alicia en el país de las maravillas”
“Zas” movía el rabo tumbado en el suelo, apoyada la cabeza sobre un zapato de Coy. Había un rayo de sol que entraba oblicuo por la ventana, haciendo brillar el pelo dorado del labrador, y también el compás de puntas, las reglas paralelas y el transportador que estaban sobre la mesa, comprados aquella misma mañana en la librería Robinson. Las paralelas y el transportador eran Blundell Harling, y el compás un W amp; HC de latón y acero inoxidable que Coy había pedido, con dos lápices blandos, una goma de borrar, un cuaderno de hojas cuadriculadas y las últimas ediciones actualizadas del libro de faros y del Derrotero número 2 del Instituto Hidrográfico de la Marina, correspondiente a las costas españolas del Mediterráneo. Tánger Soto lo había pagado con su tarjeta de crédito, y ahora todo eso estaba sobre la mesa del cuarto de estar de la casa del paseo Infanta Isabel. El “Atlas” de Urrutia también estaba allí, abierto por la carta número doce, y Coy pasaba los dedos por la superficie ligeramente rugosa del papel grueso, blanco e intacto, superviviente a doscientos cincuenta años de guerras, catástrofes, incendios y naufragios. “De monte Cope hasta la torre Herradora u Horadada”. El levantamiento abarcaba sesenta millas de costa, horizontal y en dirección este hacia el cabo de Palos, y vertical hacia el norte desde allí, como dos lados de un rectángulo, incluyendo el lago de agua salada del Mar Menor, separado del Mediterráneo por la estrecha franja de arena de La Manga. Salvo el error que ya había apreciado la primera vez que vio la carta -Palos un par de minutos al sur de su latitud real-, el trazado de la costa era riguroso para su época: la amplia bahía arenosa de Mazarrón a poniente del cabo Tiñoso, la costa de rocas y la ensenada del Portús a levante, el puerto de Cartagena con la amenazadora crucecita que marcaba el bajo de la isla de Escombreras en la bocana, y luego de nuevo las rocas hasta la punta de Palos y las siniestras islas Hormigas, con el único resguardo de la bahía de Portman, que la carta aún mostraba libre del fango de las minas que iban a cegarla años más tarde. El grabado era de una calidad extraordinaria, con suaves punteados y finas líneas para marcar los diversos accidentes geográficos. Y tenía, como el resto de las ilustraciones del atlas, una bella cartela situada en el ángulo superior izquierdo: “Presentada al Rey Nuestro Señor por el Excmo. Sr. D. Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, y construida por el Sr. capitán de navío Don Ignacio Urrutia Salcedo”. Además de la fecha -”Año 1751” la cartela contenía también la indicación: “Los números de la Sonda son Brazas de a dos Varas Castellanas”. Coy detuvo el dedo en esa línea y miró inquisitivo a Tánger.
– Una vara castellana -dijo ella- estaba formada por tres de los llamados pies de Burgos. Eran ochenta y tres centímetros y medio… La mitad de los que vosotros los marinos llamáis brazas. Seis pies sumaban una braza española.
– Un metro sesenta y siete centímetros.
– Eso es.
Coy asintió, volviendo los ojos a la carta para observar los pequeños números que marcaban veriles de profundidad en las cercanías de fondeaderos, cabos y arrecifes. Ahora las sondas eran electrónicas, y en medio segundo proporcionaban el relieve exacto del fondo del mar con sus profundidades; pero a mediados del XVIII aquellos datos sólo podían obtenerse mediante la laboriosa tarea de sondar a mano con el escandallo, un largo cordel con lastre de plomo en el extremo. Si las sondas marcadas en el Urrutia eran brazas, sería necesario transformar en metros cada una de esas indicaciones de profundidad, para hacerlas coincidir con las cartas españolas actuales. Cada dos unidades en la carta de Urrutia se convertían así en tres metros y medio, aproximadamente.
Había dos tazas de café vacías a un lado de la mesa, junto a los lápices y la goma de borrar. También había un cenicero limpio y una cajetilla de los cigarrillos ingleses que ella fumaba a veces. Sonaba música en la minicadena del aparador: algo antiguo y tal vez francés o italiano, muy agradable; una melodía que hizo pensar a Coy en jardines con setos recortados geométricamente, fuentes de piedra y palacios al extremo de avenidas rectas. Miró el perfil de la mujer sobre la carta náutica. Le iba, pensó. Aquella música era tan apropiada como la holgada camisa caqui que llevaba abierta sobre la camiseta de algodón blanca: una camisa masculina, militar, con grandes bolsillos. La ropa informal le sentaba tan bien como la formal, con los tejanos que hacían estrechos pliegues en las ingles y junto a las rodillas, descubriendo los tobillos desnudos -también cubiertos de pecas, había comprobado con delicioso estupor- sobre las zapatillas de tenis.