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Inclinándose con atención, Coy estudió las escalas de latitudes y longitudes. Desde que los fenicios empezaron a cruzar el Mediterráneo, toda la ciencia náutica se orientaba a facilitar al marino su posición sobre la carta; establecida la posición era posible conocer la derrota a seguir y los peligros de ésta. Las cartas, los portulanos y los derroteros no eran sino guías útiles, manuales para aplicar físicamente los cálculos astronómicos, geográficos, cronométricos y la combinación de éstos, que permitían, de modo directo o por estima, obtener la situación en los meridianos -latitud norte o latitud sur respecto al ecuador- y en los paralelos -longitud este o longitud oeste respecto al meridiano correspondiente-. La latitud y la longitud ayudaban a situarse sobre una carta hidrográfica, utilizando las escalas situadas en el marco de ésta. Escalas que en las cartas modernas estaban detalladas en grados, minutos y décimas, de los que cada minuto equivalía a una milla náutica convencional de 1.852 metros. La posición en los paralelos se establecía usando la escala que figuraba en la parte superior e inferior de cada carta; y la posición en los meridianos, mediante la que estaba a derecha e izquierda. Luego, con ayuda del compás y las reglas paralelas, se hacían cruzar las líneas de ambas posiciones, y en su intersección, si los cálculos se habían hecho correctamente, era donde estaba el barco. La cuestión se complicaba con factores añadidos, como la declinación magnética, las corrientes marinas y otros elementos que requerían cálculos complementarios. También había gran diferencia entre navegar con las cartas planas usadas por los antiguos, donde meridianos y paralelos medían lo mismo sobre el papel, que con las cartas esféricas, más ajustadas a la forma real de la tierra, con la distancia entre meridianos acortándose a medida que se acercaban a los polos. De Tolomeo a Mercator, la transición había sido larga y compleja; y los levantamientos hidrográficos no empezaron a alcanzar la perfección hasta finales del siglo XVIII, con la aplicación del cronómetro marino para determinar la longitud. En cuanto a la latitud, ésta se establecía desde antiguo por la observación y declinación astronómica: la ballestilla, el octante, el moderno sextante.

– ¿Cuál era la posición del “Dei Gloria” al hundirse?

– Cuatro grados y cincuenta y un minutos de longitud este… La latitud era de treinta y siete grados y treinta y dos minutos norte.

Ella había respondido sin titubear. Coy hizo un gesto afirmativo y se inclinó un poco más para establecer esas coordenadas en la carta desplegada sobre la mesa. Al sentir el movimiento, “Zas” se agitó un poco, alzó la cabeza y volvió a apoyarla sobre su zapato.

– Debieron de situarse tomando demoras a tierra -dijo Coy-. Es lo más probable, si navegaban a la vista de la costa… No los imagino en medio de la persecución tomando alturas del sol con el octante. Nuestro problema sería que se hubiesen situado por estima… Eso es muy relativo. Calculas velocidad, rumbo, abatimiento y millas recorridas. El error puede ser grande. En tiempos de la vela, los marinos llamaban a esa posición obtenida por estima “punto de fantasía”.

Ella lo miraba. Seria, reflexiva. Pendiente de cada palabra.

– ¿Has navegado mucho a vela?

– Sí. Sobre todo cuando era joven. Durante un año fui alumno a bordo del “Estrella del Sur”, una goleta de velacho transformada en buque escuela. También pasé mucho tiempo en el “Carpanta”, el velero de un amigo… Y están los libros, claro. Novela e historia.

– ¿Siempre sobre el mar?

– Siempre.

– ¿Y la tierra?

– La tierra prefiero tenerla a veinte millas por el través.

Tánger asintió, como si aquellas palabras confirmasen algo.

– El combate fue después de amanecer -apuntó por fin-. Ya había luz.

– Entonces lo más probable es que tomaran referencias de tierra. Demoras. Les bastaría cruzar dos para situarse… Supongo que sabes cómo se hace.

– Más o menos -sonreía, poco segura-. Pero nunca vi hacerlo a un marino de verdad.

Coy cogió el transportador, un cuadrado de plástico transparente que llevaba impresa alrededor la graduación de los 360º de la circunferencia numerados de diez en diez. Eso permitía calcular los rumbos con exactitud, trasladando las indicaciones de la aguja magnética del barco al papel de las cartas náuticas.

– Es fáciclass="underline" buscas un cabo o algo que puedas identificar -puso la goma de borrar sobre la carta, representando una embarcación imaginaria, y llevó el transportador hasta la costa más cercana-. Luego lo sitúas con el compás de a bordo, la brújula, y te da, por ejemplo, 45º respecto al norte. Así que te vas a la carta y trazas una línea opuesta desde ese punto, en dirección a los 225º. ¿Lo ves?… Luego tomas otra referencia que esté separada en ángulo claro de la primera: otro cabo, un monte o lo que sea. Si te da, por ejemplo, 315º, trazas la opuesta en la carta, en dirección 135º. Donde se cruzan ambas líneas está tu barco. Si las referencias de tierra son claras, el método es seguro. Y si lo completas con una tercera demora, mejor todavía.

Tánger había fruncido los labios, pensativa. Miraba la goma de borrar con la misma atención que si de veras se tratase de un barco navegando a lo largo de aquella costa impresa sobre el papel. Coy cogió un lápiz y recorrió el dibujo de la carta.

– Esa costa tiene playas bajas y arenosas explicó-, pero sobre todo zonas escarpadas, con piedras altas. Abundan referencias para situarse a la vista… Imagino que el piloto del “Dei Gloria” pudo hacerlo fácilmente. Tal vez lo hizo durante la noche, si había luna y la costa se recortaba bien… Aunque eso es más difícil. En aquellos tiempos no había faros como ahora. Alguna torre con un fanal, como mucho. Pero dudo que hubiese ninguna ahí.

Seguro que no, se dijo mirando la carta. Seguro que aquella noche del 3 al 4 de febrero de 1767 no había luz ni ninguna otra referencia alentadora, ni guía, ni nada de nada, salvo tal vez la línea de la costa recortada bajo la luna, por la banda de babor. Podía imaginar la escena: todo el trapo arriba, el barco navegando a un largo con el viento silbando en la jarcia y la cubierta del bergantín escorada a estribor, el rumor del agua corriendo junto a la borda y los destellos de claridad lunar en la mar picada a barlovento. Un hombre de confianza en la rueda del timón, la guardia tensa y alerta en cubierta mirando hacia la oscuridad, atrás. Ni una sola luz a bordo, y el capitán de pie en la toldilla, vuelto el rostro preocupado hacia lo alto, hacia la fantasmal pirámide de lona blanca desplegada, atento a los crujidos y preguntándose si aguantarán la arboladura y la jarcia dañadas por el temporal del Atlántico. Callado para que ninguno de los hombres que confían en él adivine su inquietud, pero calculando mentalmente distancia, rumbo, abatimiento, bordos, con la angustia del que sabe que una decisión equivocada llevará al barco y a sus tripulantes al desastre. Sin duda ignora todavía su posición exacta, y eso acrecienta la inquietud. Coy imagina sus ojeadas a la línea negra de la costa que va discurriendo a dos o tres millas, cercana pero inalcanzable, tan peligrosa en la oscuridad como los cañones del enemigo; vuelto luego hacia atrás como hacen los tripulantes, a la noche donde, invisible a veces, difusa mente perfilado otras como una vaga sombra, navega hendiendo el mar el jabeque corsario que les da caza. Y nuevas miradas hacia la costa y la noche delante y la mar a popa, y después otra vez hacia lo alto, atento al ruido arriba donde parecen oscilar las estrellas, al chascar de jarcia o crujido de masteleros que hiela el corazón de los hombres agrupados junto a los obenques de barlovento, siluetas negras y silenciosas en la oscuridad. Hombres que, como el propio capitán, todos menos uno, mañana a esa hora estarán muertos.