– Suponiendo que fuese auténtica…
– Supongámoslo, puesto que no tenemos otra cosa.
– ¿Y si no lo es?
Tánger enarcaba las cejas recostándose en la silla, con un suspiro.
– Entonces tú y yo habremos perdido el tiempo.
De pronto parecía fatigada, como si la apreciación de Coy la hiciera considerar la eventualidad de un fracaso. Fue sólo un momento, durante el que estuvo inclinada hacia atrás y mirando la carta; y luego apoyó una mano firme sobre la mesa, adelantó el mentón y dijo que había otras razones por las que el barco no fue buscado. La posición que dio el pilotín lo situaba en una zona de difícil acceso en 1767. Después la técnica facilitó ese tipo de inmersiones, pero el “Dei Gloria” ya estaba sepultado entre legajos y polvo, y nadie volvió a acordarse de él.
– Hasta que apareciste tú -apuntó Coy.
– Eso es. Pudo ser cualquier otro, pero fui yo. Encontré el documento y me puse a trabajar.
¿Qué otra cosa podía hacer?…-rozó con las yemas de los dedos, casi afectuosa, a Héroe en su paquete de cigarrillos-. Se parecía a eso que a veces sueñas cuando niña. El mar, el tesoro…
– Dijiste que no hay tesoros de por medio.
– Y es cierto; no los hay. Al menos en lingotes de plata, doblones o piezas de a ocho. Pero el encanto persiste… Voy a enseñarte algo.
Parecía distinta, más joven, cuando se levantó y fue hasta los libros del anaqueclass="underline" tal vez porque se movía con una decisión llena de vigor que hacía flotar los faldones de la camisa militar que llevaba abierta, o porque sus ojos eran más azul marino que nunca y parecían sonreír cuando vino de regreso a la mesa con dos álbums de Tintín en las manos: “El secreto del Unicornio” y “El tesoro de Rackham el Rojo”.
– El otro día me dijiste que no eras tintinófilo, ¿verdad?
Coy movió la cabeza ante la extraña pregunta, y repitió que para nada, que muy por encima. Lo suyo habían sido “La isla del tesoro”, “Jerry en la isla” y otros libros sobre el mar de Stevenson, Veme, Defoe, Marryat y London, antes de pasarse con armas y bagajes a “Moby Dick”. Conrad vino luego, por vía natural, con “La línea de sombra” y con el tiempo.
– ¿Es verdad que sólo lees libros sobre el mar?
– Sí.
– ¿En serio?
– En serio. Ésos los he leído todos. O casi todos.
– ¿Cuál es tu favorito?
– No hay un favorito. No hay libros separados de otros. Todos los libros que hablan del mar, desde la “Odisea” a la última novela de Patrick O.Brian, están interconectados, como una biblioteca.
– La biblioteca de Borges…
Ella sonreía, y Coy encogió los hombros con sencillez.
– No lo sé. Nunca leí nada de ese Borges. Pero es cierto lo que digo: el mar se parece a una biblioteca.
– Los libros que hablan de las cosas de tierra firme también son interesantes.
– Si tú lo dices…
Entonces ella, que abrazaba los dos álbums contra el pecho, se echó a reír, y parecía una mujer muy diferente al hacerlo. Se echó a reír franca, alegremente, y luego dijo: mil millones de mil rayos. Dijo eso ahuecando la voz como lo haría un pirata tuerto y cojo con un loro en el hombro; y mientras el sol que entraba por la ventana le doraba más las puntas asimétricas del cabello, se sentó de nuevo junto a Coy, abrió los tintines y pasó sus páginas. Aquí también hay mar, dijo. Mira. Aquí todavía es posible la aventura. Una puede emborracharse miles de veces con el capitán Haddock -el whisky Loch Lomond, por si no lo sabes, carece de secretos para mí-. También salté en paracaídas sobre la Isla Misteriosa con la bandera verde de la FEIC entre los brazos, crucé innumerables veces la frontera entre Syldavia y Borduria, juré por los bigotes de Pleksy-Gladz, navegué en el “Karaboundjan”, el “Ramona”, el “Spedol Star”, el “Aurora” y el “Sirius” -seguro que más barcos que tú-, busqué el tesoro de Rackham el Rojo, siempre al oeste, y caminé sobre la Luna mientras Hernández y Fernández, con el pelo de colorines, hacían de payasos en el circo de Hiparco. Y cuando estoy sola, Coy, cuando estoy muy sola muy sola muy sola, entonces enciendo un cigarrillo de los de tu amigo Héroe, hago el amor con Sam Spade, y sueño con halcones malteses mientras convoco a mi alrededor, entre el humo, a los viejos amigos: Adballah, Alcázar, Serafín Latón, Chester, Zorrino, Pst, Oliveira de Figueira, y en la minicadena suena el aria de las joyas de “Fausto” en una antigua grabación de Bianca Castafiore…
Había puesto, mientras hablaba, los dos álbums sobre la mesa. Eran ediciones antiguas, con el lomo de tela azul la una y verde la otra. La portada del primero mostraba a Tintín, Milú y al capitán Haddock con un sombrero emplumado, y un galeón navegando velas al viento. En el segundo, Tintín y Milú recorrían el fondo del mar a bordo de un sumergible con forma de tiburón.
– Es el submarino del profesor Tornasol -dijo Tánger-… Cuando era niña, ahorraba para comprar estos libros a base de cumpleaños, santos y aguinaldos navideños como lo habría hecho el mismísimo Scrooge… ¿Sabes quién era Ebenezer Scrooge?
– ¿Un marino?
– No. Un tacaño. El jefe del buen Bob Cratchit.
– Ni idea.
– Es igual -prosiguió ella-. Yo reunía moneda a moneda para ir luego a la librería y salir con uno de éstos en las manos, contenido el aliento, gozando del tacto de sus tapas duras de cartón, los colores de las espléndidas portadas… Y luego, a solas, abría sus páginas y respiraba el olor a papel, a tinta fresca bien impresa, antes de zambullirme en su lectura. Así, uno a uno, reuní los veintitrés… De aquello ha pasado muchísimo tiempo; pero todavía, al abrir un Tintín, puedo sentir ese aroma que a partir de entonces asocié con la aventura y la vida. Con el cine de John Ford y John Huston, “Las aventuras de Guillermo” y algunos libros, estos álbums formatearon para siempre el disquete de mi infancia.
Había abierto “El tesoro de Rackham el Rojo” por la página 40. En una gran ilustración central, Tintín, vestido de buzo, se acercaba caminando por el fondo del mar al pecio impresionante del “Unicornio” hundido.
– Mírala bien -dijo solemne-. Esta viñeta marcó mi vida.
Había apoyado la punta de los dedos sobre la página con una delicadeza extrema, como si temiera alterar los colores. Coy, que no miraba el álbum sino que la miraba a ella, comprobó que seguía sonriendo, ausente, con aquel gesto que la rejuvenecía hasta darle la misma expresión que la muchacha abrazada por su padre en la foto del marco. Un gesto feliz, pensó. De esos que todavía tienen el contador a cero. Más allá estaba la copa de plata abollada y falta de un asa. Campeonato infantil de natación. Primer premio.
– Imagino -añadió ella al cabo de un instante, aún fijos los ojos en el libro- que también soñaste alguna vez.
– Claro.
Podía comprender. No era el álbum, ni la copa de plata ni la foto, ni nada que tuviera que ver con lo que ella tenía en la memoria; pero había un punto de contacto, un territorio donde era fácil reconocerla. Quizás Tánger no era tan distinta, al fin y al cabo. Tal vez, pensó, en alguna forma también ella sea uno de los nuestros; aunque por definición cada uno de los nuestros navegue, cace, combata y se hunda solo. Barcos que pasan en la noche. Unas luces en la distancia, a la vista durante un rato, a menudo con rumbo opuesto. A veces un rumor lejano, sonido de máquinas. Luego otra vez el silencio cuando desaparecen, y la oscuridad, y el resplandor que se extingue en el vacío negro del mar.
– Claro -repitió.
No dijo nada más. Su imagen, la viñeta en el álbum de su memoria, era la de un puerto mediterráneo con tres mil años de historia en sus viejas piedras, rodeado de montañas y castillos con troneras que en otro tiempo tuvieron cañones. Nombres como fuerte de Navidad, dique de Curra, faro de San Pedro. Olor a agua quieta, a estachas húmedas, y el lebeche moviendo las banderas de los barcos amarrados y los gallardetes en los palangres de los pesqueros. Hombres inmóviles, jubilados ociosos frente al mar, sentados en los bolardos de hierro viejo. Redes al sol, costados herrumbrosos de mercantes abarloados a los muelles; y ese olor a sal, a brea y a mar viejo, denso, de puertos que han visto ir y venir muchos barcos y muchas vidas. En la memoria de Coy había un niño moviéndose entre todo aquello; un niño moreno y flaco con la mochila llena de libros del colegio a la espalda, que se escapaba de clase para mirar el mar, pasear junto a barcos de los que veía descender a hombres rubios y tatuados que hablaban lenguas incomprensibles. Para ver largar amarras que caían con un chapoteo y eran cobradas a bordo antes de que el costado de hierro se alejara del muelle y el barco virase hacia la bocana, entre los faros, rumbo al mar abierto, en busca de esos caminos sin huella, sólo una breve estela de espuma, por donde el chiquillo tenía la certeza de que él iba a irse también. Ése había sido el sueño, la imagen que marcaría su vida para siempre: la nostalgia precoz, prematura, del mar cuya vía de acceso eran los puertos viejos y sabios, poblados de fantasmas que descansaban entre sus grúas, a la sombra de los tinglados. Los hierros desgastados por el roce de las estachas. Los hombres que siempre estaban quietos, inmóviles durante horas, y para quienes el sedal o la caña o el cigarrillo eran sólo pretextos, sin que pareciera importarles otra cosa en el mundo que mirar el mar. Los abuelos que llevaban a sus nietos de la mano, y mientras los críos hacían preguntas o señalaban gaviotas, ellos, los viejos, entornaban los ojos para mirar los barcos amarrados y la línea del horizonte al otro lado de los faros, como si buscaran algo olvidado en su memoria: un recuerdo, una palabra, una explicación de algo ocurrido hacía demasiado tiempo, o de algo que tal vez no había ocurrido nunca.