La botella estaba por la mitad, justo un poco por debajo de la línea de flotación, cuando Coy, que conservaba un resto de prudencia, dejó de beber y miró alrededor. Todo parecía hallarse en un plano ligeramente escorado, hasta que se dio cuenta de que era él quien se encontraba sobre la mesa con la cabeza caída. Nada más grotesco, pensó, que un fulano mamándose en público, solo y a su aire. Entonces se levantó muy lentamente y salió a la calle. Anduvo procurando disimular su estado, siguiendo discreto con el hombro las paredes a fin de mantener la línea recta, paralela al bordillo de la acera. Al cruzar la plaza, el aire le hizo bien. Se detuvo, sentado en un banco bajo la estatua de Calderón de la Barca, y desde allí observó con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas a la gente que paseaba ante sus ojos desenfocados. Vio a los mendigos de la litrona, los tres hombres y la mujer del otro día que bebían sentados en el suelo, con su perrillo, vigilados por Robocop desde la puerta del hotel Victoria. Negó con la cabeza cuando un magrebí le ofreció una china de hachís -para canutos estoy yo, colega-, y por fin, más despejado, siguió camino hasta la pensión. Ahora el Centenario Terry se había diluido lo suficiente en sus pulmones, en su orina o en donde fuera, para permitirle percibir con más nitidez las imágenes. Y gracias a eso pudo ver que el dálmata, o sea, el fulano de Barcelona con coleta gris y un ojo de cada color, estaba sentado a una mesa del bar junto a la puerta, con un vaso de whisky en la mano y las piernas cruzadas, esperándolo.
– Hágase cargo -concluyó el tipo-. Ellas desean que nos las tiremos. O más bien desean que deseemos tirárnoslas. Pero sobre todo desean que paguemos por ello. Con nuestro dinero, con nuestra libertad, con nuestro pensamiento… En su mundo, créame, no existe la palabra “gratis”.
Seguía allí, con el whisky en la mano como si tal cosa, y Coy se hallaba sentado enfrente, escuchando. Había dejado de estar sorprendido mucho rato antes y ahora atendía con interés, ante un vaso con tónica, hielo y limón que ni siquiera había tocado. El coñac aún se deslizaba suavemente por su sangre. A veces el dálmata hacía tintinear el hielo en su vaso, miraba el contenido y se lo llevaba a los labios, pensativo, para beber un poco antes de seguir la charla. Coy confirmó que su español tenía un vago acento extranjero, entre andaluz y británico.
– Y deje que le diga una cosa: cuando una decide liarse la manta a la cabeza, no hay quien… Se lo digo yo. Cuando por fin toman una decisión, la que sea, se vuelven implacables. Se lo juro. Las he visto mentir… Por Dios. Le juro que las he visto mentir en mi propia almohada, hablando con el marido por teléfono, con una sangre fría… Increíble.
Había una tienda de maniquíes al lado, y a veces Coy miraba el escaparate. Cuerpos desnudos en diversas posturas, sentados y en pie, hombres y mujeres sin sexo modelado, con peluca unos, el cráneo limpio otros, la carne sintética reluciendo bajo los focos de la vitrina. Varias cabezas cercenadas sonreían en un estante. Los muñecos femeninos tenían senos de pezones puntiagudos. Un escaparatista con sentido del humor, un toque mojigato, una reminiscencia clásica casual o consciente, hacían que uno de los maniquíes alzara un brazo articulado en el codo y la muñeca hacia el pecho, púdico, y mantuviese el otro sobre el supuesto sexo. Venus saliendo directamente de una concha, travestida de replicante Pris Nexus 6 en “Blade Runner”.
– ¿También la tuvo a ella en su almohada?
El dálmata miró a Coy casi con reproche. Llevaba el pelo limpio y bien peinado hacia atrás, recogido con una cinta elástica negra. La camisa era blanca, con botones en las puntas del cuello, y la llevaba abierta, sin corbata. Piel bronceada sin exageraciones. Zapatos impecables, cómodos, de buena piel. El reloj caro, pesado, de oro, en la muñeca izquierda. Anillos de oro. Manos de uñas muy cuidadas. Otro anillo en el meñique de la derecha, grueso, también de oro. Cadenas de lo mismo asomando por el cuello, con medallas y un antiguo doblón español. Gemelos de oro asomando en los puños. Aquel tipo, pensó Coy, parecía un escaparate de Cartier. Con lo que llevaba encima podían fundirse un par de lingotes.
– No… Claro que no -el dálmata parecía sinceramente escandalizado-. No sé por qué lo dice. Mi relación con ella…
Se detuvo como si eso, se tratara de lo que se tratase, fuera evidente. Al cabo de un instante debió de caer en la cuenta de que no lo era, pues hizo tintinear el hielo en el vaso y, esta vez sin beber nada, puso a Coy al corriente de la historia. O más bien lo puso al corriente de la versión de la historia según Nino Palermo. Nino Palermo era él mismo, y eso daba a su relato un valor sólo relativo. Pero ese individuo era la única persona que parecía dispuesta a contarle algo a Coy; éste no disponía de otra versión más autorizada, y dudaba mucho de llegar a disponer de ella nunca. Así que se estuvo quieto, bien callado y atento, desviando los ojos hacia el escaparate de los maniquíes sólo cuando el otro fijaba en él demasiado tiempo ora el ojo verde, ora el ojo pardo -bicoloridad incómoda para estar delante-. Supo así que Nino Palermo era el dueño de Deadman.s Chest, una empresa dedicada al rescate de buques hundidos y salvamento marítimo con sede social en Gibraltar. Quizás Coy, pues Palermo tenía entendido que era marino, había oído hablar de Deadman.s Chest cuando los trabajos de reflotamiento del “Punta Europa”, un ferry hundido el año anterior con cincuenta pasajeros en la bahía de Algeciras. O, en otro orden de cosas -eso lo añadió tras una corta pausa-, cuando la recuperación del “San Esteban”, un galeón rescatado cinco años atrás en los cayos de Florida con un cargamento de plata mejicana. O en el más reciente caso de la nave romana descubierta con estatuas y cerámica frente a la roca de Calpe.
En ese punto Coy pronunció en voz alta las palabras buscador de tesoros, y el otro sonrió de un modo que dejaba ver un diente o dos a un lado de la boca, antes de apuntar que sí, que en cierto modo. Que eso de los tesoros era un concepto muy relativo, según y cómo. Y además, amigo mío, no es oro todo lo que reluce. O a veces lo que no reluce resulta que sí lo es. Después, entre más frases dejadas a medias, Palermo descruzó y volvió a cruzar las piernas, hizo tintinear de nuevo el hielo en el vaso, y esta vez sí bebió un largo trago que dejó los cubitos de hielo varados sobre el fondo.
– No es una aventura, sino un trabajo -dijo despacio, cual si pretendiera darle todas las oportunidades para que comprendiese-. Una cosa es ir al cine, o pretender vivir como si uno estuviese en la fila catorce comiendo palomitas con la novia, y otra invertir dinero, investigar y hacer trabajos de prospección con seriedad profesional… Yo trabajo para mí y para mis socios, reúno el capital necesario, obtengo resultados y reparto dividendos, dándole al césar… Ya sabe. El Estado, sus leyes y sus impuestos. También beneficio a museos, instituciones… Cosas de ésas.
– Algo se le quedará en el bolsillo.
– Por supuesto. Y procuro que sea… Por Dios. Yo tengo dinero, oiga. Procuro arriesgar el de mis socios, naturalmente; pero también me juego el mío. Tengo abogados, investigadores, buceadores experimentados que trabajan para mí… Soy un profesional.
Dicho aquello se quedó un poco callado, clavada en Coy su mirada bicolor, acechando el efecto. Pero Coy, que permanecía inexpresivo, no debió de parecerle muy impresionado.
– El problema -prosiguió- es que este trabajo mío necesita… No puede uno ir contando su vida. Por eso hay que moverse con cautela. No hablo de ilegalidades, aunque a veces… En fin. Usted se hace cargo. La palabra clave es “prudencia”.
– ¿Y qué tiene que ver ella con todo esto?
Palermo lo dijo, y mientras lo hacía su aire apacible se endureció, y la cólera le vino de golpe a los ojos y a la boca. Coy vio que apretaba un puño, el del anillo grueso de oro en el meñique, y se habría echado a reír ante aquel acceso de ira de no hallarse tan interesado en la historia que su interlocutor iba contándole en tono amargo, desabrido, que en ocasiones rozaba lo agresivo. Él había conseguido una pista. La búsqueda de antiguos naufragios siempre empezaba por pistas simples, casi tontas a veces, y él tenía… Por Dios. El azar, en forma de un hurón de bibliotecas llamado Corso, un tipo que le suministraba material relacionado con el mar, cartas náuticas antiguas, derroteros y cosas así -un desaprensivo, dicho fuera de paso, que cobraba carísimo-, le había puesto en las manos un libro publicado en 1803 sobre la actividad marítima de la Compañía de Jesús. Se llamaba “La flota negra: los jesuitas en las Indias Orientales y Occidentales”, había sido escrito por Francisco José González, bibliotecario del observatorio de marina de San Fernando, y en ese libro Palermo encontró el nombre del “Dei Gloria”.