No había llegado a la esquina cuando la encargada de la pensión salió corriendo a la calle, tras él, y gritó su nombre. Señor Coy. Señor Coy. Tenía una llamada telefónica.
– Canallas -dijo Tánger Soto.
Era una chica templada, y apenas podía advertirse un leve temblor en su voz; una nota de inseguridad que procuraba controlar pronunciando las palabras justas. Estaba todavía vestida de calle, con falda y chaqueta, y se apoyaba en la pared del saloncito, cruzados los brazos, un poco inclinado el rostro, mirando el cadáver de “Zas”. Coy se había cruzado en la escalera con dos policías uniformados, y encontró a un tercero recogiendo en un maletín los instrumentos utilizados para buscar huellas dactilares: tenía la gorra sobre la mesa, y el radiotransmisor colgado de su cinturón emitía un apagado rumor de conversaciones. El agente se movía con cuidado entre los enseres revueltos de la casa. No había mucho desorden: algún cajón abierto, papeles y libros por el suelo, y el ordenador con la caja desatornillada y los cables y conexiones al aire.
– Aprovecharon que estaba en el museo -murmuró Tánger.
Salvo aquel temblor en la voz, no parecía frágil sino sombría. Su piel moteada se había vuelto de un mate pálido, conservaba los ojos secos y el gesto endurecido, las manos clavándose los dedos en los brazos con tanta fuerza que blanqueaban sus nudillos. No apartaba la vista del perro. El labrador seguía de costado en la alfombra, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta por la que salía un hilillo de espuma blanquecina que ya empezaba a secarse. Según la policía, habían forzado la puerta; y luego, antes de abrirla del todo, le echaron al perro el trozo de carne preparado con un veneno rápido, quizás etilenglicol. Quienes fuesen, sabían lo que buscaban y lo que iban a encontrar. No habían causado destrozos inútiles, limitándose a robar algunos documentos de los cajones, todos los disquetes y el disco duro del ordenador. Sin duda era gente que venía a tiro hecho. Profesionales.
– No necesitaban matar a “Zas” -dijo ella-. No era un perro guardián… Jugaba con cualquiera.
Las últimas palabras se quebraron con una nota de emoción que reprimió en seguida. El policía del maletín había terminado con lo suyo, así que se puso la gorra, saludó y se fue, tras decir algo sobre los empleados municipales que pasarían a recoger al perro. Coy cerró la puerta -observó que la cerradura funcionaba todavía- pero después de echarle otro vistazo al cuerpo de “Zas” la abrió de nuevo dejándola entornada, como si cerrar la casa con el cadáver del perro dentro fuese improcedente. Ella permaneció inmóvil, apoyada en la pared, cuando él cruzó el salón y fue hasta el cuarto de baño. Volvió con una toalla grande y se inclinó sobre el labrador. Por unos instantes miró con afecto los ojos muertos del animal, recordando sus lengüetazos del día anterior, el rabo moviéndose alegre en demanda de una caricia, su mirada inteligente y fiel. Experimentaba una pena honda, una piedad que removía su interior, incomodándolo con sentimientos casi infantiles que todo hombre adulto cree olvidados. Con “Zas” tenía la impresión de haber perdido un amigo silencioso y reciente; de esos que no se buscan porque son ellos quienes te eligen a ti. Desde su punto de vista, aquella tristeza resultaba fuera de lugar: sólo había estado con el perro un par de veces, y nada hizo para ser acreedor de su lealtad ni para lamentar su muerte. Y sin embargo allí estaba, con una extraña congoja, un picorcillo molesto en la nariz y en los ojos. Sentía como suyo el desamparo, la desolación, la inmovilidad del infeliz animal. Quizás había saludado a sus asesinos moviendo alegremente el rabo, en demanda de una palabra amable o una caricia.
– Pobre “Zas” -murmuró.
Tocó un momento con los dedos la cabeza dorada del labrador, despidiéndose de él, y luego lo cubrió con la toalla. Al incorporarse vio que Tánger lo miraba. Seguía apoyada en la pared con los brazos cruzados, sombría e inmóvil.
– Ha muerto solo -dijo Coy.
– Todos morimos solos.
Se quedó aquella tarde, y parte de la noche. Primero estuvo sentado en el sofá después que los empleados municipales se llevaron al perro, viendo cómo ella iba y venía remediando el desorden. La vio moverse sin apenas decir palabra, apilando papeles, colocando libros en sus estantes, cerrando cajones; parada frente al ordenador destripado, las manos en las caderas mientras evaluaba el destrozo, pensativa. Nada irreparable, había dicho en respuesta a una de las pocas preguntas que él formuló al principio. Después siguió ocupándose de la casa hasta que todo estuvo en regla. Lo último que hizo fue arrodillarse donde había estado “Zas”, y limpiar con una bayeta y agua los restos de espuma blanquecina que se habían secado sobre la alfombra. Hizo todo eso con una obstinación disciplinada, lúgubre, como si la tarea la ayudara a controlar sus sentimientos, dominando la oscuridad que amenazaba desbordar su semblante. Las puntas del cabello dorado le oscilaban junto al mentón, dejando entrever la nariz y los pómulos cubiertos de pecas, cuando por fin se puso en pie y miró alrededor, para ver si todo estaba como debía estar. Entonces fue hasta la mesa, cogió el paquete de Players y encendió un cigarrillo.
– Anoche estuve con Nino Palermo -dijo Coy.
No pareció sorprendida en absoluto. Ni siquiera dijo nada. Se quedó de pie junto a la mesa, el cigarrillo entre dos dedos y la mano un poco en alto, sostenido el codo por la otra.
– Me contó que lo engañaste -prosiguió él-. Y que también intentas engañarme a mí.
Esperaba excusas, insolencia o desdén; pero sólo hubo silencio. El humo del cigarrillo subía recto hacia el techo. Ni una espiral, observó. Ni una agitación, ni un estremecimiento.
– No trabajas para el museo -añadió, con deliberados espacios entre cada palabra- sino para ti misma.
Se parecía, descubrió de pronto, a esas mujeres que miran desde ciertos cuadros. Miradas impasibles, capaces de sembrar la inquietud en el corazón de cualquier varón que las observe. La certeza de que saben cosas que no dicen; pero que, si uno se detiene frente a ellas el tiempo suficiente, puede intuir en sus pupilas inmóviles. Arrogancia dura, sabia. Lucidez antigua. El pensamiento del primer día que estuvo en aquella casa volvió a rondarle la cabeza: había niñas que ya miraban de ese modo, sin haber tenido tiempo material que lo justificara; sin haber vivido suficiente para aprenderlo. Penélope debía de mirar así cuando apareció Ulises veinte años después, reclamando su arco.
– Yo no te pedí que vinieras a Madrid -dijo ella. Ni que complicaras mi vida y la tuya en Barcelona.
Coy la miró un par de segundos, todavía absorto, la boca entreabierta de modo casi estúpido.
– Es cierto -admitió.