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– Tal vez pueda hacerse -dijo.

Tánger no había perdido detalle de sus movimientos. Cogió un lápiz para trazar un rectángulo sobre la 4631.

– La idea es que el “Dei Gloria” está en algún lugar de esta franja. En una profundidad que va de los veinte a los cincuenta metros.

– ¿Qué fondo hay?… Supongo que habrás mirado eso.

Ella sonrió antes de desplegar una carta de punto mayor, la 4631, correspondiente al golfo de Mazarrón desde Punta Calnegre a Punta Negra. Coy observó que se trataba de una edición reciente, con correcciones por avisos a los navegantes de aquel mismo año. La escala era muy grande y detallada, y cada sonda venía acompañada de su correspondiente naturaleza del fondo. Era lo más preciso que podía encontrarse de la zona.

– Fango arenoso y algo de piedra. Según las referencias, bastante limpio.

Coy llevó el compás de puntas a la escala lateral, calculando de nuevo el área. Una milla por dos, frente a Punta Negra y la Cueva de los Lobos. El sector quedaba definido entre 1º 19,5’

oeste y 1º 21,5’ oeste, y entre 37º 31,5’ norte y 37º 32,5’

norte. Observaba con placer la familiar costa color ocre, las franjas azules aclarándose en los veriles a medida que se escalonaban alejándose de la costa. Comparó aquellos dibujos con sus propios recuerdos, situando mentalmente referencias de montañas tierra adentro, en las curvas de nivel topográfico que se espesaban en el cabezo de las Víboras, en el cabezo de los Pájaros y en Morro Blanco.

– Todo esto es muy relativo -dijo al cabo de un momento-. No estaremos seguros de nada hasta vernos en el mar, situándonos con las cartas y las demoras que tomemos a tierra… Es inútil definir desde aquí el área de búsqueda. Hasta ahora no tenemos más que un rectángulo imaginario dibujado sobre un papel.

– ¿Cuánto tardaríamos en rastrear eso?

– ¿Nosotros?

– Claro -ella hizo la pausa justa-. Tú y yo.

Otra vez aquel tú y yo. Coy sonrió apenas. Movía la cabeza.

– Necesitaremos a alguien más -dijo-. Necesitamos al Piloto.

– ¿Tu amigo?

– Ése. Y ha escurrido más agua de sus camisetas que la que yo navegué en toda mi vida.

Pidió que le hablara de él, y Coy lo hizo muy por encima, aún con aquel apunte de sonrisa al recordar. Habló brevemente de su juventud, del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, del primer cigarrillo y del marino tostado y flaco de pelo prematuramente gris, las inmersiones en busca de ánforas, las salidas de pesca entre dos luces, o el acecho al atardecer de los calamares que iban a dormir a tierra en la Punta de la Podadera. Y el Piloto, su bota de vino, su tabaco negro y su barco balanceándose en la marejada. O quizá no habló tanto como creyó hacerlo, y se limitó a referir, breve, algunos episodios inconexos, y fueron sus recuerdos los que hicieron el resto, agolpándosele en el esbozo de sonrisa. Y Tánger, que lo miraba atenta sin perder gesto ni palabra, comprendió lo que aquel nombre significaba para Coy.

– Dijiste que tiene un barco.

– El “Carpanta”: un velero de catorce metros, con bañera central, cubierta a popa, motor de sesenta caballos y compresor para botellas de aire.

– ¿Lo alquilaría?

– Lo hace de vez en cuando. Tiene que vivir.

– Me refiero a nosotros. A ti y a mí.

– Claro. Hasta hundiría el barco si yo se lo pidiera -lo pensó un poco-. Bueno, hundirlo tal vez no. Pero sí cualquier otra cosa.

– Ojalá no pida mucho -parecía inquieta-. En esta primera fase, los recursos son escasos. Se trata de mis ahorros.

– Lo arreglaremos -la tranquilizó Coy-. De cualquier modo, si el barco se encuentra en la profundidad que tú dices, el equipo de búsqueda será mínimo… Puede bastar con una buena sonda de pesca y un acuaplano remolcado: se hace con una tabla de madera y cincuenta metros de cabo.

– Perfecto.

No preguntó si su amigo era de fiar. Se limitaba a mirarlo como si su palabra fuese una garantía.

– Además -dijo Coy- el Piloto fue buzo profesional. Si le garantizas un sueldo adecuado para cubrir los gastos, y una parte razonable si hay beneficios, podemos contar con él.

– Por supuesto que lo garantizo. En cuanto a ti…

La miró a los ojos, esperando que prosiguiera, pero ella enmudeció sosteniendo su mirada. También hay una chispa de sonrisa allá adentro, se dijo él. También ella sonríe, quizás porque ahora tiene dos marineros y un barco y un rectángulo de una milla por dos trazado a lápiz en una carta náutica. O quizás…

– De lo mío ya hablaremos -dijo Coy-. De momento corres con mis gastos, ¿no es cierto?

Seguía inmóvil, mirándolo con la misma expresión y aquella lucecita que parecía bailar al fondo de sus iris azul marino. Sólo es un efecto de luz, pensó él. Tal vez el atardecer, o el reflejo de la lámpara encendida.

– Claro -dijo ella.

Decidió quedarse a dormir, y lo hizo sin que ninguno de los dos pronunciara demasiadas palabras al respecto. Trabajaron hasta muy tarde, y al fin ella estiró los codos hacia atrás e hizo girar el cuello como si le dolieran las cervicales y le sonrió un poco a Coy, fatigada y distante, cual si todo cuanto tenían bajo el cono de luz de la lámpara sobre la mesa, las cartas de navegación, las notas, los cálculos, dejara de interesarle. Entonces dijo estoy cansada y no puedo más, y se levantó mirando alrededor con extrañeza, como si hubiera olvidado dónde se hallaba; y sus ojos quedaron inmóviles y se oscurecieron de pronto al detenerse en el lugar donde había estado el cadáver de “Zas”. Pareció recordar entonces; y de improviso, del mismo modo que quien entreabre una puerta por descuido, Coy la vio tambalearse apenas unos milímetros, y pudo captar el estremecimiento que recorrió su piel como si una corriente fría acabara de entrar por la ventana: la mano apoyada en un ángulo de la mesa, la mirada desvalida que vagó por la habitación, buscando en qué cobijarse hasta que se recompuso justo antes de llegar a Coy. Para entonces parecía de nuevo dueña de sí; pero él ya había abierto la boca para sugerir puedo quedarme si quieres, o tal vez sea mejor no dejarte sola esta noche, o algo parecido. Se quedó así, con la boca abierta, porque en ese momento ella encogió los hombros casi interrogante, mirándolo. Entonces estuvo callado un poco más, y ella repitió el gesto, deliberada forma de encoger los hombros que parecía reservar para las preguntas cuya respuesta le era indiferente. Luego él dijo tal vez deba quedarme, y ella respondió sí, claro, en voz baja y con la frialdad de siempre, y movió afirmativamente la cabeza como si considerase adecuada la sugerencia, antes de irse por la puerta del dormitorio para traer un saco militar: un auténtico saco de dormir del ejército, de color verde, que extendió en el sofá, colocando debajo un cojín a modo de almohada. Después, en pocas palabras, explicó dónde estaba la puerta del cuarto de baño y dónde una toalla limpia antes de retirarse y cerrar la puerta.

Abajo, lejos, entre la oscuridad que se extendía al otro lado de la estación, las luces prolongadas de los trenes se movían engañosamente despacio. Coy fue hasta la ventana y estuvo allí quieto, mirando el resplandor amortiguado de los barrios más alejados, las luces de la calle a sus pies, los faros de los escasos coches que transitaban por la avenida desierta. El cartel de la gasolinera estaba encendido; pero no vio a nadie, aparte del empleado que salía de su garita para atender a un automovilista. Ni el enano melancólico ni el cazador de naufragios estaban a la vista.

Ella había dejado música en la minicadena. Era una melodía lentísima y triste que Coy no había oído nunca. Fue hasta allí y miró el estuche del disco: “Aprés la pluie”. No conocía de nada a aquel E. Satie -quizás era amigo de Justine-, pero el título le pareció apropiado. La música hacía pensar en la cubierta húmeda de un barco inmóvil en un mar gris y en calma, todavía visibles en el agua los círculos concéntricos de las últimas gotas de lluvia, pequeñas ondulaciones parecidas a roce de medusas a flor de superficie o diminutas ondas de un radar, y en alguien que miraba todo eso con las manos apoyadas en una regala mojada, mientras nubes sombrías se alejaban, negras y bajas, en la línea del horizonte.