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– Celebro que se haya vuelto razonable -dijo Palermo.

El tono amistoso se le enfrió en la boca a media frase, con la mano inútilmente extendida. Se la miró un momento, sorprendido de verla allí vacía, y luego la retiró despacio, desconcertado, estudiando inquisitivo al recién llegado con sus ojos bicolores.

– Ha ido demasiado lejos -dijo Coy.

La mueca confusa del otro se intensificó de pronto, arrogante.

– ¿Sigue con ella? -preguntó con frialdad.

– Eso no le importa.

Palermo parecía reflexionar. Hizo amago de mirar de soslayo a los dos hombres que aguardaban en el sofá.

– Usted dijo ayer que estaba…

¿No? Fuera de esto. Y cuando telefoneó hace un rato… Por Dios. Creí que aceptaba trabajar para mí.

Coy retuvo aire en los pulmones. El otro le llevaba más de una cabeza, y él lo observaba desde abajo, con las anchas manos colgándole amenazadoras a ambos lados. Se balanceó un poco sobre la punta de los pies.

– Ha ido demasiado lejos -repitió.

La pupila verdosa estaba más dilatada que la parda, pero las dos parecían de hielo espeso. Palermo volvió a observar de reojo a sus acompañantes. Ahora torcía la boca, despectivo.

– No imaginé que viniera a molestarme -dijo-. Usted… Un payaso, eso es. Se porta como un payaso.

Coy asintió muy lentamente dos veces. Las manos se le habían separado un poco más del cuerpo, y sentía los músculos de hombros, brazos y estómago tensos igual que nudos de pescador bien azocados. Palermo se había vuelto a medias, como para terminar la conversación.

– Veo -dijo- que esa zorra lo ha engatusado bien.

Con la última palabra hizo ademán de volver al sofá; pero sólo fue eso, un ademán, porque Coy ya había hecho sus cálculos con rapidez y sabía que el otro era más alto, y no era débil ni estaba solo, y que a un hombre es mejor pegarle cuando todavía está hablando porque sus reflejos son menores. Así que se balanceó de nuevo sobre la punta de los pies, se zampó mentalmente un bote de espinacas, compuso una sonrisa rápida para confiar a Palermo, y en el mismo impulso le asestó un rápido rodillazo en los testículos, tan brutal que un segundo después, cuando el otro se inclinaba sobre el estómago con el rostro congestionado y sin aliento, pudo alcanzarlo sin demasiado esfuerzo con el segundo golpe, un cabezazo en la nariz que crujió bajo su frente como si alguien hubiera roto un mueble. Había aprendido aquello con precisión coreográfica durante una refriega en el barrio marino de Hamburgo: el tercer movimiento, en el improbable caso de que el adversario coleara, consistía en darle otro rodillazo en la cara; y de postre, las suyas y las del maquinista. Pero comprobó que no era necesario: Palermo había caído de rodillas, blanco y desmadejado como un saco de patatas, la cara apoyada en un muslo de Coy, manchándole los tejanos con la sangre escandalosamente roja que chorreaba de su nariz.

Después todo se enredó de manera endiablada en cinco segundos. La secretaria se puso a gritar echándose hacia atrás en el sofá, y perdió la compostura pataleando hasta enseñar las bragas, que eran negras. Los dos extranjeros, estupefactos al principio, se levantaron a socorrer al caído. Por su parte, Coy vio por el rabillo del ojo cómo todos los camareros de la sala y algunos clientes se le echaban encima, antes de hallarse zarandeado, sujeto por varias manos vigorosas que lo levantaban en vilo, arrastrándolo hacia la puerta como si lo fueran a linchar ante la mirada indignada o atónita de empleados y clientes. Las puertas de cristal se abrieron, alguien gritó algo sobre llamar a la policía, y en ese momento Coy vio sucesivamente la fachada iluminada del edificio de las Cortes, las luces verdes de los taxis estacionados en la puerta, y también al enano melancólico que lo observaba con cara de sorpresa desde el semáforo más cercano. No pudo ver más porque le tenían sujeta la cabeza, pero aún vislumbró la cara endurecida del chófer bereber -todo el mundo parecía estar en el Palace aquella noche-, antes de sentir un furioso tirón en el pelo que le echó la cabeza atrás, y luego uno, dos, tres, cuatro profesionales puñetazos en el plexo solar que le cortaron la respiración en seco. Entonces cayó al suelo, con los pulmones vacíos y boqueando como un pez fuera del agua. Laa: Ley del Aire Ausente, o nunca estás cuando te necesito. Desde allí oyó una sirena de policía y se dijo: la has hecho buena, marinero. De ésta te caen seis años y un día, y la niña tendrá que bucear sola. Después, tras varios intentos infructuosos, pudo respirar un poco mejor, aunque el aire, que por fin hizo acto de presencia, le dolía al entrar y al salir de los pulmones. Las costillas bajas parecían moverse por cuenta propia, y pensó que tendría alguna rota. Perra vida. Seguía en el suelo, boca abajo, y alguien le puso unas esposas que hicieron clic-clic en sus muñecas, a la espalda. Lo consolaba el pensamiento de que Nino Palermo iba a acordarse de Tánger Soto, de él y del pobre “Zas” cada vez que se mirara al espejo durante los próximos días. Luego lo levantaron de pronto, y una luz azul centelleante le dio en la cara. Echaba en falta al Gallego Neira, al Torpedero Tucumán y al resto de la Tripulación Sanders. Pero eran otros tiempos, y otros puertos.

VI. SOBRE CABALLEROS Y ESCUDEROS

Hay una amplia variedad de adivinanzas relativas a una isla en la que ciertos habitantes dicen siempre la verdad y otros mienten siempre.

R. Smullyan.

“¿Cómo se llama este libro?”

La gitana se alejó después de insistir todavía un poco más, y Coy pensó viéndola irse que tal vez debería haber dejado que le leyera la mano, y el futuro. Era una mujer de mediana edad, con la cara morena surcada por infinidad de arrugas, y se recogía el pelo con una peineta de plata. Grande, fondona, agitaba el ruedo de la falda al contonearse con gracia, deteniéndose a ofrecer ramitos de romero a los viandantes, camino de la avenida cubierta de palmeras que discurría a la espalda del castillo de Santa Catalina, en Cádiz. Antes de irse, despechada por la negativa de Coy a aceptar un poco de romero a cambio de unas monedas o permitir que le dijera la buenaventura, la gitana había murmurado una maldición, medio festiva medio en serio, que ahora tenía a éste cavilando: “sólo hay un viaje que harás gratis”. No era un marino supersticioso -en el tiempo del Meteosat y el Gps, pocos de su oficio lo eran ya-, pero conservaba ciertas aprensiones propias de la vida en el mar. Quizá por eso, cuando la gitana desapareció bajo las palmeras de la avenida Duque de Nájera, Coy se contempló la palma izquierda con inquietud antes de observar a hurtadillas a Tánger, que sentada a la misma mesa de la terraza conversaba con Lucio Gamboa, director del observatorio de San Fernando, donde los tres habían pasado parte del día. Gamboa era capitán de navío de la Armada, pero vestía de paisano con camisa a cuadros, pantalón caqui y unas alpargatas de lona muy viejas y descoloridas. Nada en él delataba su filiación castrense: rechoncho, calvo, locuaz, con una descuidada barba entrecana y unos ojos claros de normando, el suyo era un aspecto desaliñado y cordial. Hablaba sin mostrar signos de fatiga desde hacía horas, mientras Tánger planteaba preguntas, asentía o tomaba notas.

Sólo hay un viaje que harás gratis. Coy volvió a mirarse las rayas de la mano, diciéndose una vez más que quizás debería haber dejado que la gitana se la leyera. En caso de no gustarle el pronóstico, pensó, siempre podía uno rectificar a su gusto las rayas con una hoja de afeitar, como aquel otro marino de papel y tinta, Corto Maltés, alto, guapo y con su arete de oro en la oreja, al que no le hubiera importado nada parecerse cada vez que notaba fijos en él los ojos de Tánger. Ojos que a veces dejaban de atender a las explicaciones de Gamboa para posarse en Coy un momento, inexpresivos, serenos; constatando que seguía allí y que nada estaba fuera de control.